jueves, 19 de marzo de 2015

El Fantasma de Nadie. Tercera Parte

CAPÍTULO  XLVI
Refugio de Pieterf en España
Con la mayor tranquilidad del mundo, Pieterf hizo que la camarera liara un envoltorio con los restos de la pizza -no había podido consumir todavía su mayor parte- y se levantó. Dejó la mesa con el paquete bajo el brazo y un gesto de contrariedad: le fastidiaba tener que interrumpir tan sabroso condumio, pero no había más remedio. Se dirigió hacia la ancha mesa que servía de barra, en donde también estaba instalado el ordenador de cobros, con la clara intención de pagar la cuenta antes de abandonar el local.
Acodado en ella, se hallaba el agente secreto. Este, al ver llegar a Pieterf, se volvió de espaldas, en un mal disimulado gesto de indiferencia o despreocupación.
Esa actitud arrancó una sonrisa -una mordaz mueca, más bien- en Pieterf al comprobar la imprudente bisoñez de su enemigo.
-¡Esto no se hace, hombre! -masculló, al tiempo que le propinaba un violento golpe en su desprotegida nuca.
El tipo cayó redondo al suelo, sin sentido. No era extraño: el brutal impacto, dado con el rígido, endurecido y bien adiestrado canto de la mano de Pieterf, podía resultar fatal. Mucho más, aplicado en aquella parte tan sensible y frágil del cuerpo.
La acción de Pieterf fue tan rápida e inesperada que nadie alcanzó a verla. La gente supo que algo raro sucedía al notar la aparatosa caída del hombre y escuchar la voz de Pieterf, que pedía ayuda para el pobre señor "que se había desmayado de repente", mientras se inclinaba sobre él, simulando socorrerle.
Se armó un buen revuelo. Acudieron las dos camareras, los cocineros y varios de los clientes más cercanos.
-¿Hay algún médico en la sala? -voceó uno de ellos.
Pieterf no esperó la llegada del compañero del caído y se introdujo en la zona de trabajo de los cocineros, tras la ancha mesa, aprovechando la confusión. Allí buscó una puerta trasera que le condujo hasta un oscuro patio. Saltó una tapia de no más de dos metros y se perdió entre las sombras de la apenas iluminada Seigel St. Cuatro cuadras más allá, en Cook St, cerca de Bushwick Ave, se hallaba uno de sus refugios. Nadie le buscaría en aquella especie de cubil, situado entre un caótico almacén de instalación y venta de baños, sanitarios y cocinas, y un destartalado parking al aire libre, embarrado en su mayor parte por la reiterada falta de embreado del pavimento.
No tenía llave, pero daba igual: no había cerradura que se le resistiera.
A pesar de la incomodidad del lugar, durmió bien, aunque poco...como de costumbre. A las cinco de la mañana, la mejor hora para transitar sin peligro por la ciudad, fue a encontrarse con sus amigos en Hempstead.
Allí dieron un último repaso al plan. Había que ultimar los detalles de las situaciones más críticas del mismo, porque no se les escapaba que aquel día, además de mostrarse como una peligrosa y movida jornada, debería resultar vital para el esclarecimiento de los delitos provocados por O´Connell. Necesitaban hacer acopio de pruebas que mostraran la inocencia de Pieterf de los falsos cargos que le imputaban, además de conseguir la retirada de la orden de eliminación decretada contra Bob Bryan. Y algo muy importante: lograr la satisfacción de Margaret al obtener la condena del asesino de su marido William y, al mismo tiempo, el cese de aquella sañuda persecución a la que se veía expuesta.
Partió primero Pieterf hacia Grymes Hill, en Staten Island, lugar donde se hallaba la sede del SSD. Conducía un coche facilitado por Bob, con el fusil y varios proyectiles incendiarios bien ocultos en el maletero. Debería enviar un WhatsApp tan pronto llegara sin novedad al apartamento elegido donde emplazar el arma. En ese momento, partirían hacia allí Margaret y Bob, presumiblemente disfrazados de bomberos de la FDNY, aunque en realidad lo harían enfundados en sus equipos de ocultación.
-¡Listos! -comunicó Bob a Pieterf, en cuanto llegaron al punto previsto de observación, desde donde debían vigilar la entrada al edificio del SSD.
-¡OK! -respondió Pieterf, con esta lacónica exclamación.
A continuación disparó la granada incendiaria y lo comunicó a sus amigos:
-Operación en marcha. ¡Suerte!
Todavía tuvieron que esperar casi veinte minutos, hasta que apreciaron las primeras señales de alarma. Poco después, el humo del incendio hizo su aparición en las ventanas superiores del edificio. Al mismo tiempo, observaron la salida de varias personas hasta el pequeño jardín de la entrada, comentando detalles del suceso sin demasiada preocupación.
Pero el incendio debió alcanzar pronto un regular volumen, porque al rato se vio salir precipitadamente a la mayoría del personal. Era el momento que esperaban Margaret y Bob para entrar en el edificio. Al hacerlo pudieron escuchar, lejanas, las estridentes sirenas que anunciaban la llegada de los primeros efectivos de los FDNY.
Ahora tenían que aprovechar el poco tiempo disponible y trabajar con la mayor rapidez. Solo así lograrían el objetivo planeado.
Recorrieron a toda prisa el trayecto que conducía hasta el despacho del general, esquivando a varios agentes de seguridad rezagados que corrían a situarse en lugar seguro. Sin embargo, en la tercera planta ya no quedaba nadie.
Atravesaron el pasillo anterior al despacho de O´Connell y entraron en él, oliendo a humo. Sin la menor vacilación, se dirigieron a la cámara acorazada. Teclearon la clave, introdujeron la tarjeta magnética en su ranura, aplicaron la reproducción de la huella del general y accionaron la llave, tras sacarla de su secreto escondrijo. Era el momento crucial de la operación.
-¡Bravo! -exclamó Margaret, al comprobar cómo la pesada puerta giraba sobre sus robustos goznes y se abría, dejando ante su vista la valiosa documentación atesorada por el general.
Un primer vistazo sobre el contenido dejó perplejo a Bob. Aquello se asemejaba a la cueva de Alí Babá referida a la información allí depositada. Al lado de un buen número de carpetas repletas de informes, se apilaban los más modernos dispositivos de almacenamiento de datos, junto a anticuadas duplicadoras y torres de grabación, además de una enorme colección de antiguos diskettes, casetes e incluso tarjetas y cintas perforadas. Y todo aquel ingente material se hallaba clasificado con absoluto rigor y en perfecto orden cronológico.
Pero fue un extraño y sofisticado pupitre, repleto de parpadeante luces, lo que hizo soltar una exclamación de estupor al sorprendido Bob.
-¡Será posible! ¡Este tío recibe información de Menwith Hill en este terminal! -y ante el gesto de incomprensión de Margaret, continuó- En ese lugar de Inglaterra existe una base espía de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, capaz de escuchar todas las comunicaciones del planeta. Es usada también, en parte, por Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. El muy canalla dispone información de todo el mundo y hasta puede que tenga las orejas puestas en la mismísima Casa Blanca.
-¡Bueno, venga! -urgió Margaret-. Ya me lo explicarás luego. Hagamos unas fotos de todo esto, cojamos tantas muestras como podamos y salgamos a toda pastilla de aquí.
Se hacía imposible verificar el contenido de todo aquel material. Y menos aun cargar con él, por lo que eligieron al azar unos cuantos elementos de distintas épocas y se dispusieron a abandonar el edificio.
Sin embargo, al tratar de salir al pasillo, lo hallaron ocupado por una densa humareda irrespirable y, algo peor, al fondo se adivinaba el resplandor de las llamas obstruyéndolo. ¡Estaban atrapados en una mortal ratonera!
CAPÍTULO  XLVII

La situación de Margaret y Bob Bryant, no podía ser más comprometida. O´Connell había situado su despacho en una parte central de la tercera planta, sin ventanas al exterior, impulsado por la enfermiza obsesión de preservar su seguridad personal. Solo recibía algo de luz natural gracias a un pequeño tragaluz instalado en el techo de la sala.
-¡Rápido! ¡Tenemos que taponar todas las rendijas de la puerta! -acució Bob a Margaret, cuando ya el asfixiante humo del incendio comenzaba a invadir la sala, infiltrándose por entre ellas.
Consiguieron sellar la puerta utilizando varias toallas empapadas en agua que había en el servicio personal del general, además de pliegos de papel mojado y una cinta americana que hallaron entre su material de oficina.
-Con esto podremos resistir un tiempo -dijo Margaret- pero si el incendio llega hasta la puerta, servirá de bien poco.
-Todavía nos queda una oportunidad de salir de esta: en último caso, podremos refugiarnos dentro de la cámara acorazada -sugirió Bob.
-Sí, donde moriremos asfixiados o cocinados en esa hermética olla a presión, si no vienen a salvarnos antes -replicó Margaret, con desaliento- En cualquier caso, tanto si morimos, como si llega alguien a tiempo para rescatarnos, habremos perdido la batalla. O´Connell ha vencido y sus crímenes quedarán impunes para siempre.
-¡No te rindas, Margaret! -exclamó Bob, intentando animar a su decaída amiga- Mientras nos mantengamos vivos, ese hijo de perra no nos habrá ganado. Es el momento de no perder la esperanza.
-Tienes razón: Hay que resistir -concedió Margaret, algo más calmada- ¿Y si tratáramos de atravesar las llamas? Si lo conseguimos, lograremos escapar sin problemas, protegidos por nuestros equipos de ocultación.
-No creo que podamos. A pesar de lo poco que conozco de estos nano tejidos, sé que se inflaman de forma espontánea ante altas temperaturas. Seguro que arderíamos como la yesca si nos alcanzan las llamas.
-¿Y por qué no intentamos escapar a través de ese tragaluz? -volvió a sugerir Margaret.
-Ya he pensado en eso, pero tiene todo el aspecto de estar hecho con vidrio blindado.  Acércate hacia este lado y ponte detrás de mí, que voy a comprobarlo.
Bob sacó una pistola que llevaba enfundada tras el mono de ocultación  y efectuó tres disparos seguidos contra el vidrio del tragaluz. Como se temía, los proyectiles rebotaron causando solo una ligera melladura en el cristal, apenas apreciable.
-De todos modos, no estaríamos mucho más seguros en el tejado. Lo más probable es que arda por completo: el fuego subirá hasta él abrasándolo. En fin, hemos tenido mala suerte y hay que apechugar con ella. Es evidente que el incendio ha sido mayor de lo que nos proponíamos.
En ese preciso instante, se escuchó una fuerte detonación que hizo temblar la estancia. Quizás había explosionado parte del arsenal almacenado en el edificio o, tal vez, las llamas habían alcanzado la instalación de gas. Poco importaba el origen de aquel fuerte estampido, en ambos casos, solo cabía esperar un empeoramiento de la ya terrible situación de los dos amigos.
Y, a pesar de que ambos habían intentado mantener encendida una débil luz de esperanza, la angustia y el desaliento les iban ganando el ánimo y con él las pocas esperanzas de salir con bien de aquel mal trance.   
De repente, la puerta del despacho se abrió con un estallido de tal descomunal intensidad, que provocó un violento sobresalto de alarma en los dos amigos. De su hueco, brotó una densa nube de humo y, al mismo tiempo, envuelto en ella, surgió la figura, coloreada por un vivo tono amarillo, de un bombero cargado con todo su equipamiento al completo. Además, acarreaba otros dos equipos autónomos de respiración.
-¡Pronto! -gritó el hombre- ¡Poneos esto! ¡Rápido!
-Esa voz...¡Tú eres Pieterf! ¿Cómo supiste...? -apenas pudo balbucear Margaret estas palabras.
-¿Creéis que nací ayer y me chupo el dedo? Luego os lo explico. Pero ahora,..¡Vamos, vamos, seguidme! ¡Rápido, corred tras de mí!
Pieterf, que vigilaba todos los movimientos del teatro de operaciones desde su elevada posición, comprobó que el coche de sus amigos no se movía cómo y cuándo debiera hacerlo e imaginó lo sucedido. Asaltó uno de los muchos vehículos de bomberos que se habían arremolinado en el lugar, robó el material necesario y entró en el edificio confundido con los equipos de extinción que luchaban con denuedo contra las llamas. Hacía lo que sus amigos habían dicho que harían en el plan previsto. Por suerte para ellos, el cambio en el plan no pasó inadvertido para el astuto Pieterf.
Una vez en el interior del edificio, buscó la forma de eludir el fuego que aislaba el despacho del general, rodeándolo. Destrozó varias mamparas y abrió un boquete, con explosivo plástico, en el tabique del pasillo que daba acceso al despacho del general, justo enfrente a su puerta.
El resto fue pan comido. Poco después, los tres amigos se reunían en el refugio de Hempstead a salvo y con los valiosos documentos en su poder
-¡Uf! Por poco no lo contamos -dijo Bob con un suspiro de alivio.
-Sí, y gracias a Pieterf -afirmó Margaret, mientras posaba una de sus manos en el hombro de su salvador- Hoy hemos contraído una deuda impagable contigo.
-No me lo agradezcáis -replicó Pieterf-, que si no fuera porque necesitaba las pruebas contra O´Connell para librarme de todas las policías del mundo, os hubiera dejado que os asarais allí, a fuego lento, por cabrones, por mentirme y por tenerme al margen de vuestros chanchullos, ocultándome los verdaderos planes.
-¡Disculpa,  hombre! -trató de justificarse Bob- Ya te habrás dado cuenta de que se trataba de algo muy importante y, aunque Margaret estaba dispuesta a revelarte nuestro secreto, yo opininaba que no había llegado el momento de hacerlo. Pero puedes estar seguro de que, antes a después, acabaríamos desvelándotelo.
-No hay problema -contestó Pieterf, con un tono de voz que pretendía disimular su enfado, fingiendo desinterés-. Yo tampoco me fio de nadie.
-¿Pero, cómo lo supiste? -preguntó, admirada, Margaret.
-Sospechaba que me ocultabais algo, pero no podía ni imaginar que se tratara de un asunto tan espectacular e increíble. El apartamento desde donde disparé la granada incendiaria hace esquina con dos calles: unas ventanas dan a la fachada del SSD. y otras a la calle donde aparcasteis vuestro coche, a la espera de mi señal para actuar. Os vi llegar, seguí el plan previsto y me puse a vigilar vuestra entrada en el edificio. Entonces...
Pieterf meneó la cabeza con un gesto de incredulidad, al tiempo que elevaba los brazos sobre la cabeza en señal de admiración y desconcierto a la vez. Después prosiguió con su narración.
-¡Oh, demonios! Las puertas del coche se abrieron y cerraron, pero...¡no salió nadie! Miré por los prismáticos y...¡el coche estaba vacío! Cuando me repuse de la sorpresa, tomé de nuevo los prismáticos y, preso de una excitación desusada en mí, me lancé a examinar los más nimios detalles del trayecto entre vuestro vehículo y la entrada del SSD. No parecía haber nada, pero, de pronto, noté algo apenas perceptible: en la imagen de la acera se producía una extraña ondulación que avanzaba como una ola, hasta la entrada misma de la Agencia, en lo que supuse era vuestro paso. Sin entender cómo diablos habríais logrado ese mágico camuflaje, me dispuse a esperar vuestra salida. Pero el tiempo pasaba, mientras el incendio seguía aumentando. Por fin, al no veros aparecer, ni arrancar vuestro coche, imaginé que habíais quedado acorralados por las llamas. El resto ya lo conocéis: Fui a por vosotros y os libré de un buen lio.
De repente, Pieterf soltó una sonora carcajada.
-Ahora me estoy acordando del momento en el que nos cruzamos con aquellos dos bomberos, al bajar por la escalera de emergencia. ¿Recordáis el gesto de espanto que hicieron al verme pasar con dos equipos de respiración, viajando detrás de mí, solos y flotando en el aire? ¡Ja, ja, ja! Me pregunto qué habrán puesto en el informe. 
-Puede que no se hayan atrevido a informar. Sí, nuestros equipos de ocultación son una maravilla, pero sin tu ayuda lo hubiéramos pasado muy mal -asintió Margaret-. Sin embargo, no me extraño demasiado tu aparición: estaba convencida de que podíamos confiar en ti.
-Ya, ya. Ya he visto cuanta era esa confianza -replicó Pieterf, visiblemente molesto- La verdad es que no lo esperaba de ti, Margaret.
-¡Venga hombre, ya está bien! -terció Bob- Ya te he dicho que era yo quien desconfié de tus verdaderas intenciones, cuando te uniste a nosotros. No me iras a decir que, con la fama e historial que te precede, puede resultar extraño o enojoso que alguien tome precauciones. Ahora, eso es agua pasada, estamos en deuda contigo y solo nos resta ponernos manos a la obra de colocarle una gruesa soga al cuello de ese mal bicho de O´Connell.
Tardaron un par de días en procesar toda la información recogida en la cámara acorazada del general. Aunque no había nada referido a los casos personales de Pieterf y Bob, sí hallaron indicios que podían esclarecer la muerte de William Foster, el marido de Margaret. Pero, además, allí había material para encausarle varias veces. Y lo más importante: aquella documentación daba pie a investigar el resto -la inmensa mayoría- que permanecía todavía en manos de O´Connell.
-¿Qué vas a hacer con todo esto? -preguntó Pieterf a Bob.
-Este es un asunto demasiado importante. Lo pondré en manos del Fiscal General. Él es el único en el podemos confiar para que se active una completa investigación que llegue a aclarar hasta los últimos detalles del caso. Solo así se podrán dirimir todas las responsabilidades. No olvidéis que hay gente implicada de muy alto nivel.
-Bueno, pues siendo así, yo doy por terminada mi misión. Dejaré el final de este asunto en vuestras manos y me retiraré a mi refugio favorito para disfrutar de un poco de calma, que bien me la merezco.
-¡Cómo! -exclamó Margaret, alarmada- ¿No vas a esperar a que se decrete tu exculpación? ¿Y si la policía te detiene antes? ¡No puedes dejarnos ahora, cuando ya tenemos esta meta tan peleada al alcance de la mano!
 -¡Ja, ja, ja! -rió Pieterf- ¿De verdad creíais que hay policía en el mundo capaz de echarme el guante? No. Desde mañana, seré un ciudadano holandés con toda su documentación en regla y una fisonomía que ni siquiera vosotros reconoceréis. Ambos contáis con una amistad muy firme y habéis conseguido lo que deseabais. Ahora yo aquí no pinto nada. Como ya os dije, soy un lobo solitario, acostumbrado a vivir solo, de un modo que me agrada y me llena. Así es mi vida y así quiero vivirla.
A pesar de las protestas de los dos amigos, Pieterf abandonó la casa, dejando un regusto amargo en Margaret, que sintió como si algo suyo se fuera con él. Tal vez, si Pieterf hubiera adivinado ese oculto sentimiento, quizás hubiese dilatado algo más su precipitada despedida.  
 CAPÍTULO  XLVIII
Vuelo DL415. Los pasajeros se acomodan  en sus asientos
Era media mañana de un día fresco y lluvioso de octubre, cuando el chicharreante, impersonal y confuso altavoz de la terminal 1 del aeropuerto Adolfo Suarez-Barajas de Madrid anunciaba el embarque de pasajeros del vuelo DL415, de Delta Air Lines, con destino a New York.
Un poderoso y capaz Boeing 764 esperaba a los viajeros al final del túnel de embarque.  En el interior del estrecho pasadizo, caminaban Helen y un intranquilo Rodríguez, al que volar tan alto y tan deprisa le hacía sentir garabatos en el estómago y un molesto nudo de congojo en su garganta. Junto a ellos, otros 236 pasajeros pugnaban por entrar en el aparato.
Viajaban a Nueva York respondiendo a la angustiosa llamada de unos parientes de Helen que solicitaban su intervención en un delicado asunto que afectaba a uno de sus primos. Este hombre se hallaba detenido, acusado de fraude y apropiación indebida de varios millones de dólares en la Compañía donde trabajaba. La familia defendía su inocencia y apoyaba la versión del mozo, en la que declaraba ser objeto de un complot, elaborado mediante un entramado de pruebas falsas. Los verdaderos autores del desfalco trataban de cargarle el muerto, para  escapar de la acción de la justicia y, de este modo, vivir a salvo, felices y contentos, con sus bolsillos rebosantes de dinero robado.
-Mira Helen -dijo Rodríguez, tan pronto esta le puso en antecedentes de lo sucedido-, es imposible ocultar un fraude. A veces, es complicado averiguar el monto total, pero los verdaderos autores no tienen escapatoria, por muchas pruebas falsas que presenten. Si tu primo es inocente lo sabremos. Lo que me extraña es que la policía de allí no lo haya resuelto ya.
-Depende del detective que lleve el caso. -contestó Helen, conocedora de los entresijos y procedimientos habituales en las comisarías de Nueva York- Allí hay mucho trabajo y si encuentran pruebas medianamente convincentes, no se molestan más, dan por concluida la investigación y presentan el caso a la fiscalía. Por eso el abogado ha recomendado a mis tíos que contraten a un investigador privado de confianza.
Rodríguez no dudó a la hora de echar una mano a los parientes de Helen en el otro lado del charco. Y, puesto que no habían tenido la oportunidad de realizar el acostumbrado viaje de luna de miel, después de su boda, pensó que aquella era una ocasión pintiparada para celebrarla. Encargó un buen hotel en la agencia de viajes, y tampoco escatimó en los pasajes al elegir business. ¡Como señores! -se dijo-. Sin embargo, no tardó en ocupar su mente una ambigua e  insidiosa tentación de arrepentimiento tras este inusual rasgo de esplendidez, al comprobar que aquella hermosa "fiesta" le iba a salir por un riñón, un ojo de la cara o alguna que otra parte de su anatomía, aun más sensible y delicada.
Eso sí: Helen le obligó a contratar el vuelo en una compañía americana, pues no se fiaba de ninguna otra y menos de las low cost, añadiendo más escozor a las cavilaciones monetarias de Rodríguez.
Duraron poco aquellos malos pensamientos de racanez. En cuanto  arrellenó sus posaderas en el amplio y confortable sillón de la selecta área business -nada que ver con el hacinamiento de la clase turista-, y se vio con una copa de champán francés en la mano, servida con atenta delicadeza por una solícita azafata, tuvo que convenir que había merecido la pena. ¡Qué coño -pensó- un día es un día!
Todavía menos duró la tranquilidad a bordo de aquel avión. Apenas había transcurrido una hora desde su salida de Madrid y volaban ya sobre las encrespadas olas del Atlántico, cuando varios tipos morenos y cetrina tez, armados con cuchillos, pistolas y explosivos, se hicieron con el aparato en nombre de la Yihad Islámica. En un inglés con fuerte acento extranjero, trataron de calmar la inquietud y alarma de los pasajeros, asegurando que el pasaje no tenía nada que temer, si permanecían en sus asientos en calma y obedecían sus órdenes. En caso contrario se verían obligados a eliminar a quien opusiera resistencia e, incluso, hacer explotar el aparato en vuelo, si fuese necesario. Después obligaron a los pasajeros a entregar sus teléfonos móviles.
-¡Me cagüen la leche! -exclamó Rodríguez- ¡Sabía que iba a ocurrir algo así! ¡Tú y tu manía de volar con una compañía americana! ¡Ya ves en qué lío nos hemos metido! ¡Con lo bien que hubiéramos venido en Iberia!
-¡No seas pesado, Luis y deja de lamentarte! -replicó Helen- Esto podía haber ocurrido en cualquier otro avión. Además, este no es más que otro de los muchos secuestros aéreos que han ocurrido en todo el mundo. Lo normal es que se resuelva sin mayores problemas, como siempre.
-¡Coño, claro! Como os tienen tanto cariño por todo el mundo...¡Lo raro es que no tengáis más follones de estos! ¿Y de verdad tú te crees que esto es un secuestro normal?
-Pues claro ¿Qué si no? -contestó Helen, algo confusa.
-¡Pero, coño, Helen! ¿No lo ves? -insistió Rodríguez bastante alterado- ¡Estos cabrones se van a inmolar! No han variado el rumbo. O sea, seguimos hacia Nueva York. ¿Te imaginas para qué? Si solo fuese un secuestro, estaríamos volando hacia un país africano, donde pudieran hacer sus reivindicaciones con una cierta seguridad, y escapar más tarde con la ayuda, o la vista gorda, de las autoridades locales.
-¡Dios mío! ¿Estás bien seguro de lo que dices? -preguntó Helen, ahora mucho más alarmada.
-Lo que yo te diga. ¿Es que no os dieron lecciones sobre esto, en vuestra academia de policía? Esta gente utiliza para sus secuestros de aviones a combatientes experimentados, duros, decididos y expertos en el manejo de las armas, Ahora fíjate bien en estos tipos: están muy nerviosos, se nota que son novatos con las armas por la forma de empuñarlas y sus manos no están encallecidas por su manejo. Son pipiolos, seguro. Estudiantes, universitarios o algo así. Chavales con la cabeza llena de ideas raras, fáciles de inflamar con eslóganes sublimes: los más tontos y gilipollas, vamos. ¿Quién si no, se iba a prestar a una cosa como esta?
-Si es así, algo tenemos que hacer -dijo Helen metida ya en su papel de detective.
-Seguro, no vamos a permitir que nos apiolen sin más ni más...¡De eso nada! De momento ya han cometido su primer gran error: se han precipitado al iniciar la acción demasiado pronto. Ahora nos quedan siete horas, como mínimo, para preparar un buen plan y neutralizarlos. Para ellos, en cambio, este tiempo les va a pesar como una losa en sus nervios y en su determinación. ¿Sabes si hay policía de escolta en estos vuelos hacia América?
-No estoy segura -respondió Helen- A raíz del 11-s se creó ese servicio, pero no sé si se mantiene en la actualidad.
-Bueno, lo primero que hay que hacer es recopilar la mayor cantidad posible de información: cuántos son los secuestradores, cuántos pilotos, auxiliares de vuelo, médicos, enfermeras, tíos echaos p´alante que nos puedan ayudar y, algo muy importante, tenemos que saber qué pasa en la cabina. Otra cosa: esta gente tiene armas, pero no las han podido traer ellos. Jamás hubieran conseguido eludir el minucioso registro que nos hacen antes de embarcar. Esto quiere decir que contaron con la ayuda de algún tripulante para subirlas a bordo. Habrá que descubrir quién es.
Rodríguez sabía muy bien lo que había que hacer, pero poner en práctica esas medidas era harina de otro costal. Se hallaban incomunicados en la zona Business, junto a otros 35 atemorizados pasajeros, mujeres y gente mayor en su mayoría, en la parte delantera del aparato. Estaban separados de la zona Economy Confort y Economy  -91 asientos en total- por el lugar de preparación del cáterin y los lavabos. Detrás de esta había otra zona Economy más, con 115 asientos, separadas ambas por sus correspondientes lavabos y cáterin. El avión, mientras tanto, volaba casi al completo hacia su fatal destino.
Helen y Rodríguez lo habían intuido, aunque en realidad,  poco podían hacer para evitarlo: su aislada posición les impedía conocer nada de lo que sucedía en las otras dos zonas del aparato. Solo cuando escucharon varios gritos y un par de disparos, supieron que allí se estaba produciendo algún acto de violencia.
CAPÍTULO XLIX
 
Mientras Helen y Rodríguez cavilaban qué hacer para librarse de la amenaza yihadista, en el área Economy de la parte trasera del avión se había desatado la tragedia: Un auxiliar de vuelo había resultado herido de gravedad, con dos heridas de bala, al intentar resistirse a los captores. El sangriento incidente no acabó allí, los secuestradores acuchillaron a un pasajero y golpearon a una azafata hasta dejarla inconsciente, cuando ambos trataban de ayudar al herido.
-En este momento, no podemos hacer nada -advirtió Rodríguez a Helen- Debemos esperar a que el cansancio haga mella en sus nervios y relajen la vigilancia. Entonces tendremos la oportunidad de obtener la información necesaria para preparar bien nuestra acción, antes de ir a por ellos. Ahora, lo siento Helen, pero vas a tener que hacerte la loca.
-¿Qué dices? -preguntó, sorprendida, Helen.
-Verás, se me ha ocurrido un plan. Dentro de poco va a haber pasajeros  histéricos, sofocados, y con síncopes de todo tipo. Estos tíos van a tener que permitir a las azafatas asistir a toda esa gente, si no quieren que esto se convierta en un caos, con un follón de mil demonios. A los hombres no nos permitirán dejar los asientos, pero ellas podrán moverse por todo el avión. Usaremos esta facilidad para que nos sirvan de enlace con los voluntarios que se atrevan a seguirnos, a la hora de atacar a estos hijos de su madre. Tu papel será el de obtener la información que tengan o consigan, durante los momentos en que te atiendan de tu "mal". Al mismo tiempo les darás las instrucciones que deban transmitir a los demás.
-¡Pero...Luis, cariño! ¿Qué diablos quieres que haga? ¡Yo no sé cómo se hace una la loca! -protestó Helen que no salía de su asombro.
-¡Coño Helen, improvisa que para eso eres policía! Qué quieres que te diga: haz cosas raras, que yo ya te seguiré en ese rollo. Pero muéstrate sumisa y no les lleves al límite, no vaya a ser que se pongan nerviosos y te suelten un tiro. En fin, tú ya sabes cuándo hay que aflojar la cosa.
Rodríguez no estaba preocupado por Helen. Sabía que era una excelente detective y que cumpliría su papel a la perfección.
No le defraudó. Al principio balanceó su cuerpo en el asiento durante un buen rato, después se levanto y sentó como veinte veces seguidas y más tarde merodeó por el pasillo otras tantas. Con estos extraños gestos, pronto provocó la alarma del vigilante de la zona Business, pero las explicaciones de Rodríguez le convencieron de que no tenía nada que temer. En efecto, este le aclaró, con voz medrosa y suplicante, que su mujer no estaba muy bien de la cabeza y la llevaba a Nueva York para que la viera un famoso siquiatra. Por lo demás, dijo, era totalmente inofensiva.
-¡Bravo, Helen! -animó Rodríguez a su mujer con un susurro, en cuanto una azafata la devolvió a su asiento, a instancias de un airado vigilante- De aquí vas directa a Hollywood.
-Sí, sí. ¡Ya te daré yo a ti Hollywood como salgamos de esta! ¡Obligarme a hacer este papelón! ¡Jamás te lo perdonaré! -exclamó Helen, francamente enfadada.
-¡Ánimo, mujer! Que lo estás haciendo muy bien. Aguanta y piensa que dependemos de ti para salvar la piel.
-Pues mira, como me enfade, me lio a guantazos con estos tíos y acabo con el problema en un minuto.
No extrañaba a Rodríguez esa impetuosa reacción. Helen era muy capaz de enfrentarse y vencer a cualquier hombre, pero había que evitar que hubiera víctimas y, sobre todo, impedir que los secuestradores decidieran explosionar el aparato en un momento de desesperación, al ver peligrar su misión. Había que mantener la calma y realizar un ataque por sorpresa, simultaneo, en el momento oportuno, y con todas las garantías de vencerles en la mano. No se podía fallar. Se jugaban la vida en ello.
Gracias al ardid de Rodríguez, supieron que la tripulación estaba formada por dos pilotos, seis azafatas -dos por cada zona- y cuatro hombres auxiliares de vuelo, aunque uno de ellos quizás hubiera muerto ya y tampoco se podía contar con los otros tres porque los tenían maniatados.
Del mismo modo, averiguaron el número de secuestradores. Eran cinco: uno en la cabina con los pilotos, otro en Business situado en la parte más cercana a la cabina para servír de enlace con ella, uno más entre esta zona y la Economy-Confort y, por último, dos entre la segunda y tercera.
Un par de horas más tarde recibieron una buena noticia: en la tercera zona, la Economy, viajaba el policía de escolta.
-¡Bien! -exclamó Rodríguez, al recibir la noticia- Esa zona era nuestro punto más débil, al ser la más alejada. Ahora este hombre podrá ocuparse de organizar allí el ataque.
Como había previsto Rodríguez, conforme pasaban las horas, los secuestradores se mostraban más nerviosos e inseguros, pero también la mayoría de los pasajeros se hallaban al límite de su control anímico, ganados por el miedo, la inquietud y el nerviosismo.
De hecho, se habían producido varios casos de un violento histerismo, y un intento de motín, en la segunda zona, que fue reprimido con el resultando de tres pasajeros heridos, dos de ellos muy graves.
-¡Maldita sea! -se lamentó Rodríguez ante Helen, al conocer los hechos- No podemos dejar que esta situación se nos vaya de las manos. Hay que buscar ya un líder en la segunda zona que se dedique a calmar los ánimos y a preparar un equipo de asalto. Trata de entrar en esa parte del avión. O, al menos, intenta echar un vistazo y ver qué clase de gente hay allí, para guiar luego a las azafatas. Por suerte, esto lo tenemos resuelto en la tercera zona con el policía que viaja allí.
Tras varios intentos fallidos, al fin Helen consiguió pasearse por uno de los dos pasillos de la segunda zona, con la mirada ida, simulando una total abstracción. Le seguía una solícita azafata que trataba, por todos los medios a su alcance, de reintegrarla a su asiento, en cumplimiento de las encolerizadas órdenes de los secuestradores.
-Hay allí un grupo numeroso de jóvenes -informó Helen, tan pronto regresó a su asiento- Son unos chavales fortachones. Quizás un equipo de rugby o de futbol americano.
-¡Estupendo! Di a la azafata que te cuida que lo confirme y que procure contactar con el capitán del equipo. Tiene que advertidle que estamos trabajando para recuperar el mando del avión, pero que es vital que mantengan la calma y que esperen nuestras instrucciones.
Llevaban ya seis horas de vuelo y Rodríguez consideró que había llegado el momento de lanzar el ataque. El policía de la tercera zona había conseguido reclutar a cinco voluntarios, que situó estratégicamente a la espera de la señal para atacar. En la segunda zona, los jóvenes deportistas aguardaban, animosos, la orden de intervenir, tras formar dos equipos, a fin de atacar a la vez, las partes delantera y trasera de su zona.
A estas horas, la vigilancia de los captores se había relajado bastante. Aunque en un principio, no permitían acudir a los servicios, no pudieron mantener esa orden durante tanto tiempo, lo que facilitó a los conjurados colocarse en las posiciones más adecuadas para el ataque.
El mismo Rodríguez campaba ya por su zona con toda tranquilidad. Unas veces tras la "loca" de su mujer, otras al servicio y alguna más para atender a varios viajeros con problemas o facilitar agua a las personas de mayor edad. Así, había podido contactar con dos bronceados pasajeros, con aspecto de ejecutivos y un acusado físico de deportistas. Fueron los únicos que halló capaces de ayudarle en esa exclusiva parte del avión.
-Este es el plan -dijo a Helen- Tú serás la encargada de dar la señal de alerta, primero, y la del ataque después. Darás un grito desde el pasaje entre la primera y la segunda zona. Por ejemplo: ¡América! Sera la señal para que todos se preparen. Un segundo grito marcará el inicio del ataque
-Está bien, ¿pero no me darán "para el pelo" antes del segundo grito?
-Seguro que no...si lo haces como una auténtica loca. A estas alturas, todos ellos están convencidos de que estás como una chota. Por lo general esta gente respeta a los chalaos.
-Bueno, si tú lo dices...¿Y cómo sabré cuando tengo que dar los avisos?
-El de alerta te lo señalaré yo, de acuerdo con las indicaciones de las azafatas sobre la posición de los secuestradores. El del ataque lo tendrás que decidir tú cuando estimes que todos esos cabrones se encuentran en sus respectivas posiciones. Si por cualquier causa no están en ellas, habrá que abortar la acción y esperar a otro momento más oportuno. Todavía hay tiempo. Esto es muy importante, porque estamos obligados a realizar la operación sin permitir que puedan activar los explosivos. Además debemos evitar que se produzcan disparos o un fuerte alboroto que alerte al hombre que está en la cabina con los pilotos. Si este tío se entera que hemos eliminado a sus compañeros, es capaz de hacer que el aparato se hunda en el mar o nos mande a hacer puñetas con los explosivos que seguramente lleva.
-Entendido -asintió Helen- Hay que hacer un trabajo limpio si queremos salir con vida de aquí. Voy a comunicarlo a las azafatas para que distribuyan la información entre nuestra gente.
Con el segundo grito de Helen, el avión se convirtió, en segundos, en un enloquecido campo de batalla. Rodríguez y los dos ejecutivos redujeron al fedayín de la zona Business con bastante facilidad. Le pillaron desprevenido y no pudo hacer uso de sus armas. Tras un breve forcejeo quedó sometido, atado y amordazado.
Aun menos trabajo tuvo Helen para dominar a su adversario. Se hallaba junto a ella en el paso de la primera zona a la segunda. Tras su grito intentó conducirla a su asiento tomándola por un brazo. Grave error: en un momento y sin saber cómo, se vio en el suelo, anulado, y con la rodilla de la "loca" sobre el cuello, ahogándole. Enseguida llegaron varios mocetones del grupo de deportistas que ayudaron a Helen a maniatarlo.
Por desgracia, el ataque a los dos secuestradores del pasaje, entre la segunda zona y la tercera, tuvo un desenlace mucho menos feliz. En primer lugar, no consiguieron una sorpresa completa: la estrechez de los pasillos y el amplio espacio de separación entre los asientos y la parte de servicios, ocupada por los fedayines, complicaron el asalto. Por otra parte, al verse atacados, los raptores se guarecieron en los dos angostos pasajes entre zonas, por lo que los atacantes tenían que enfrentarse a ellos uno a uno, en una desigual pelea: cuchillos contra puños.
Así, el policía, que era el primer atacante, cayó mortalmente herido con una cuchillada en el corazón. Otros dos pasajeros recibieron, también, varias heridas graves de puñal. Mal hubiera resultado el intento, de no haber acudido el grupo de deportistas de la segunda zona, asignado para ayudar a los atacantes de la tercera. Les acometieron por la espalda y lograron reducirles cuando ya comenzaban a esgrimir sus pistolas, no sin antes tener que sufrir varias heridas, no demasiado graves por suerte, en pago a su valentía. El ataque duró solo unos pocos segundos, pero se hicieron interminables, ante la encarnizada violencia de aquel combate.
-Tranquilos que aún queda lo peor -advirtió Rodríguez, al concluir la pelea, intentando rebajar la desbordante euforia de los pasajeros- Se ha dado el primer paso para salvar el avión, pero falta el definitivo y más importante.  
 CAPÍTULO  L
Rodríguez y Helen habían ganado el primer asalto en la lucha por el control del aparato. Sin embargo el precio que se había pagado era demasiado elevado: el policía de escolta cayó en el intento, otros dos pasajeros se debatían entre la vida y la muerte y tres más sufrían heridas, aunque, por suerte, eran de menor importancia.
Al revisar el armamento de los secuestradores, recibieron una inesperada sorpresa: los explosivos eran simulados. Esto suponía descartar uno de los mayores peligros potenciales que deberían superar, en el intento de eliminar al último de los fedayines encerrado con los pilotos.
-¿Tenéis la llave de la cabina? -preguntó Rodríguez a una de las azafatas.
-La puerta está blindada y se abre mediante una clave numérica, pero dentro hay un cerrojo que solo puede abrirla el comandante...y ahora está en manos del secuestrador. Solo él podría abrirla. No hay otra forma.
-¡Pues sí que estamos bien! -replicó Rodríguez- Como se le ocurra a ese tío comunicarse con sus camaradas, estamos listos. Hay que abrir esa puerta como sea y cuanto antes.
Durante un tiempo, Rodríguez y Helen estuvieron ocupados en calmar a los alborotados pasajeros, organizar la asistencia a los heridos y montar la vigilancia de los prisioneros. Además hicieron maniatar de nuevo a los tres auxiliares de vuelo, que los pasajeros habían liberado.
-Entre ellos hay un colaborador de los terroristas. La policía se encargará de descubrirlo -aclaró Rodríguez ante los sorprendidos pasajeros.
-¿No pudo estar complicada alguna de las azafatas? Ellas también pudieron subir las armas escondidas en su equipaje -sugirió Helen.
-No, imposible. Todas conocían nuestros planes y, si alguna de ellas fuese cómplice, les hubiera dado el soplo. Yo estaba al tanto y vigilaba las reacciones de los terroristas ¿Por qué crees, si no, que daba las instrucciones con cuentagotas? Pero eso ya pasó, ahora tenemos que ver cómo abrimos esa condenada puerta.
No era tarea fácil. El asaltante de la cabina disponía de la ayuda de una cámara para saber quién se hallaba en las inmediaciones de la puerta de acceso. Hasta aquel momento solo había permitido el paso al fedayín de la zona Business, para recabar información, y a una azafata que les llevó agua y café. Por ella supieron que el copiloto estaba atado y amordazado con una herida sangrante en la cabeza, que el secuestrador no le permitió vendar. El piloto se hallaba a los mandos, bajo la amenaza de las armas de su captor. Se le veía muy nervioso y no dejó de apuntar a la azafata con su pistola mientras esta permaneció en la cabina.
-Está difícil, pero tenemos que intentarlo -dijo Rodríguez con decisión, al tiempo que preguntaba a una azafata- ¿Es posible eliminar el aire acondicionado?
Ante la respuesta afirmativa de la mujer, continuó:
-Bien, vamos a hacer esto: Aumentad la temperatura ambiente del avión, pero poco a poco y no demasiado, para que el tío no entre en sospechas. Tú, Helen, haz que las azafatas te cedan el uniforme más adecuado a tus medidas. -y siguió, dirigiéndose al grupo de colaboradores más cercano- Los demás buscad entre los pasajeros a la persona más parecida al terrorista de Business y convencedlo para que se vista con sus ropas.
-¡Dios mío! -exclamó Helen, sorprendida, a pesar de que ya debería estar acostumbrada a las ocurrencias de su marido- ¿Qué se te ha pasado por la cabeza esta vez?
-Pues verás: este tipo solo abrirá la puerta a la azafata. Y lo hará siempre que no haya nadie a su alrededor y pueda ver a su compinche vigilando la zona. Confío en que el aumento de la temperatura le obligue a aceptar el agua o los refrescos que tú ofrecerás para él y los pilotos. Esto quiere decir que solo tú podrás entrar allí, y sola, sin ninguna ayuda, deberás apañártelas para reducir al terrorista.
-¿Estás loco? ¿De verdad crees que se va a tragar lo del falso moro?
-Sí, si se mantiene alejado y de espaldas. Ese pañuelo que se ató a la cabeza al estilo guerrillero ayudará a mejorar la apariencia de realidad. Además, la cámara está instalada para ver la zona más inmediata a la puerta, seguramente con un gran angular, y le resultará prácticamente imposible distinguir detalles del pasajero disfrazado.
-Siento en el alma volver a exponerte a esta gentuza, créeme, -añadió- pero tú eres la única persona capaz de llevar a cabo esta misión con éxito. Lo mires como lo mires, no hay otra solución.   
Ocurrió tal como lo había planeado Rodríguez. El secuestrador picó el anzuelo y permitió la entrada de Helen, vestida de azafata, con una bandeja repleta de refrescos de toda clase. La puerta se volvió a cerrar a su espalda, arrancando un prolongado suspiro en Rodríguez. En silencio e instalado en su asiento, como el resto de los pasajeros, aguardó el desenlace, tenso, con el alma en un puño y encomendándose a toda la corte celestial. Rogaba con fe por el buen final de aquella historia, que le permitiera volver a ver a su querida Helen sana y salva.
Unos pocos minutos más tarde, la puerta se abrió de nuevo y apareció en su marco una Helen demudada, descompuesta la ropa, pálida y sudorosa.
Rodríguez saltó de su asiento como impulsado por un cohete y se lanzó hacia ella como enloquecido.
-¿Estás bien? -repetía sin cesar, mientras la abrazaba- ¿Bien de verdad?
-Sí, sí, pesado. Estoy bien -respondió Helen, aunque sus ojos enrojecidos y el temblor de su cuerpo desmentían sus palabras- Por fin se acabó esta pesadilla. Pero hay que avisar a alguna azafata para que se haga cargo del copiloto y le ponga un vendaje en la cabeza.
Rodríguez echó una mirada en el interior de la cabina, El secuestrador yacía inmóvil en el suelo, quizás muerto. Habían liberado ya al copiloto y esperaba en su sillón la llegada de alguna asistencia, mientras el piloto se afanaba en su cometido. Maniobraba los mandos, al tiempo que enviaba un detallado mensaje de radio a su centro de control aéreo, con el relato de los hechos. Poco después daba otro lacónico mensaje a los pasajeros: "Les habla el capitán. Les comunico que he retomado el mando del aparato y nos dirigimos hacia el John F. Kennedy Airport..." Y continuaba dando datos de vuelo, la hora de llegada, además del tiempo y temperatura en el aeropuerto, con tanta naturalidad, como si nada hubiera ocurrido en aquel avión. Finalizó con un último aviso: "Les ruego que guarden la calma y se mantengan en sus asientos hasta el final del Vuelo"
Pero esta indicación era imposible de respetar. Los pasajeros dieron rienda suelta a sus torturados nervios y estallaron en gritos de alegría, aplausos y vítores a Helen. Todos reían y se abrazaban celebrando el buen final de aquella espantosa historia.
CAPÍTULO LI
-¿Qué pasó ahí dentro? -preguntó Rodríguez a Helen, en cuanto volvió la calma en el interior del avión.
-Una pesadilla. Lo cacé fácil porque, tenías razón, no eran combatientes. Alargó la mano para tomar un botellín de refresco y aproveché el descuido. Dejé caer la bandeja al suelo, le agarré el brazo y lo volteé. Lo tenía reducido en el suelo, cuando cometí el error de mirarle a los ojos. ¡Dios mío! Jamás había visto una expresión parecida. Nada de apuro, ni de miedo: era una mirada de infinito odio. No era humana. Me pregunté entonces si ese inhumano ser, que rezumaba loca crueldad e inmenso rencor, merecía el favor de vivir. Fueron unos segundos de indecisión que aprovechó para sacar una daga y lanzarme una cuchillada. Todavía no sé cómo pude esquivarla. El cuchillo rajó el uniforme y pasó a mi lado rozándome el costado. Reaccioné, reuní todas mis fuerzas y hundí en su nuez el cañón de la pistola que le había arrebatado. Un siniestro chasquido y una fuerte convulsión de su cuerpo me indicó que le había roto el cuello. Donde antes brillaba un intenso odio, se instaló la terrible mueca que deja toda muerte violenta. Era mi primera víctima mortal y jamás lo podré olvidar.
Rodríguez rodeó los hombros de Helen con su brazo y besó sus cabellos, conmovido ante aquel angustioso relato, capaz de hacer estremecer a una mujer de tan fuerte carácter como ella.
-Cuando recuerdes esta historia -dijo- deberás pensar que salvaste la vida a más de doscientas personas inocentes y olvidar que para conseguirlo, no tuviste otro remedio que acabar con otra que no la merecía.
Por fin llegaron sin novedad al John F. Kennedy Airport y allí les esperaba una acogida apoteósica. Docenas de coches con cientos de bomberos y policías de todo tipo, rodearon al aparato. Después tuvieron que sufrir los inacabables y exhaustivos interrogatorios, informes y declaraciones de rigor, que demoraron en varias horas su salida del aeropuerto e hizo exclamar a Rodríguez:
-¡Me cagüen la leche! ¡Nos han tratado mejor los secuestradores que tus paisanos!
Tenían ya a la vista la salida de la Terminal 4, cuando se cruzaron con una persona cuya figura resultó familiar a Rodríguez.
-¡Caray, Doña Márgara! ¡Dichosos los ojos! No me diga que regresa a España -dijo Rodríguez al tiempo que se saludaban con afecto.
-Sí, voy para allá. Aquí ya no tengo nada qué hacer, ni hay nada que me retenga.
-¡Hace bien! -aprobó Rodríguez y en voz baja le hizo esta confidencia- Entre nosotros y sin que trascienda, le diré que la policía ha archivado su expediente y no tiene nada que temer en ese sentido, aunque será mejor que no utilice el nombre de Márgara...y menos el de Muriel Dallamore.
-Sí, sí. Ahora ya no necesito esconderme. En adelante usaré mi verdadero nombre: Margaret Foster, viuda de William.
Se despidieron con sincera cordialidad. Seguramente, ninguno de los dos intuía, en ese momento, que sus vidas estaban a punto de dar un inesperado giro, para componer un nuevo e incierto capítulo.
Al poco tiempo, Margaret se hallaba instalada en un asiento individual de Business, volando hacia España, sin poder borrar de su mente el recuerdo de los últimos acontecimientos vividos en Nueva York.
Bob Bryan consiguió presentar la documentación extraída de la cámara acorazada, ante el Fiscal General. Este quedó horrorizado al verificarla y todavía más al escuchar la declaración "voluntaria" de Homer, el esbirro del general O´Connell. Ante la gravedad del asunto, se apresuró a informar al Presidente y este dio la orden de que se abriera una urgente y detallada investigación, dirigida personalmente por el Fiscal General.
Su primera medida fue ordenar la detención inmediata de O´Connell y proceder a efectuar un completo registro de la sede del SSD. A pesar del secreto con que se realizaron los preparativos de la operación, no se pudo evitar que alguien de la organización diera el soplo al general de lo que se le venía encima. Cuando los agentes llegaron a Grymes Hill, en Staten Island, se encontraron con que el general se había pegado un tiro en la boca, ante el estupor y alarma de todo el personal allí presente.
Al verse perdido, el general no se lo pensó dos veces: su ilimitado orgullo de mandamás le llevó a quitarse la vida, antes de afrontar el vergonzoso trance de verse procesado y en prisión, como un vulgar delincuente.
El descubrimiento de todos los asuntos irregulares perpetrados por el SSD causó una auténtica revolución en las altas esferas políticas, económicas y militares. En los días siguientes se produjo una autentica catarata de ceses y dimisiones por "causas personales y de edad", además del encausamiento de varios personajes de alto nivel.
La operación dio lugar, además, al esclarecimiento de unos cuantos turbios asuntos, entre ellos, el que originó la muerte de William, el marido de Margaret.
William descubrió que un grupo de militares y hombres de negocios estaban realizando una importante operación de contrabando de armas americanas en África y Oriente Medio. Para su desgracia, lo denunció en el SSD, en donde trabajaba O´Connell, como jefe de sección, ignorando que este daba cobertura informativa a los forajidos. Eso le costó la vida.
Pasaron los años, y esta gente, ya enriquecida, escaló puestos de responsabilidad en los distintos estamentos de la Nación. Todo les iba bien, hasta que en 1993 se produjo un hecho que conmovió a la opinión pública mundial: dos helicópteros Black Hawk fueron derribados y sendos equipos de Rangers y Delta Force masacrados en Mogadiscio, Somalia, en el curso de una acción de paz auspiciada por la ONU.
Black Hawk derribado en Mogadiscio
Las tropas americanas fueron atacadas, con ametralladoras Gatlin y granadas autopropulsadas tipo RPG, ambas fabricadas en USA, por fuerzas irregulares de uno de los señores de la guerra más importante de Somalia, Mohamed Farrah Aidid, habitual cliente de los traficantes amparados por O´Connell.
Cuando los antiguos contrabandistas vieron el enorme revuelo que se produjo en los EEUU, al conocerse que eran armas americanas las que habían matado a sus soldados, decidieron suprimir a todos los agentes que pudieran perjudicarles, al haber intervenido en aquellas operaciones de tráfico ilegal de armas, tanto de manera directa o como de indirecta, Los últimos de la lista eran Margaret y Pieterf.
Con la caída de estas malas gentes, ambos quedaron libres de conflictos. En ese momento, Margaret decidió dejar New York y regresar a España.
-Aquí solo tengo malos recuerdos -confesó Margaret a Bob, al comunicar su decisión- en España hallé la serenidad que aquí siempre me faltó.
-Te entiendo -replicó Bob- ¿Y qué quieres que haga con el laboratorio de William y los equipos de ocultación?
-Haz lo que mejor te parezca. Destrúyelos, guárdalos o utilízalos. Como desees. Sé que si los usas será para emplearlos en una buena causa.
En este instante, cuando había sobrevolado ya más de la mitad del ancho del Océano, recordó que Bob le había entregado un sobre cerrado, al despedirse en el coche que le llevó al aeropuerto. Era hora  de abrirlo.
En él había una breve nota escrita a mano: "Querida Margaret: Me duele dejar de verte, aunque me queda el consuelo de tu recuerdo que nunca se borrará. Me cuesta dar este paso, pero sé que los remordimientos no me dejarían vivir en paz el resto de mi existencia: Esta es la dirección, -que él cree secreta- de Pieterf en España, por si algún día la necesitas o te interesa. Pero no olvides que yo estaré siempre a tu disposición para cuanto precises. Abrazos. Bob."  Y seguía la dirección de Pieterf.
Tras leerla, la guardó, secó una rebelde lágrima que se deslizaba por su mejilla y sintió pesar por no haberle abrazado más fuerte en su despedida.
CAPÍTULO  LII   Y  ÚLTIMO
Otra vista del refugio de Pieterf en España

 
Poco tiempo había pasado pero a Pietref, extrañamente aprensivo aquella mañana, se le antojaba que ahora Nueva York estaba muy, muy lejos de Laspuña. Más lejos que la última galaxia descubierta por el telescopio Hubble en sus veinticinco años de reportero del universo. Entre Casa Sidora y el Waldorf Astoria se había interpuesto toda una vida de distancia.
Con una repentina languidez, impropia de su carácter roqueño, Pietref pensó que quizá ambos lugares estaban separados por el abismo no de una vida sino de dos.
En hora tan temprana, inadecuada para muchas reflexiones,  en la terraza panorámica de Casa Sidora se había aposentado, sin avisar, un descarado frío medular que cosquilleaba con impertinencia el tuétano de los huesos. Ya no había pámpanos ni uvas en la parra sino desgastadas hojas amarillas, pocas, con sombras desteñidas en sepia. Aun buscando con dedos expertos tardó en descubrir, escondido en el olvido, un humilde racimo de escasas y ásperas uvas pasas, cuya vista hizo tintinear su inseguro ánimo.
Un año más el otoño se había adueñado, como siempre por sorpresa, de su querido valle, expulsando sin compasión a cuantos habían venido únicamente buscando el verano.
-La Peña Montañesa –rumió- ya vuelve a ser sólo nuestra…
Y reaccionando a la intempestiva ensoñación pidió en voz alta:
-Cristina, por favor, hazme un café largo que no sea americano. Ya sabes: doble de agua sí, pero con doble cantidad de café. Y muy caliente como siempre.
Casi tiritando subió a la habitación, al gustoso encuentro con el gorro de lana negra, su viejo tabardo de piel vuelta y sus aún más viejas botas. Confortablemente embutido en tan queridas prendas, compañeras fieles de algunos inviernos pretéritos, bajó de nuevo al bar, hizo un silencioso gesto de saludo a Cristina, y salió con el humeante tazón en la mano derecha y una magdalena en la izquierda,  dispuesto a ir a dar los buenos días a la Peña Montañesa.
Andando cuesta arriba, dando espaciados sorbos al café aun ardiente y saludando con afecto a vecinos que hacía “dos vidas” que no veía, se le coló enseguida en el cuerpo un calor amable.
Al quedarse sólo, ya rebasado el pueblo, aceleró el paso y sus zancadas hicieron crujir levemente la primera escarcha.
Y, como tantas otras veces, allí estaba esperándole la Peña Montañesa, erguida y rotunda, coronada en lo más alto por la niebla. Varios buitres, sin ayuda de compás, diseñaban perezosamente en el cielo curvas geométricamente perfectas. Un solitario alimoche adulto de pico amarillo y plumaje blanquecino, sin tales preocupaciones, se estaba despidiendo del lugar dispuesto ya a emprender el largo vuelo por etapas hasta Gibraltar, vía obligada hacia su destino invernal en el África subsahariana.
Fijó la atención en el alimoche que sin solemnidad, ufano de su plumaje desgarbado, se disponía a iniciar, con animoso descaro, su migración anual. En un arranque inesperado Pietref no pudo impedir que se desbordara el malestar acumulado que lo oprimía y, de golpe, decidió que él ya no emigraría nunca más, que jamás volvería, ni como turista, a Nueva York. Ni tan siquiera a Estados Unidos, remachó apretando los dientes, consciente de que estaba dejando atrás y para siempre, una vida y una profesión que hoy le parecían malgastadas.
Tres horas después con la guardia baja, hambriento, empapado por una lluvia fina y por el embrujo de la montaña, emprendió la vuelta a Casa Sidora. Atravesado el pueblo, colgando aun de su mano derecha el tazón vacio vio, al fondo de la última cuesta, a Cristina esperándole en la acera y detectó con alerta que, contra su costumbre, ella había permitido que un coche desconocido permaneciera aparcado delante del Hostal.
Al llegar a su altura la interrogó con los ojos y recibió inmediata respuesta por el mismo conducto a través de una mirada en la que bailaba un indescifrable mensaje optimista:
-Heer Adriaan, tiene una visita esperándole dentro.
Debido al frío la puerta del bar estaba cerrada. Al abrirla la vio enseguida. Margaret, con un grueso chaquetón de piel a su lado, permanecía sentada junto al fuego de la chimenea, acompañada por el perro y los dos gatos de la casa.
-Sabía que vendrías –es lo único que confusamente pensó Pietref sin llegar a abrir la boca.
Se acercó con pasos contenidos a la vez que Margaret,  vuelta hacia él se levantaba con una sonrisa franca. Ajenos a la lejana mirada curiosa de Cristina, se besaron ambas mejillas con la naturalidad y la alegría juvenil de dos universitarios adolescentes que vuelven al pueblo el fin de semana y se encuentran por fin en el bar.
Pietref, rompiendo el silencio, retocó seguro su frase:
-Margaret, he soñado que vendrías.
           

Epílogo


Con el feliz final de la presente historia, se ha resuelto el disparatado reto que se lanzaron estos dos amigos firmantes, al proponer un relato "a medias" sin un guión, tema o acuerdo previos y solo un título sin sentido como única referencia.

Y no dejo de asombrarme, de que haya sido posible tal hazaña, dada la enorme diferencia de personalidad de ambos. Uno, planificador de oficio y usuario vocacional de la ciencia exacta del metro, el segundo, el vatio y el ergio, mientras que el otro se regodea con lo inesperado, el desorden, la aventura, la letra ácrata y el colorido danzarín.

En efecto, podría decirse que solo nos une el amor al arte, en casi todas sus manifestaciones -en la música no, que mi socio tiene oreja, pero no oído-, y el mutuo afecto acopiado y establecido como fértil sedimento en los juegos infantiles de la placeta San Lorenzo o la anexa de los Urriés; en nuestra subida diaria a la empinada Correría, camino del Colegio; o durante el entrañable intercambio de confidencias en el ángulo recto anterior a la Travesía del Lirio, formado por la chocolatería de Solana, la peluquería Saso y la carnicería Sipán, allá por los primeros años de la década de los 50.

Me pregunto cómo hemos sido capaces de tejer una historia, con un mínimo de coherencia, usando unas hebras de tan dispar naturaleza. La respuesta me llega tras pensar muy poco: No hemos sido nosotros quienes han conducido el relato, sino ellos, los personajes, quienes nos han manejado como han querido y nos han arrastrado a pulsar las teclas que les convenían. No hay otra explicación.

Nosotros, los autores, hemos decidido poner fin a esta historia sin contar con ellos. Mucho me temo que estamos intentando hacer algo que no está en nuestras manos. En efecto, las historias, como la misma vida, no acaban: se vienen encadenando unas a otras desde el origen del Universo. Al menos hasta la desaparición de la especie humana... aunque quizás nuestras historias continúen aun más allá, convertidos todos en fantasmas con un empleo algo más noble que el de asustar a la gente.

Así, Margaret y Pieterf vivirán felices durante un tiempo en ese bucólico rincón del Pirineo oscense. Pero, ¿podemos estar seguros de que no añorarán sus anteriores vidas de acción y riesgo, y volverán a ellas? Y puestos a lucubrar, ¿es tan disparatado pensar que la jurada venganza hacia Pieterf del siniestro Homer, pueda llegar a ensombrecer un día, la dichosa existencia de los dos amantes?

¿Y qué será de Rodríguez y Helen, atrapados en la vorágine existencial de una ciudad tan dinámica y enervante como Nueva York? Les veo muy capaces de establecerse allí y protagonizar un sin fin de apasionantes aventuras.

No me olvido de Bob Bryan, poseedor de un artilugio -ese fantasma sin nombre, porque no es de nadie- capaz de ser usado como azote del crimen organizado y reparador de injusticias. Estoy convencido que sus hazañas sembrarán el País Americano de hechos honorables y benéficos.

Sueño con que, el día más inesperado, recibiré el relato de alguna de sus historias. Servirá para enjugar la tristeza que me ocasiona, y me deja, la separación de todos ellos, en esta forzada despedida.

Siento el intenso pálpito de que ese sueño se cumplirá. ¿Por qué no?