El
fantasma de nadie
por
Jesús
Acín Juliá
y
Guillermo
Bistué Gonzalvo
PRÓLOGO
Me
considero obligado a avisar al desprevenido lector de que, en cualquier esquina
de esta narración, puede esperar agazapado el peligro, o incluso saltarle al
cuello la traición.
Guillermo y Jesús, Jesús y Guillermo -tanto monta, monta tanto- somos dos viejos amigos, separados por la vida y los kilómetros, que ayer iniciaron juntos, a través de la red, una ruleta rusa... literaria.
El divertimento va a consistir en escribir en comandita este libro, "El fantasma de nadie", del que sólo conocen el título que ni siquiera entienden. No existen todavía unos protagonistas estables -el que apuntaba modos ya está muerto- ni un mal storyboard, ni unas coordenadas que identifiquen la acción en el tiempo y el espacio. Jesús y Guillermo, Guillermo y Jesús, iremos escribiendo, de forma alternativa, los sucesivos capítulos y será el libre fluir de estos lo que irá configurando el inesperado devenir de este trabajo imprevisible.
El lector no sabrá -ni creo que le importe demasiado- quien es el progenitor de cada capítulo. Lo sabremos nosotros pero nuestros labios están sellados.
Y ahora ¿cómo sigo? Pensareis que esto no se hace con un viejo amigo. Yo también lo pienso así.
CAPÍTULO I
Joe caminaba deprisa, envuelto por una húmeda
bruma, en una de esas noches neoyorquinas, tan desapacibles y frías. Miraba de
soslayo, a derecha e izquierda, mientras avanzaba con rapidez por la 13 de West
Side, entre Ninth Avenue y Washington Street.
Muy pocas personas transitaban en aquella
intempestiva hora, y quienes lo hacían aparentaban ser gente pacífica, empleados
quizás, que dejaban su quehacer cotidiano para alcanzar, lo más pronto posible,
el medio de transporte habitual que les acercara a sus hogares.
Pero Joe no se fiaba. Había demasiada gente
que celebraría su muerte o que estaría dispuesta a dársela con sus propias
manos, si estuviera a su alcance.
¡Cómo se le habría ocurrido dejar el despacho
a hora tan tardía! -se recriminaba, ante el peligro que suponía callejear solo y de noche- En realidad,
no había podido evitarlo. Al día siguiente, debía responder ante la Corte del Estado sobre los presuntos
fraudes, denunciados por varios clientes de su Compañía de gestión de valores.
Preparar los papeles que debía presentar, con el cuidado necesario para evitar
ser pillado en algún renuncio durante la vista, le ocupó mucho más de lo previsto.
Suspiró aliviado al distinguir las luces de entrada
del Subway, difuminadas
por la bruma que exhalaba el cercano río Hudson, y decidió mantener su diaria
costumbre de echar un trago en el exclusivo lounge
APT de al lado. Ya no había cuidado, prácticamente se hallaba en casa.
Pidió su habitual vodka con limón y hielo y,
mientras lo consumía a pequeños sorbos, repasaba mentalmente los argumentos que
había preparado en defensa de su causa.
¡Pero qué pandilla de cabrones están hechos
estos mierdas que ahora me acusan! -pensaba indignado- Poco se quejaban cuando
les proporcionaba intereses del 10 ó 15%. ¿Qué creían, que esto se puede hacer
sin tomar riesgos?
La verdad es que se había visto atrapado en
medio de aquel tremendo cataclismo financiero, pero él no era ningún tonto.
Sabía que algún día llegaría el desastre y había tomado las medidas adecuadas
para salvaguardar su fortuna, a pesar de que no sospechaba que fuera a suceder tan pronto.
Lo siento por mis codiciosos clientes, se disculpaba, pero yo no tuve la culpa. Alguien, y no
yo, debió meter la pata que dio origen a este descalabro.
Mientras despachaba su vodka y meditaba, no
cesaba de vigilar a los demás clientes, tratando de descubrir algún gesto,
mirada o apariencia sospechosa.
De pronto, alguien le dio una palmada en la
espalda.
-¡Hombre, Chris! -dijo aquel sonriente- ¿Qué haces tú
por aquí? Te hacía en Suiza.
-Hola -contestó Joe, cuando consiguió
reponerse del sobresalto que le produjo la dichosa palmadita- No, tuve que
anular el viaje a causa de un negocio que me ha retenido aquí.
No podía decirle que tenía el pasaporte
intervenido, y como no tenía ganas de más conversación, apuró el vaso, pagó y
se fue.
Apenas se había cerrado la puerta a sus
espaldas, cuando sonaron tres detonaciones seguidas. Cuando varios clientes salieron,
con la debida precaución, para ver lo sucedido, hallaron a Joe tendido en el
suelo, muerto sobre un charco de sangre que se extendía con rapidez.
CAPÍTULO II
6.173 kilómetros al Este de los tres famosos
disparos de Nueva York el AVE, columpiándose estático en sus 302 kilómetros por
hora, era un locutorio telefónico descontrolado. Conversaciones diversas, en
idiomas distintos, componían un concierto ensordecedor trufado de monólogos
susurrantes y exclamaciones estridentes.
A Márgara le hubiera costado muy poco dormir
porque había tenido un día duro. Se había levantado de noche y bajo un cielo
estrellado había recorrido el Vallés Occidental, los túneles de Vallvidriera y
media Barcelona consiguiendo llegar a Sants Estació a tiempo de tomar el tren
de las 7.
Ya en Madrid la jornada había resultado particularmente intensa: una reunión tras otra, siempre pendiente de los demás, sonriendo, escuchando con atención y eludiendo con maestría la presión de compromisos inciertos con disfraz de eficiente inmediatez. Imposible concederse un sólo minuto de independencia.
Y ahora, nuevamente de noche y por fin sola, rodeada de conversaciones ajenas que no le interesaban pero que no podía dejar de oír, trataba de poner en orden sus papeles, hacer algunas anotaciones puntuales y remodelar su agenda de la semana.
Lo iba consiguiendo con esfuerzo cuando sonó el Blackberry.
En la pantalla apareció una identidad oculta.
-¿Si? -preguntó en voz baja
-¿Conoce Vd. la tienda "Coronel Tapioca"?. -La voz era de hombre, escueta y con un acento intimidante que no era capaz de identificar.
-¡Joan Cockoyster!, -casi escupió el desconocido.
-¿Qué dice? -saltó Marga en un chillido
ahogado. Joan Cockoyster era el nombre de guerra de su hijo mayor.
- ¡En Barcelona la volveré a llamar! -tronó el
hombre.
Y colgó.
Márgara quedó aturdida y temblorosa.
Transcurridos los primeros momentos de
inquietud y sorpresa, Marga reflexiona, más calmada, y recobra su habitual
entereza, propia de un carácter duro, frío y calculador.
Quizás fuese una broma de mal gusto... aunque,
aquel hombre había citado el alias que su hijo usaba para realizar las
operaciones de ingeniería financiera más arriesgadas y esto representaba un toque
de atención ante un inmediato peligro.
No temía al simple hecho de la mención del alias
de Christopher, lo peligroso era que lo relacionaran con ella y, por tanto, se
hubiera roto el secreto de quién estaba detrás de aquel falso nombre de mujer: Joan
Cockoyster.
En realidad, Marga también tenía mucho que
ocultar. Su actual nombre, Márgara Fuster, era falso. Cambió su verdadera
identidad, Margaret Foster, tras ocurrir el trágico suceso que acabó con la
vida de su marido en Chicago.
Abatida, cambió de nombre y se refugió en
España con su hijo Joe. En la ciudad de Barcelona rehízo su vida, con mucho esfuerzo y un enorme derroche de inteligencia
y tenacidad.
Cuando su hijo Joe decidió independizarse y
volver a Estados Unidos para montar su propio negocio, le procuró documentación
falsa a nombre de Christopher Keane. Este, aprovechó bien las enseñanzas de su
madre y creó, de la nada, un auténtico imperio financiero en New York.
Marga dejó la cafetería donde había tratado
de reponer sus maltrechos nervios, después de un día de intenso trabajo, y se
dirigió con rapidez hacia su alojamiento en Madrid Central Suites, peculiar
hotel, sin lujos, pero discreto y con una central de negocio bastante útil. Era
buena hora para telefonear
Intentó localizar a Chris por todos los
medios sin éxito. En su despacho no sabían nada de él desde hacía dos días.
¡Su hijo Joe había desaparecido!
En la comisaría de Chamberí, se hallaba el comisario Ruiz Casado ante una montaña de expedientes, con un humor de mil diablos y la duda de cuál le resultaría más conveniente abrir, ante los continuos rejonazos con los que le obsequiaban los muchachos de la prensa o los políticos de un lado u otro.
-¡Buenos días, comisario! -saludó más que
alegre el inspector Rodríguez- aquí le traigo un nuevo caso.
-¡Ni buenos, ni leches, Rodríguez! A ver si
somos más puntuales, coño, que todos los días se desayuna media hora. ¡Y no me
venga con el rollo del tráfico! ¡Vamos, de qué se trata esa otra historia!
-Bueno, jefe. Le prometo enmienda -aseguró
Rodríguez, que no perdía su buen talante, aunque le llamaran "perro
judío"- Es una requisitoria del juzgado para investigar un caso de
blanqueo de dinero y evasión de impuestos de un pez gordo.
-¡Me cagüen la leche! ¡Ya estamos con otra
gilipollez política! ¿Qué juez lo firma?
-M. J. L., jefe. Ya sé que esto es un
incordio, pero bien habrá que perseguir a los criminales de cuello blanco y
alto standing. Vamos, digo yo.
-Mira, Rodríguez, no me seas gilipollas ni me
saques de mis casillas. ¿Acaso tú nunca has pagado algún trabajo sin IVA ni
factura? Por cierto, ese juez es de la onda política contraria a la del
susodicho sospechoso.
-Caray, jefe, qué lo mío son cuatro gordas.
-¡Claro! Y ahora me querrás convencer de que
si, en vez de esas cuatro gordas, fueran millones, entonces sí lo pagarías
¿verdad?
-Desde luego, comisario, hoy está Vd.
imposible. Ya me dirá, entonces, qué es lo que hay que hacer.
-Lo que vamos a tener que hacer es lo de
siempre: cientos y miles de informes, escuchas telefónicas y revisión de
archivos y documentos, buscando, durante meses, indicios y pruebas
incriminatorias, cuando lo que deberíamos de hacer es nada y dedicarnos más a lo nuestro. Que con estas gilipolleces, va todo manga por
hombro. Esto debería ser asunto de los culos gordos de Hacienda. Ellos deberían
investigar, cobrar lo necesario y multar lo debido. Criminalizar estos asuntos
solo sirve para movilizar una enorme cantidad de medios y recursos, y no volver
a ver el dinero defraudado. Unos pocos años de cárcel y luego a vivir con el
dinero que se esfumó.
-¿Da su permiso, Sr. comisario? -solicitó un
agente, tras unos respetuosos y leves golpecillos en la puerta.
-¡Adelante! ¿Qué se le ofrece?
-Tengo a una señora que quiere denunciar la
desaparición de su hijo y desea hablar con Vd.
-Ahora mismo no puedo recibirla. Tómele
declaración y tráigamela enseguida. Luego le diré cuando puedo hablar con ella.
El comisario quedó en su despacho tratando
con Rodríguez la organización del operativo solicitado por el juez y al poco
tiempo regresó el agente con el expediente de la desaparición.
-¡Vaya, hombre! Lo que nos faltaba. Se trata
del hijo americano de una española, residente en Barcelona, que ha desaparecido
en Nueva York -comentó Casado tras un largo resoplido.
-¡Cojonudo, jefe! -saltó como un resorte
Rodríguez- Me apunto. ¡Envíeme Vd. allí!
-¡Serás tontolaba, Rodríguez! ¿No ves que
este asunto está fuera de nuestra jurisdicción? Además, ¡si no sabes inglés!
-Que sí, jefe, que algo aprendí en la
Academia.
-A ver, salúdame en inglés -desafió Casado a
su inefable subalterno con cierta sorna.
-No hay problema: ¡Yelou, beibi!
-¡Ja, ja
ja! -el comisario se partía la tripa a reír- A veces me pregunto,
Rodríguez, cómo coños conseguiste aprobar los cursos de la academia.
-No crea, también yo me lo pregunto -contestó
Rodríguez, riendo a su vez, contagiado por las carcajadas de su jefe- Seguramente me tomaron por
el pariente de alguien muy importante.
-¡Joder, Rodríguez! -terminó por decir
Casado, secándose las lágrimas que la salida del inspector le habían provocado-
Si no fuera porque tiene un olfato especial para hallar la pista más oculta y
embrollada, ahora mismo le ponía a barrer la comisaría. Venga, termine de hacer
el payaso y haga pasar a esa señora.
Entró por fin Marga al despacho y el
comisario captó, en seguida, que no tenía delante a una mujer cualquiera.
-Mire, señora, no voy a engañarle -dijo el
comisario, empleando el tono de mayor sinceridad que pudo-. Poco podemos hacer
desde aquí. Vamos a pedir información a Estados Unidos, a través de Interpol,
con los datos de su hijo que Vd. nos ha facilitado. Tan pronto la obtengamos se
la haremos llegar, bien a Barcelona o a su dirección de aquí.
-¿Qué me aconseja que haga, comisario,
mientras tanto? -preguntó Marga.
-Haga vida normal. Si alguien se pone en
contacto con Vd. hágamelo saber, aunque el comunicante le insista en lo
contrario. Mi consejo es que, si puede, vaya a Nueva York y esté pendiente de
la investigación que se ha de abrir allí, tan pronto reciban nuestra
documentación.
Márgara Fuster, Margaret Foster, dejó la
comisaría con la mente bullendo en un mar de ideas para dar con su hijo
Christopher Keane, Joseph Foster, en realidad.
CAPÍTULO IV
Sobre la mesa, cerca de un mosto con hielo, el sonido gutural del IPad salmodió un pequeño fragmento de Vivaldi y quedó en silencio.
Siguió todavía un rato acariciando con mimo el racimo hasta que, despaciosamente, lo volvió a dejar suspendido en su sarmiento.
Tomó un sorbo lento de su bebida y abrió el correo. Se trataba únicamente de un email publicitario de un programa de software que resolvía muchos problemas por tan solo 89 US$.
Pieterf, totalmente despierto, inició el protocolo de máxima seguridad, sencillo hasta lo infantil, utilizado por el general de cuatro estrellas David Petraeus para poner las citas con su amante fuera del largo alcance de los servicios secretos. Abriendo una cuenta gmail cuyo existencia y pasword sólo conocían él y otra persona, Pieterf entró inmediatamente en la carpeta de “borradores”. Sólo había uno, todavía sin destinatario, de tan sólo seis palabras:
-Han matado a Joe. Vuelve enseguida.
Después de leerlo dos veces procedió a vaciar la carpeta y el mensaje jamás circuló entre un remitente y un destinatario. Desapareció sin dejar rastro.
Mientras pensaba, fue moviendo cadenciosamente el vaso para que el mosto, en contacto dinámico con el hielo estuviera más frío. Debió estar así mucho tiempo, porque cuando sus pensamientos alcanzaron plenamente el sosiego, comprobó que el hielo se había disuelto hacía rato. Dejó el vaso sin volver a probar su contenido, se enfrentó de nuevo al IPad y tecleó la respuesta:
-Imposible. No podré plantearme el desplazamiento a N.Y. en los próximos 6 días.
Y metió este nuevo mensaje, sin destinatario, en la ahora vacía carpeta de “Borradores”.
Luego, en un movimiento contradictorio, contrató on líne un vuelo business Madrid-Nueva York para la mañana siguiente y un billete Zaragoza-Madrid, en clase preferente, para el Ave de las 20 h. de esa misma tarde.
Pidió el almuerzo. Cristina le ofreció con interés su seleccionado repertorio del día, pero Pieterf lo limitó a un entremés aragonés y la carrillada de ternera que había hecho famosa Casa Sidora
Comió mecánicamente y se dispuso a abandonar durante algún tiempo Laspuña, su refugio querido para, una vez más, pasar una nueva página de su agitada vida.
A sus cincuenta y cinco años empezaba a sentirse cansado.
CAPÍTULO V
El asiento era amplio y cómodo. Es lo mínimo que se puede pedir a un vuelo en clase business, pensó Pieterf mientras se distraía clasificando a los demás viajeros, según su apariencia, conforme iban entrando en aquel exclusivo recinto del avión y se acomodaban en sus respectivos asientos.
Cuando
era más joven, solía viajar en clase turista, no por falta de pasta, sino para pasar más
desapercibido. Ahora, el pelo había empezado a blanquearse y a clarear, el
cuerpo a ganar algunos kilos, mientras que en su rostro comenzaba un
irrefrenable descuelgue en alguna de sus partes más notables.
Su
aspecto se había aburguesado y había tomado la presencia de un destacado
profesional de la industria, el comercio o la banca. Así pues, era en business donde llamaba menos la atención
de cualquier mirada indiscreta o peligrosa.
De
pronto, dio un respingo en su asiento. ¿No era Margaret Foster aquella mujer
que venía caminando hacia él por el pasillo del avión?
Sí,
sí, era ella. No había duda. Los años le habían cambiado algo el cuerpo. Además
ocultaba parte del rostro mediante unas amplias gafas oscuras, pero jamás se le
olvidaba una cara a poco que la hubiera visto. Era parte de su oficio y una
garantía de supervivencia.
¡Vaya
con la señora Margaret! Años tras ella, intentando localizarla sin éxito, y
allí estaba, volando hacia New York en su mismo vuelo. ¡Qué pequeño es el
mundo!, se dijo.
Debió
morir junto a su marido William. Una casualidad, provocada por una compra
imprevista de última hora, evitó que se encontrara en el coche donde fue
ametrallado su marido. Después desapareció y no volvimos a saber nada de ella.
La
estuvieron buscando durante años. Más tarde lograron descubrir la identidad
de su hijo Joe,
que se hacía
llamar Christopher
Keane. Esperaban dar con ella, sometiendo a Joe a una estrecha vigilancia, pero
su reciente muerte había trastocado los planes de la organización.
¿Estaría
la competencia detrás del crimen? Quizás fuese debido a una mera venganza
personal... Había que averiguarlo. Pero como Pieterf no se fiaba ni de su sombra
y aun menos de sus jefes de la organización, decidió dejar su refugio de las
montañas pirenaicas, cinco días antes de lo anunciado.
Por
su parte, Margaret, al sentir descubierta su verdadera identidad, tras la
misteriosa llamada telefónica de Barcelona, ignoró la cita en la tienda Coronel
Tapioca y decidió trasladarse a New York, con una nueva identidad. Allí
activaría sus muchos contactos y trataría de encontrar a su desaparecido hijo.
En
Mirador de la Reina nº4, sede de la comisaría de Fuencarral, el comisario
Casado recibía un abultado informe del inspector Rodríguez.
-¡Ni
rastro, jefe! La tal Márgara Fuster usa la identidad de una mujer muerta la
tira de años y ha desaparecido sin dejar la menor huella. En su oficina me han
dicho que ha salido de viaje. No saben a dónde ni por cuánto tiempo. Ha vaciado
la caja fuerte de documentos, se ha llevado la agenda de la compañía y tan solo
ha dejado una cuenta bancaria activa. He revisado todas las salidas de avión y
no he podido encontrar a ninguna Márgara Fuster.
-Pues
el informe de Interpol aclara poco este asunto. Han conseguido localizar a
Christopher Keane, según la señora Márgara hijo de su primer matrimonio, en la
Morgue, muerto de tres disparos. Lo curioso del caso es que, también el tal
Christopher, vivía con documentación falsa y no tienen ni puñetera idea de
quién es.
-Esto
me huele muy mal, jefe. ¿No le parece que aquí hay gato encerrado?
-Me
lo parece, Rodríguez. Y le diré una cosa: estos son los casos que a mí me
gustan.
-¡Y
a mí también! -se apresuró
a declarar Rodríguez- Dígame
por donde empezamos que allá me voy de cabeza.
-Investigue
a todas las mujeres que hayan viajado solas en avión durante los últimos días.
Revise con especial atención los vuelos dirigidos a Nueva York.
-¡Ostras,
comisario! Me ha puesto tarea para una semana, por lo menos.
-Pues
la tendrás que hacer en dos días -advirtió el comisario- Tengo pensado
solicitar autorización para enviar un agente a Nueva York, pasado mañana, con
el fin de trabajar junto con los de allí, en el esclarecimiento de de este
asunto. Así que tú verás.
-¡Joder,
jefe! No será capaz de hacerme la putada de dejarme fuera del caso. ¡Con lo que
yo he trabajado en él desde un principio!
-Y
las ganas que tienes de conocer Nueva York ¿verdad? Pues mira, si no
conseguimos establecer la nueva identidad de esta señora, no habrá caso. Así
que espabila.
Al
día siguiente, Rodríguez entró en el despacho del comisario como una
exhalación, agitando en su mano, elevada por encima de su cabeza, unos cuantos
folios escritos.
-¡Ya
lo tengo, comisario! Me ha costado trabajar toda la noche pero aquí está. Ahora
se hace llamar Muriel Dallamore.
-¿Está
seguro? -el comisario cambiaba el tuteo por el tratamiento, siempre que sentía
la necesidad de reforzar su autoridad o cuando debía soltar alguna regañina. En
otras ocasiones lo hacía sin darse cuenta, de una manera refleja, sin
premeditación ni menosprecio- Mire que si este asunto llega a las altas esferas
y se internacionaliza, nos la jugamos como metamos la pata.
-Tranquilo,
jefe. He revisado el 100% de los nombres y solo en este no tenemos referencias.
Es la mujer que buscamos. No hay duda.
-Bien,
en ese caso voy a hacer el informe para la Subdirección y a preparar tu
acreditación y todo el papeleo de tu viaje. En este asunto hay que obrar con
rapidez. En dos días deberás
estar en Nueva York, trabajando con nuestros colegas de allí. Pero escúcheme
bien: necesito resultados de inmediato. No se me ande por las ramas, que mi
olfato me dice que aquí debe haber algo muy gordo.
-Confíe en mí, comisario. Haya lo que haya en este asunto, le juro que lo descubriré -aseguró Rodríguez muy serio- Pero, dígame: me pondrá unas buenas dietas ¿eh? que no es lo mismo viajar a Nueva York que a Galapagar.
-Las
dietas serán las estipuladas. En Administración te dirán. Y un consejo te voy a
dar: no te pases ni en un euro porque lo tendrás que poner de tu bolsillo. Que
no está el horno para bollos.
Así,
dos días más tarde, se podía ver al bueno de Rodríguez caminando por la
terminal nº 4 de Barajas, con aire no demasiado seguro, portando dos enormes
maletones -sin duda le iba a salir por un ojo de la cara el sobrepeso-, una
gran bolsa de viaje cargada en un hombro, con un diccionario de inglés y un
manual de "Como hablar inglés en 15
días" en su interior, y el
ordenador colgado en el otro.
Comenzaba
para Rodríguez una apasionante aventura.
CAPÍTULO VI
El vuelo AA95 de American Airlines arribó a la terminal 8 del Aeropuerto John F. Kennedy sin demora. En él llegaban Pieterf y Margaret.
Esta vez te has caído, Margaret, pensaba Pieterf, mientras la seguía a prudencial distancia por el túnel de desembarco del avión.
Margaret, por fin, salió al andén de taxis, con Pieterf tras ella, y dio un breve paseo por delante de la larga fila de "yellows", como pretendiendo elegir uno de ellos. De repente, un coche europeo de gran cilindrada frenó bruscamente a su altura, entre dos taxis, y, en escasos segundos, Margaret entró en él y partió quemando gomas, acompañado por un estridente chirrido de los neumáticos al patinar en el asfalto.
Pieterf dio un salto hacia el taxi más cercano, pero cuando consiguió que arrancara, después de acallar con un "Jackson" -billete de 20 USD- las protestas del taxista por saltarse el turno, el coche de Margaret había desaparecido. La "pájara" había levantado el vuelo y le había dejado con el ego herido y un humor de mil diablos.
-Todavía no me explico cómo se me pudo escapar.
-No quiero pensar que estás perdiendo facultades. Mejor deseo creer en la habilidad de esta mujer, cualidad que la hace muy peligrosa. Su forma de actuar revela que algo teme. Y si algo teme es porque está al tanto de algún asunto de riesgo para su persona. ¿Es necesario que te recuerde por qué murió su marido?
-Puede que así sea, pero si en todos estos años no ha abierto la boca, ¿por qué iba a hacerlo ahora?
-No podemos dejar ningún cabo suelto. Los hombres que intervinieron en aquel desgraciado affaire están hoy en los puestos políticos más elevados de la Nación. Cualquier indiscreción resultaría fatal para todos: ellos y nosotros. Hay que silenciar a esta mujer para siempre.
-Está bien. Voy a ocuparme de inmediato en dejar resuelto el problema
Cinco días más tarde, Rodríguez aterrizó en el mismo lugar con el vuelo de Iberia IB3162. Está nervioso. Es su primer trabajo en el extranjero y, aunque le han dicho que debe mostrar seguridad y presentarse como un tipo duro y experimentado, no puede evitar un molesto hormigueo en sus tripas y tragar más saliva de la deseada, mientras espera la llegada de su contacto.
-¿Mister Rodríguez? -preguntó un simpático joven de aseado y deportivo aspecto, al tiempo que le ofrecía su mano y componía en su rostro una amplia y amigable sonrisa.
-"Lles, ay am" -contestó Rodríguez.
-Nice to meet you, I'm Travis, John Travis, your contact here. Did you have a good trip?
Ni qué decir tiene, que el bueno de Rodríguez no entendió ni palabra.
-Disculpe, pero no sé demasiado inglés -se excusó, empequeñecido.
-Ow! No hay problema. Yo conozco algo de español. Estoy seguro que nos entenderemos bien -aseguro Travis, exhibiendo de nuevo su cordial sonrisa.
Poco tiempo después, se hallaban en la comisaría del West Village, en el Downtown del distrito de Manhattan, donde llevaban el caso del asesinato de Christopher Keane, la falsa identidad de Joe Foster. Habían llegado directamente desde el aeropuerto, con toda la impedimenta de Rodríguez a cuestas, lo que no dejó de producir unos cuantos comentarios jocosos entre el personal de aquella jefatura.
Concluidas las necesarias presentaciones, el comisario en persona, con la ayuda de Travis, puso en conocimiento de Rodríguez la situación del caso.
-Este es un asunto que nos tiene desorientados -dijo el comisario- No por la autoría del crimen en sí, que parece haber sido cometido por venganza de algún inversor agraviado y que pronto daremos con él, sino por la falsa identidad del muerto, que no conseguimos identificar.
-En España creemos que hay mucho más en este asunto. La señora que se presentó allí como madre del tal Christopher, también vivía con nombre supuesto y solo hace cinco días que se ha desplazado hasta aquí con un nuevo nombre: Muriel Dallamore.
-¿Lo creen? ¿No están seguros? -replicó el comisario con cierta ironía.
-Miren Vds. Nadie es capaz de conseguir tantas identidades falsas, y esta última en tan corto periodo de tiempo, sin el apoyo de una importante organización. Por otra parte, nadie mata por sentirse estafado o defraudado. Si así fuera, en mi país no quedaríamos ni la mitad de la población -estas palabras provocaron una sonora carcajada en los allí presentes, lo que hizo que Rodríguez se viniera arriba- Les digo que aquí se está cociendo algo muy gordo.
-¿Gordo? ¿Qué quiere decir con gordo? -preguntó Travis desconcertado.
-¡Bij, coño, bij! -exclamó Rodríguez, mientras en su interior pensaba: anda, que no son lentos de mollera estos yanquis.
-Ow, big! -precisó Travis- Quiere decir que es un asunto muy importante ¿No es eso?
-Así es -contestó rotundo Rodríguez, sintiéndose el centro de atención y el auténtico dominador de aquella selecta reunión de experimentados detectives.
Mientras tanto, Margaret conoció y lloró la muerte de su hijo. Desde ese momento, todo su tiempo se ha dedicado a rumiar y planear su venganza. Ya no es aquella joven y débil mujer que huyó asustada a la muerte de su marido. Ahora no descansará hasta lograr vengar a ambos. Durante el resto de su vida estará dedicada a conseguir ese irrenunciable objetivo.
Cuando Pablo Picasso vivía su mirada era un pelotón de fusilamiento, un rayo laser que penetraba hasta el mismo umbral de la séptima puerta de las quintaesencias estéticas. Miraba todo con hambre amedrentadora, nada escapaba del barrido de su retina desafiante. Sus ojos, de durísimo azabache, anunciaban a los cuatro vientos su aplastante poder.
Mientras tanto, Margaret conoció y lloró la muerte de su hijo. Desde ese momento, todo su tiempo se ha dedicado a rumiar y planear su venganza. Ya no es aquella joven y débil mujer que huyó asustada a la muerte de su marido. Ahora no descansará hasta lograr vengar a ambos. Durante el resto de su vida estará dedicada a conseguir ese irrenunciable objetivo.
CAPÍTULO VII
Cuando Pablo Picasso vivía su mirada era un pelotón de fusilamiento, un rayo laser que penetraba hasta el mismo umbral de la séptima puerta de las quintaesencias estéticas. Miraba todo con hambre amedrentadora, nada escapaba del barrido de su retina desafiante. Sus ojos, de durísimo azabache, anunciaban a los cuatro vientos su aplastante poder.
La mirada de Pieterf distraída, negligente, incluso aburrida, estaba en las antípodas de la de Picasso.
Sólo aparentemente.
A retaguardia de sus ojos amables y ligeramente deslumbrados se escondía, de forma natural, sin esfuerzo ni mérito alguno de su parte, una Hasselblad 200 MS humana capaz de captar instantes efímeros y de registrarlos en alta resolución.
Y allí, en el disco duro de su memoria, había quedado fielmente fotografiado el BMW que limpiamente le había birlado, en sus mismas narices, a Margaret.
Supuso que la matricula de Ohio podía ser falsa pero el modelo y el color eran infalsificables y la experta conducción secuencial de quien realizo el súbito acelerón hacía descartable el cambio automático. Estados Unidos es muy grande pero encontrar una berlina BMW M6 del año 2013 de color rojo, techo de carbono y cambio secuencial ya era tarea más que asequible para un investigador medianamente avezado y, desde luego, un juego de niños para los recursos básicos de la Compañía.
Sólo había un problema. ¿y si el coche era robado?. La vieja intuición de Pieterf descartaba, en esta ocasión, tal posibilidad por lo que puso en marcha la bien engrasada maquinaria sin dejar resquicio a la duda.
Sólo había un problema. ¿y si el coche era robado?. La vieja intuición de Pieterf descartaba, en esta ocasión, tal posibilidad por lo que puso en marcha la bien engrasada maquinaria sin dejar resquicio a la duda.
Y como siempre, la maquinaria funcionó con rapidez y precisión suiza. En 11 minutos conocía el nombre del dueño del vehículo, su domicilio, su teléfono y bastantes datos personales. Cinco horas más tarde el coche estaba físicamente localizado en donde nadie buscaría a alguien que quiere esconderse: en el Hotel Plaza en Fifth Avenue, junto al Central Park, en el mismo cogollo social de Manhattan.
Y, además, Margaret se había registrado en el hotel ¡con su propio nombre!.
Empezaba el consabido juego del ratón y el gato.
Pero Pieterf, gato viejo y escaldado, empezó a pensar que en el reparto de esta nueva comedia alguien le había asignado, por primera vez, el papel de ratón.
Y en un rincón inexplorado de su ánimo de tungsteno cosquilleó un ligerísimo temblor.
CAPÍTULO VIII
Una vez concluida la presentación de
Rodríguez en la comisaría del West Village, John Travis se dispuso a llevarle
en su coche hasta el hotel que le habían reservado. A pesar de ser un modesto
establecimiento, situado en el Downtown de Brooklyn, disponía de aceptables
instalaciones enmarcadas en un edificio con bastante buena presencia. Rodríguez
ya les había advertido que necesitaba un hotel barato, aunque decente, y éste,
uno de los que con frecuencia reservaban desde la comisaría para agentes
visitantes, cumplía ambas condiciones con holgura.
Por su parte, Travis había recibido de
sus superiores la orden, disfrazada de sugerencia, de que entretuviera al
español cuanto más mejor y, sobre todo, procurara mantenerlo lejos de la comisaría
tanto como le fuera posible.
Siguiendo la instrucción recibida, John
distrajo a su huésped, dando un amplio rodeo por las avenidas de Manhattan,
para luego entrar a Brooklyn por su famoso puente. Tras cruzarlo, aparcó el
coche y acompañó a Rodríguez hasta el greenway del Parque del Puente.
Desde aquel lugar, la inmensa ciudad se
mostraba en todo su admirable esplendor. Atardecía ya y la imponente y quebrada
Skyline que formaban, allá enfrente, los altaneros edificios de Manhattan, se
recortaba sobre un inmenso azul que caía oscureciendo por oriente. Algunas
madrugadoras luces comenzaban a brotar en las infinitas ventanas de la gran manzana, y sobre las quietas aguas
del East River, rutilaban las blancas estelas de los ferrys y paquebotes,
quebrándose en miles de diminutos y brillantes reflejos, que se propagaban
danzando a lo largo y ancho del oscurecido río. Hasta la misma Estatua de La
Libertad quiso sumarse al espectáculo, asomándose tras la Governor´s Island. Pero
Rodríguez, que contemplaba absorto aquel magnífico panorama, solo acertó a
exclamar:
A la mañana siguiente, muy temprano,
llamó al comisario Casado.
-Ya estoy aquí, jefe. MI hotel es el
Sleep Inn. Brooklyn Downtown, en la 22nd St. Un auténtico chollo. 52 € desayuno
incluido y creo que todavía me harán un descuento del 15% al haberse hecho la
reserva desde un organismo oficial.
-Eso está bien, Rodríguez, pero ¿qué hay
de nuestro asunto?
-No hay mucho. Saben muy poco o nada. A
esta gente, si les quitas los ordenadores, andan más despistados que un asno en
el museo de la Tita. De la tal Márgara no tienen ni idea de su existencia y del
crimen de su hijo opinan que ha sido realizado por un inversor cabreado. No he
querido apuntarles nada, pero no hay que discurrir demasiado. Dinero más crimen
igual a mafia. No hay más. ¡Pero si esto sale en todas las películas!
-Bueno, bueno. No te enrolles y trata de
sacarles la mayor información de los asuntos del hijo de la Márgara y de ella
misma. En lo demás allá ellos, no son temas de nuestra incumbencia.
Poco después de cerrar la comunicación
con España, apareció en el hotel John Travis, que llegaba para conducirle a su
comisaría de distrito.
-Debemos darnos prisa -dijo- parece que
han localizado a la mujer que hizo en España la denuncia por la desaparición de
su hijo Christopher. Nos esperan en comisaría para que confirmes su identidad.
En el West Village habían puesto a trabajar
sus potentes computadoras. Ni rastro de Muriel Dallamore, pero habían
encontrado a una Margaret Foster inscrita en el Hotel Plaza, en la horquilla de
fechas que proporcionó Rodríguez. Habida cuenta de la similitud del nombre con
el de Márgara Fuster, habían solicitado las cintas de las cámaras de seguridad
del hotel y las de la municipalidad en la Grand Army Plaza, situada delante del
Hotel.
-Pues...podría ser... o podría no ser
-sentenció Rodríguez, lleno de dudas- Es que con esas enormes gafas oscuras, el
amplio pañuelo del cuello y esa gran boina en la cabeza, podría ser cualquiera,
hasta un tío. La pinta sí la tiene, pero...
-Bien, no perdamos más tiempo -concluyó
el comisario-, vayan al Hotel Plaza de la 5th Avenue y compruébenlo.
Allá se fueron John y Rodríguez.
Aparcaron en una esquina de la Army y penetraron en el lujoso hotel. El
estirado y ceremonioso conserje les informó de que Ms. Margaret había salido.
Sin embargo, había dejado la indicación de que volvía enseguida y, en el mismo
aviso, rogaba a quien preguntara por ella que tuviera la amabilidad de
esperarla unos minutos.
![]() |
Lobby del Hotel Plaza en la 5th Avenue de New York. |
Los dos policías decidieron aguardar su
llegada en el suntuoso lobby, dominando la conserjería, admirados por el esplendor
de la elegante decoración y la riqueza del mobiliario, ambos de marcado estilo
francés.
No había transcurrido un minuto desde
que tomaron asiento, cuando Rodríguez volvió bruscamente la cabeza y alcanzó a
ver las figuras de dos encapuchados que venían hacia ellos, alzaban sus armas y
las disponían en situación de disparo.
Rodríguez dio un grito de aviso a su
compañero, al tiempo que volcaba la mesa y se parapetaba tras el refinado sofá,
después de dar el mayor salto de su vida. Escuchó tres o cuatro detonaciones seguidas
y notó el impacto de varios proyectiles al incrustarse en su improvisado
parapeto.
Casi de inmediato, sonaron a su espalda
varios disparos de su compañero repeliendo el ataque. Respiró aliviado: no
habían conseguido alcanzarle.
El caso es que los asaltantes, al ver
fallido el intento de acabar con ellos a quemarropa y recibir el fuego de John,
se dieron a la fuga.
-Creo que le he dado a uno -comentó
excitado John, que se limpiaba la sangre de la rozadura de una bala en su
mejilla, después de llamar a la central pidiendo refuerzos. Menos mal que los has
visto llegar, si no, nos fríen como a conejos.
-No me preguntes cómo lo he sabido.
Llámalo intuición, si quieres. Quizás algún reflejo extraño en los cristales me
ha dado la alarma. No sé. Lo cierto es que solo un instante más y nos vamos
derechos al otro barrio.
-Dímelo a mí. Dos dedos más cerca de mi
cabeza y me dejan más tieso que un palo -advirtió John- Hoy es nuestro día de
suerte.
Mientras tanto en el hall del hotel se
había formado un inmenso alboroto. Todo allí era confusión y escenas de
histeria, que se incrementaron con la llegada de unos cuantos coches de la
policía con sus sirenas a toda marcha y una docena de agentes irrumpiendo en el
hotel, arma en mano.
Solo en un rincón del lobby, un hombre
se mantenía en calma. Era Pieterf. Sabía que allí se había preparado una trampa
y acababa de obtener la confirmación a sus sospechas. Por otra parte, era el
único que conocía que aquel funesto cepo estaba destinado a él. Había llegado
el momento de jugar sus cartas y buscar el modo de cubrirse las espaldas.
En la comisaría de distrito se
dispararon todas las alarmas. Un ataque a dos agentes, uno de ellos extranjero,
era algo inconcebible. Las llamadas telefónicas recorrieron todos los escalones
de mando y todas las teorías, aun las más peregrinas, fueron enunciadas.
-¡Joder, jefe! ¡Qué casi me matan!
-protestó Rodríguez.
-¡Pero hombre, piensa un poco! ¿Quién
coños va querer matar a dos pipiolos como vosotros que, además, no saben nada
de nada de lo que allí se cuece? En ese hotel había preparada una trampa para
alguien y vosotros caísteis en ella porque pasabais por allí. Ten cuidado y no
te metas en líos. Te recuerdo que tu misión es recabar información de los
negocios del finado y de su puñetera madre, por si hay implicaciones aquí en
España. Se trata de cerrar el caso lo antes posible. Y punto.
Sí, leches -pensó para sí Rodríguez-.
Para una vez que me toca un caso interesante me voy a mantener al margen. ¡Se
lo habrá creído! De aquí no me saca el comisario ni con fórceps.
Margaret, mientras tanto, todavía con el
falso nombre de Muriel Dallamore y ajena por completo a todo aquel gran lío que
se había formado alrededor de su persona, se hallaba reunida con Bob Bryant, un
antiguo agente secreto, ya retirado, amigo de su marido William, que había
ayudado a este en alguna de sus investigaciones.
Recordaban los viejos tiempos y
cavilaban el modo de dar forma a los deseos de venganza de Margaret.
CAPÍTULO IX
Bob
Bryant ha proporcionado un refugio seguro a Margaret en Queens. Se trata de una
casa unifamiliar, perdida entre las miles de parcelas de similar factura que
inundan los alrededores de Meadow Lake.
Está situada en una discreta esquina de la 186th St con la 64th Ave. Cuenta con una alta y sólida reja de protección, un denso arbolado que la semi oculta y dispone de varias vías de escapatoria, muy útiles para el caso de tener que salir huyendo ante un inesperado ataque o algún inminente peligro.
En
su interior, Margaret y Bob dialogan sobre la circunstancias que rodearon la
muerte de Joe.
-¿Estás
seguro de que los asesinos de Joe no fueron los mismos que acabaron con la vida
de William? -inquirió Margaret.
-No,
no, seguro -contestó Bob, rotundo-. Mataron a tu marido para taparle la boca.
Si la "organización"
hubiera tenido la menor sospecha de que Joe sabía algo de sus manejos, haría ya
mucho tiempo que estaría muerto. Tú, en cambio, sigues estando en peligro.
-¡Pero
yo no sé nada! -protestó Margaret- Jamás William me habló de sus asuntos.
Siempre decía que me mantenía al margen para protegerme.
-Esa
gente tiene mucho que perder y ningún escrúpulo para eliminar a cualquiera. Es
suficiente la menor sospecha de perjuicio para acabar con quien pueda
provocarlo. Una muerte más o menos les da igual.
-Entonces...¿Quién
crees tú que ha podido ser el asesino?
-Mira
Margaret. Joe andaba metido en negocios muy turbios. El asesinato ha sido una
venganza y no me cabe duda de que el dinero sucio estaba en medio de todo este
asunto. ¿Quiénes fueron? Para saberlo necesitamos acceder a la documentación de
sus negocios extra oficiales.
-Tienes razón -aseguró Margaret- Yo sé que Joe había almacenado una fuerte suma de dinero negro. La relación de esos depósitos, así como la documentación de los negocios gestionados al margen de la ley, deben estar ocultos en algún sitio. Pero...¿cómo buscarlo sin darme a conocer?
-Tienes razón -aseguró Margaret- Yo sé que Joe había almacenado una fuerte suma de dinero negro. La relación de esos depósitos, así como la documentación de los negocios gestionados al margen de la ley, deben estar ocultos en algún sitio. Pero...¿cómo buscarlo sin darme a conocer?
-Bien.
Como tú no puedes correr el riesgo de identificarte, haremos un registro
nocturno de la oficina y el apartamento de Joe. Si no encontramos nada, echaré
mano de mis antiguos colaboradores y, con su ayuda. estaremos en disposición de
usar métodos más expeditivos.
Más
o menos a la misma hora, Rodríguez rendía su diario informe al comisario
Casado.
-¿Cómo
va eso, Rodríguez? -preguntó el comisario.
-No
sé, jefe. Esta gente me tiene frito. Yo no sé si se hacen los locos o es que no
saben nada de nada. Pero no se preocupe, comisario, que de hoy no pasa sin que
me den el informe de los registros.
-¡Venga,
coño! Que no estamos para perder el tiempo. Mañana sin falta quiero tener algo
concreto sobre este caso -y añadió, rotundo- ¿Me ha oído bien, Rodríguez?
¡Mañana!
-¡Qué
sí, jefe, qué sí! Ahora mismo estoy esperando al nuevo agente de enlace que me
han asignado para ir a consultar el expediente.
-¿Qué
ha pasado con el otro? -preguntó extrañado el comisario.
-Nada,
que aquí tienen la costumbre de que cuando alguien le da al gatillo, le
conceden un descanso y lo mandan unos días al loquero. Ahora tengo a una mujer
por compañero.
-Bueno,
lo que nos faltaba. Ojito con lo que haces.
-Tranquilo,
jefe. Es un marimacho de mucho cuidado. No es que esté mal, al contrario, la
verdad es que está como para mojar pan, pero oiga, como esta moza te eche
encima esa mirada de hielo que tiene, te quita de raíz cualquier mal
pensamiento.
-En
fin, ten cuidado y no me metas la pata. Y...¡Venga! ¡A trabajar de una puñetera
vez!
En
Barcelona, en un importante despacho de Paseo de Gracia, un hombre de
distinguida presencia hablaba por teléfono con voz de mando y aire de ostentar
notable poder:
-¡Oiga!
¿Me puede decir qué fue del asunto de Márgara Fuster?
CAPÍTULO XI
El
lujoso apartamento de Joe estaba situado en un exclusivo condominio, construido
en el norte del Upper Side, muy cerca de Los Cloisters. La dubitativa Helen y
el empecinado Rodríguez llegaron ante el edificio pasada la media noche. La
calle estaba medianamente iluminada y no había tráfico.
-Aquí
no te va a ser tan fácil entrar en el edificio. Estos condominios suelen tener
vigilancia las 24 horas y disponen de circuitos cerrados de televisión con
cámaras en todos los pisos y escaleras.
-Hay
que entrar -dijo Rodríguez, decidido- ya me las arreglaré.
-Bueno,
en fin. Voy a ayudarte... y que sea lo que Dios quiera -se avino Helen con
resignación, al tiempo que enfundaba su cabeza con una negra capucha- Mientras
yo reduzco al vigilante, tú te encargas de registrar el apartamento. Y ponte
esta otra máscara, por favor, no vayas a salir en alguna cámara oculta.
CAPÍTULO XVI
Cuando
ambos amigos regresaron a la casa de Margaret, ninguno de los dos podía imaginar la importancia de
lo que habían visto en el antiguo laboratorio de William, ni del formidable
descubrimiento que encerraba aquella extraña carpeta, que el azar había
rescatado del olvido y puesto en sus manos, después de estar abandonada durante
un cuarto de siglo.
CAPÍTULO XX
CAPITULO XXIII
CAPÍTULO X
El
insistente sonido de un teléfono interrumpió, durante un momento, el animado
diálogo que mantenían dos hombres en el despacho del General O´Connell, jefe
del Departamento de Servicios Especiales de la Defensa, SSD.
Este
descolgó el teléfono, comprobó que se trataba de una llamada sin identificación
y dijo:
-O´Connell
al habla ¿Quién llama?
-Soy
yo, general.
-¡Hombre,
Pieterf! ¿Dónde te has metido? -mientras hablaba, O´Connell hizo un gesto con la
mano que hizo salir precipitadamente al otro hombre del despacho- Estoy
esperando noticias sobre el asunto que discutimos anteayer. Cuentame tus
progresos.
-Sí.
Estos días he hecho muchos progresos...gracias a mi fino olfato. Pero de eso
Vd., general, ya está bien enterado ¿no es así? -contestó Pieterf con tono seco,
claramente contrariado.
-¡Eh,
eh, Pietref! ¡A qué viene esto! ¿Qué tratas de insinuar? ¡Explícate!
Pieterf
hizo caso omiso a las voces conminatorias de su jefe, a pesar de estar dichas
con la voz segura y dominadora de quien está acostumbrado a ser obedecido sin
réplica, y le habló con el mismo tono cortante y serio.
-Escúcheme,
general. Ayer sorteé una trampa, bien burda por cierto, y espero que no vuelvan
a repetir el intento. Quiero advertirle que he tomado mis precauciones. He
puesto a buen recaudo un interesante dosier que será hecho público si me pasa
algo. Y piénselo bien, general, antes de tomar una decisión equivocada: le
aseguro que yo también soy muy mal enemigo -después de esta última palabra,
Pieterf cortó la comunicación.
-¡Pero
qué dices, hombre! ¿Te has vuelto loco?...¡Pieterf, eh, eh! ¡Escucha!...¡Óyeme!
-en este momento, O´Connell se dio cuenta de que la comunicación estaba cortada
y tiró con rabia el teléfono sobre la mesa, al tiempo que soltaba una sarta de
juramentos.
Al
instante entró el otro hombre en el despacho.
-No
ha habido tiempo suficiente para localizarle, pero ha hecho la llamada desde un
aparato móvil. Nuestros hombres ya están trabajando para identificarlo. Pronto
estaremos en condiciones de seguir sus pasos.
-¡Maldita
sea! Ojala me equivoque, pero me temo que este hijo de perra nos va a dar
muchos quebraderos de cabeza.
-No
se preocupe, jefe. pronto estará en nuestras manos.
-Id
a por él -escupió, más que dijo O´Connell, dando un fuerte puñetazo en la mesa-
pero tened buen cuidado de cogerlo vivo. Hay que hacerle cantar hasta averiguar en dónde tiene
escondido ese informe.
Pieterf
contempló, pensativo, las oscuras aguas del East River desde lo alto del
Williamsburg Bridge y, al cabo de un rato, tiró al río el teléfono móvil que
mantenía en su mano derecha, subió el cuello de su gabán y comenzó a caminar,
sin prisa, hacia el otro extremo del puente, en dirección a Long Island.
En
un despacho de la comisaría de distrito, amablemente cedido a Rodríguez por la
jefatura, se hallaban este y Helen, su agente de enlace, revisando la
documentación correspondiente al caso de la muerte de Joe.
-¡Pero,
coño!¿Qué clase de informe es este? ¡Pero si aquí no hay nada útil! -se quejaba
indignado Rodríguez.
-Es
lo que hay -contestó de mal humor Helen, molesta porque un policía de un
insignificante país dudara de la eficacia de sus compañeros- La investigación
está a cargo de dos detectives muy capaces con un historial inmejorable. Si
ellos no han encontrado nada es que no hay nada que encontrar.
CAPÍTULO XI
-Pues
si esto es todo lo que hay, estoy apañao -Rodríguez estaba realmente indignado-
En cuanto mi jefe lo sepa, me va a ordenar que coja el primer avión de vuelta a
casa, y tan pronto llegue allí, me va a patear el culo, por inepto. Como si lo
viera.
-Bueno,
hombre. No hay que dramatizar -trataba Helen de calmarle- Este asunto se resolverá,
seguro, pero estos casos, que cuentan con tan pocas pistas, necesitan tiempo hasta
llegar a descifrarlos.
-¡Me
cagüen la leche! ¡Tiempo es lo que no tengo! -el enfado de Rodríguez crecía por
momentos- Mañana, a primera hora, tengo que informar a mi jefe y ...¡Qué le
digo! ¿eh? ¡Anda, dime tú qué le digo!
Helen
se encogió de hombros: no era su problema. En realidad, aquel extraño tipo,
moreno, casi cetrino, de pobladas cejas negras, pelos en la nariz, con maneras
vulgares y atuendo pueblerino, le había caído gordo desde el principio.
Había
recibido la orden de acompañar al agente español con mucho desagrado. Trató de
sacudirse el servicio, pero le fue imposible. Era el único detective libre que
conocía el idioma español. Helen no solo lo conocía, lo hablaba con absoluta corrección
y tan solo un ligero acento metálico delataba que no era ese su idioma natal.
Pero no necesitaba aclarar ese detalle, su aspecto era anglosajón total, de
arriba abajo. Helen aprendió el español en Zaragoza, donde su padre, oficial de
aviación, había estado destinado en la base americana instalada en aquella
ciudad. Allí Helen aprendió también más fobias que filias de los españoles. Y
todavía le duraban.
Durante
el trayecto del hotel a la comisaría ya habían tenido su primer roce. Al
comentar su estancia en España no se cortó al decirle que no le gustaban los
españoles.
-Son
todos unos machistas -dijo.
Aquello
le sentó a Rodríguez como una patada en la tripa. Esta tía no me tapa la boca, pensó
y se dispuso a contraatacar con toda la mala uva que fuera capaz de reunir:
-Y
si somos machistas ¿qué? ¿No eres tú feminista? -arriesgó en la pregunta- Pues,
oye: con el mismo derecho.
-Vaya,
hombre ¡Será lo mismo! Nosotras luchamos por la igualdad entre el hombre y la
mujer, mientras que vosotros tratáis de mantener el dominio que siempre
tuvisteis sobre nosotras.
-¡Anda!
¿Y yo que no me había enterado? -dijo Rodríguez con sorna.
Y
ante el gesto de sorpresa de Helen continuó:
-¡A
ver! Desde siempre, como tú dices, hemos estado esclavizados por vosotras. Ya,
desde que vivíamos en cuevas, tuvimos que salir de ellas para cazar dinosaurios
con los qué alimentaros o vestiros con sus pieles. Y no era cosa fácil con esos
bichos que tenían unos dientes de a palmo. Así continuó la cosa, hasta que
ahora, cuando el trabajo se ha hecho llevadero, todas queréis salir de la cueva
para trabajar. ¡Coño! Eso se hace antes, cuando el trabajo era tan duro que se
dejaba uno la piel en él.
-Bueno,
mira. No tengo ganas de escuchar tonterías. Vamos a dejarlo ya.
-Sí,
sí, perdona: es broma. Pero es que si te hablo en serio la vamos a tener gorda.
Que ya estoy hasta las mismísimas...narices de que las feministas estéis
tratando de convencer a la sociedad de que los hombres somos gentuza y las
mujeres seres inmaculados ¡Ya está bien!
Entre
diles y diretes llegaron a la comisaría. Fue una suerte porque puso fin a la
discusión, y evitó que la cosa llegara a mayores. Aunque el resquemor que dejó
en ellos el acalorado debate, abrió una profunda brecha en su relación.
Y
solo faltó, para empeorarla, el enfado de Rodríguez al ver la escasa
información que traía el expediente de los detectives encargados del caso.
-Bien,
pues necesito hablar con estos dos "artistas" -reclamó Rodríguez-
Hazme el favor de preparar de inmediato una reunión con ellos.
El
mitin tuvo lugar esa misma mañana, pero poco más o nada pudo sacar en claro el
español. Los registros de la oficina y del lujoso apartamento de Joe no
aportaron pista alguna a la investigación. Nada sospechoso se había encontrado
en ellos. La encuesta se hallaba, en este momento, en el estudio pormenorizado
del fichero de clientes.
-De
allí no va a salir nada, Helen -sentenció Rodríguez después de haber revisado,
una por una, todas las fichas- ¿No ves que todos los asientos corresponden a
negocios legales? Este crimen tiene todos los visos de ser un ajuste de cuentas,
causado por una operación ilegal fallida.
-¿Y
qué otra cosa se puede hacer?
-Coño,
pues volver a revisar los dos establecimientos con más detalle. Seguro que algo
se les ha pasado por alto en el registro. Esto, o ese hombre tenía otro local,
donde esconder la documentación de sus negocios sucios. Esta misma noche
deberíamos ir tú y yo y comprobarlo.
-¿Estás
loco? ¡No tienes autorización para investigar y yo no te puedo acompañar!
-exclamó Helen espantada- ¡Me juego mi carrera!
-¡Qué
pasa! ¿Te faltan ovarios o qué? No me digas que eres incapaz de tomar los
mismos riesgos que un machista español -aquello de machista se le había quedado
grabado en el alma a Rodríguez y no se lo perdonaba- Pues no te preocupes.
Llévame en tu coche hasta esos dos lugares que yo me apaño solo.
Herida
en su orgullo, aunque a regañadientes, consintió Helen en acompañarle. Llegaron
a las inmediaciones de la oficina en la 13 del West Side y, tal como había
propuesto el español, subió solo.
Más
de una hora estuvo esperándole Helen dentro de su coche, con los nervios de
punta y mordiéndose las uñas. Cuando ya, desesperada, pensaba en ir a ver si le
había ocurrido algo a aquel jodido español, apareció Rodríguez.
-¡Uf!
-resopló al sentarse junto a Helen- Toda la oficina está patas arriba. Alguien
ha estado allí, después de la policía, y ha hecho un registro total. Si había
algo ya no está. De entre un montón de papeles, tirados en el suelo, he
recogido esta vieja libreta con algunas anotaciones y garabatos por si
encontramos algo útil en ella.
-Parece
que tenías razón.
-Pues
claro. elemental querida Helen -se pavoneó Rodríguez- Vamos al otro sitio, a
ver si tenemos más suerte.
CAPÍTULO XII
Salieron
del coche y se dirigían ya al edificio, cuando, al mirar hacia la cuarta
planta, el apartamento de Joe, alcanzaron a ver una ráfaga de luz que iluminaba,
por un momento, una de las ventanas.
-Damn´t!
-exclamó Helen- ¡Hay alguien en el apartamento!
-¡Venga,
vamos a detenerlos! -decidió Rodríguez entusiasmado- Hoy es nuestro día de
suerte.
-Stop
bothering me! ¡Quieres escuchar, joder! -Helen estaba desesperada- ¡Que no
podemos! ¿Cómo quieres que te lo diga? No podemos ni estar aquí.
-¡Pero
es una oportunidad de oro para esclarecer este asunto! por fin tenemos algo en
que agarrarnos.
-¡Es
igual, maldita sea! -casi gritó Helen- ¡No podemos y se acabó!
-Quizás
tengas razón -concedió al fin Rodríguez, aunque de muy mala gana- Se podría
armar un follón de mil demonios. Bien, vamos a esperarlos en el coche y cuando
salgan los seguiremos discretamente. Eso sí que podemos hacer ¿no?
Helen
aceptó con un meneo de cabeza pero sin pronunciar palabra.
Casi
dos horas después, aparecieron por el brillante portal dos oscuras sombras que
se deslizaron hasta un potente coche aparcado como diez metros más allá.
-Espera
a que arranquen y sal despacio, con las luces apagadas, hasta el primer cruce
-advirtió Rodríguez- y pégate a la acera para que no te vean.
La
maniobra surtió efecto y consiguieron llegar hasta la DFR Dr, ya con buen
tráfico, sin hacerse notar.
-Voy
a acercarme un poco para leer la matrícula -dijo Helen.
-No,
es mejor no arriesgarse. Esa matrícula no nos servirá de nada. Será falsa 100%.
Seguro -afirmó Rodríguez.
A
pesar de la precauciones tomadas por los dos agentes, de improviso, el coche
que perseguían hizo una extraña maniobra y salió disparado hacia delante.
-¡Me
cago en la leche! ¡Nos han descubierto! -masculló Rodríguez- ¡Tira, tira y no
los pierdas!
Se
estableció una endiablada carrera de los dos coches, sembrando el pánico entre
los demás automovilistas que circulaban por la autovía.
No
duró mucho. A la altura del Yankee Stadium, los fugitivos saltaron la mediana y
dejaron la autovía por una entrada. Después sortearon con una habilidad
circense los coches que les venían de frente, enfilaron el puente de llegada al
Bronx y se perdieron en el populoso barrio.
-Los
perdimos -se lamentó Helen.
-Bueno,
pero hoy hemos adelantado bastante. Mis sospechas se han confirmado y ahora se
abrirá una nueva vía en la investigación. Además conocemos la marca y
características del coche de los sospechosos.
-Pero,
¿tú sabes la cantidad de coches de esta marca que habrá en New York? Será como
buscar una aguja en un pajar...si me hacen caso y se autoriza la búsqueda.
-No
creo que haya demasiados. Es una marca europea de alta gama. El color y los
extras exteriores que pudimos ver reducirán el campo de búsqueda. Y te harán
caso ¡ya lo creo que lo harán! Dile a tu jefe que hemos sufrido una persecución
y verás como mueve el culo el departamento entero. Ahora es inútil volver al
apartamento, esta gente era profesional y no habrá dejado nada sin revisar.
Helen
le miró y, en aquel momento, se dio cuenta de que el hombre de apariencia
vulgar que tenía delante escondía, en su interior, una personalidad mucho más
aguda, experta y calculadora. En verdad, no era tan tonto cómo parecía, se dijo.
A
la mañana siguiente, muy temprano, Rodríguez hablaba con su jefe, el comisario
Casado, como todos los días.
-¿Qué
hay de nuevo, Rodríguez? -preguntó de entrada el comisario.
-Bueno,
algo se pudo avanzar ayer. Nuevas investigaciones -ni por un momento se le pasó
por la imaginación a Rodríguez, relatar a su jefe su aventura nocturna- han
dado como resultado que hoy se abandone la hipótesis de la venganza de un
inversor agraviado, en la muerte del hijo de la señora Fuster. Ahora se abre
paso, de forma oficial, la sospecha de que los autores pertenecen a una
organización criminal de negocio sucio.
-¿Y
eso es todo? Pues sí que me has dado un notición. ¡Vamos! Que ya puedo cerrar
el caso ¿no?
-Al
menos la encuesta ha tomado la dirección deseada. No me pida milagros, jefe. Si
de mí dependiera ya habríamos obtenido algún resultado, pero esta gente trabaja
al paso de la burra.
-¡Ah,
y otra cosa, jefe! En el fichero de clientes y negocios del muerto, he podido
ver varios asientos de mucho importe de la corresponsalía de Goldman Sachs, en
las islas Caimán, de una empresa de Barcelona, llamada ServyPiX, SA. Parecen
inversiones legales, pero me huelen mal. Creo que sería bueno que hiciera investigar
a esta sociedad.
Poco
tiempo después de cerrar la comunicación con España, pasó a buscarle Helen. Un
nuevo día comenzaba para Rodríguez en la inmensa urbe de Nueva York, y una
tenue luz de esperanza se abría ante él y su gran sueño de resolver un caso
importante de verdad.
CAPÍTULO XIII
El
teléfono sonó insistente sobre la mesa del espléndido despacho del Director
Ejecutivo, en las oficinas de la influyente y poderosa sociedad ServiPiX, SA.
-¿Quién
llama? -la voz resonó grave y potente en la estancia. Era el tono de alguien
acostumbrado a mandar y a conseguir todo lo que se proponía, sin reparar en medios,
obstáculos ni daños colaterales a segundas o terceras partes.
-Gracias,
páselo -dijo, tras recibir de su secretaria la identidad del comunicante.
De
nuevo el tono de su voz sonó cortante y frío. Aquel "gracias" no era
una cortesía, sino el complemento de la orden. Quería decir: Corte el rollo y
páseme la comunicación de una vez.
-Sí,
soy yo -y continuó sin permitir articular palabra a su interlocutor- Mira Barral,
estoy hasta las mismísimas narices de ti y de tu jodida agencia de mierda.
Llevo una semana esperando noticias de Márgara Fuster y no puedo esperar más.
Vente inmediatamente al despacho y hablamos.
Sin
más palabras, cortó la comunicación, posando el aparato en su base con un
violento golpe. Después de permanecer pensativo durante unos momentos, alzó de
nuevo el teléfono y llamó a su secretaria para reclamar la presencia en su
despacho de su ayudante en operaciones especiales.
Hecho
esto, dejó su espectacular asiento, dio unos pasos y se plantó ante una de las
amplias balconadas del despacho, tendidas sobre el Paseo de Gracia. Detrás de
los cristales miraba sin ver el trafago del concurrido bulevar, absorto en la
reflexión de aquel desgraciado negocio, que se resistía a tomar cauce y
amenazaba con acabar metiéndole en un gran lío, con resultados catastróficos
muy difíciles de prever y de evaluar.
-¿Da
su permiso, patrón? -la pregunta detuvo sus negros pensamientos. Era su fiel
ayudante en operaciones especiales que acudía a la cita. Lo de
"especiales" era un eufemismo. En realidad, de "especiales"
solo tenían el hecho de estar fuera de cualquier norma o ley, ya fuese esta
autonómica, estatal o internacional.
-¡Ah,
sí, Diego! Pasa y siéntate.
El
hombre obedeció, acomodándose en el asiento con la familiaridad del cómplice, aunque
sin olvidar el respeto debido a su poderoso jefe. Era un tipo fornido, de
regular estatura, muy moreno de piel -seguramente hispano- de facciones
redondeadas pero con una mirada fría e inquietante de hombre de quien conviene
cuidarse. Vestía prendas caras aunque de dudoso gusto, que acababan por
resultar vulgares en él.
-Me
temo que estamos metidos en un gran lio -aseguró Carles Camp i Fulleda.
El
tal Carles, todopoderoso Director Ejecutivo, era un hombre de mediana edad
-rayaría los cincuenta-, de buena altura, que ofrecía un saludable aspecto
deportivo, gracias a una figura proporcionada, sin gramo de grasa, y a un
perfecto bronceado de su piel, allí donde no cubría la impecable vestimenta que
portaba, adquirida, con toda seguridad, en algún establecimiento de alta
exclusividad. Remataba su excelente planta una hermosa cabellera, clareada
breve y elegantemente en sus sienes, donde se adivinaban los frecuentes cuidados
de un peluquero de mucho nivel profesional y alta minuta.
-Sí,
patrón -asintió su ayudante- Desde que en el Gobern han entrado los del otro
bando, nuestros amigos andan haciéndose los locos, como si no hubieran matado a
una mosca en su vida. Creo, patrón, que vamos a tener que dar algún escarmiento
a más de uno. Es mucho el dinero que les hemos hecho ganar para que ahora se
hagan los inocentes.
-¡Bah,
no te preocupes! Esos politiquillos son así. Ahora están temblando de miedo,
temiendo que alguien levante alguna alfombra, y salga a relucir lo que no
desean. No hay problema, pronto pasarán estos primeros días de desconcierto y
todo volverá a ser como debe. Además, ya sabes que tenemos contactos en las dos
partes. Actuaremos en uno u otro sentido, según nos convenga.
Carles
hizo un gesto con su mano derecha como apartando algo fastidioso y continuó:
-Pero
no era de esto de lo que te quería hablar. El asunto de los bonos diferenciales
está a punto de estallarnos en las manos. La zorra de Márgara Fuster no
contesta a mis llamadas y nos ha dejado con el culo al aire. Puse a trabajar a
Barral para localizarla, pero llevo toda la semana sin noticias. Hace un rato
le he citado aquí. Ya no puede tardar.
Espero su llegada de un momento a otro.
No
se equivocaba. En ese preciso instante, apareció la sufrida secretaria
anunciando la visita de Barral, propietario y director de la Agencia de
Detectives Barral, SL.
-¡Vamos,
Barral! ¡Qué collons pasa con la
Fuster! ¡Te dije que era un asunto grave y urgente dar con ella, y llevo una
semana sin noticias! ¡Digues-me d´una
puta vegada qué cons passa!
-Lo
siento, Carles, pero esa mujer ha desaparecido. Un agente mío la citó en unos
almacenes para llevártela y desde entonces no se ha vuelto a saber nada de
ella.
El
detective captó un violento gesto de desagrado en su interlocutor y se apresuró
a continuar:
-Hasta
hoy no habíamos conseguido ninguna pista sobre su paradero, pero esta mañana
hemos sabido, gracias al soplo de un contacto en la policía de Madrid, que allí
tienen la sospecha de que ha viajado a Nueva York con nombre supuesto.
-¿Y
tienes los huevos de venir a decirme esto a mi cara? ¿Cómo es posible que ese
agente tuyo de mierda la pusiera sobre aviso, en vez de echarle mano y traérmela
aquí a rastras? ¡Y... digues-me, collons!
-explotó al fin Carles, furioso e indignado- Perqué dimonis no tens ja a un home buscant-la a Nova York!
-Eres
injusto, Carles. Tú sabes que no reparamos en nada, con tal de servirte lo
mejor posible en todos tus asuntos, pero no me pidas que vayamos a Nueva York.
Allí no tenemos licencia ni corresponsalía. ¿Qué crees que haría en esa enorme
ciudad un hombre de la agencia sin contactos, conocimientos ni apoyos? Nada.
Las
voces, juramentos e improperios del poderoso hombre de negocios, Carles Camp i
Fulleda, llenaron el lujoso e insonorizado despacho, para proclamar, con rabia
y desesperación, la desgracia de tener que sufrir y soportar, a su alrededor, a
tanta gente estúpida, necia e incompetente.
-Déjelo,
patrón -intervino Diego, su siniestro esbirro, que hasta entonces no había
abierto la boca- Yo me ocupo. Mañana estaré en Nueva York trabajando con
nuestros socios. Si esa mujer está allí, yo la encontraré.
CAPÍTULO XIV
Márgara,
o Margaret su verdadero nombre, instalada en su seguro refugio de Queens,
revisaba el producto de los registros efectuados en la oficina y en la vivienda
de Joe, en presencia de su amigo y confidente, Bob Bryant, con quien había
realizado la accidentada incursión durante la noche anterior.
-Por
poco no nos pillan -exclamó con un suspiro de alivio Margaret- ¿Se te ocurre
quiénes pudieron ser los ocupantes de aquel coche que nos persiguió?
-Imposible
saberlo -contestó Bob-, pero una cosa es segura: no eran gente de la Agencia.
Estos hubieran continuado la persecución cuando irrumpimos por dirección
contraria. Es más, si hubieran sido agentes de la SSD nos habrían tiroteado
nada más salir del apartamento de Joe y, con toda probabilidad, ahora mismo
estaríamos fritos sobre una losa de granito en la morgue.
-Entonces...¿policía,
quizás?
-Eso
creo -apuntó Bob-. Policías o detectives privados. En cualquier caso, debemos
extremar la prudencia. Nos siguen de cerca y esta vez iban un paso por delante
de nosotros. Esto es algo que no nos podemos permitir.
Tras
esta breve discusión, ambos amigos se dedicaron a revisar los papeles hallados
en un disimulado hueco de un gran armario empotrado, situado en el dormitorio
de Joe. En la caja fuerte, que Bob abrió sin mucha dificultad, encontraron gran
cantidad de dinero, un arma corta, pero ningún documento. Tampoco necesitaron
más. Los hallados en el ingenioso escondite del dormitorio contenían toda la
documentación que esperaban reunir para poder localizar a los asesinos de Joe.
Había
un buen paquete de escritos. Entre ellos, un listado de clientes con apariencia
de índice y abundantes encriptados referidos a otros documentos, un libro en el
que Joe mantenía una contabilidad muy simple, con entradas y salidas de grandes
sumas de dinero y referencias en clave en cada una de ellas y, algo
fundamental, una relación de cuentas secretas y cinco cajas de seguridad en dos
bancos de N.Y.
-¡Fantástico!
-exclamó Margaret- Por suerte, Joe me envió un poder hace un par de meses. Tal
vez ya entonces se temía lo peor, aunque gracias a esa precaución podremos
hacernos con las cajas. A buen seguro que en ellas encontraremos los datos que
complementarán estos documentos.
-Lo
siento Margaret, pero no puedes darte a conocer. Es lo que esperan que hagas
los exterminadores de la SSD. Todos los bancos del Estado, y quizás también los
de toda la Nación, estarán siendo vigilados ahora mismo, gracias a los
poderosos medios electrónicos con que cuentan.
-Pero,
entonces...¿de qué nos sirven todos estos papeles? Si no tenemos las claves, no
tenemos nada -aseguró Margaret desilusionada.
-Deja
esto de mi cuenta. Mis antiguos muchachos estarán encantados en abandonar, por
un momento, su rutinaria vida de jubilados para revivir de nuevo su antiguo,
apasionante y añorado trabajo.
-¿Estas
de broma? ¿Me quieres decir que vas a encargar el asalto de dos bancos a un
grupo de ancianos? A William le mataron cuando tenía 43 años, con Joe de dos y yo
con 26. Han pasado otros tantos años, así que tú debes rondar los 70 y tus
antiguos "muchachos" allá le andarán.
-¡Ja,
ja! -rió Bob- El más joven tiene 68 años, pero estos tipos son el demonio. Son
capaces de asaltar Fort Knox si se lo proponen. Y nadie se enteraría.
-¡Estás
loco! ¿Te das cuenta de las consecuencias que podrían derivarse de un eventual
fallo de tu plan y les pillan con las manos en la masa? Sobre todo para ellos,
que deberán disfrutar de su jubilación en una cárcel del Estado.
-No
te preocupes por nada. Tú estarás a salvo, porque no sabrán que trabajo para
ti. Y en cuanto a ellos, no hay peligro. Todavía no se ha construido la cárcel
capaz de retenerlos.
Tal
como lo planeó Bob, así se hizo. En menos de una semana, todos los diarios de
la ciudad anunciaban el robo nocturno, acontecido en dos sucursales de otros tantos bancos importantes
de N.Y. Los asaltantes se apoderaron del contenido de las cinco cajas de Joe,
además del de varias otras que sirvieron para enmascarar el principal objetivo
de los atracadores y redondear de manera significativa sus respectivas
pensiones de jubilación.
-¡Pero
te das cuenta que hemos cometido un grave delito! -recriminó Margaret a Bob,
cuando este le informó del éxito de la operación.
-Uno
más de los muchos que hemos perpetrado por mandato de las altas instancias de
la nación. Y este no es tan grave. Tú has obtenido cosas que te pertenecían y
los hombres de mi antiguo equipo han recibido una compensación por sus muchos
años de arduo trabajo por la patria. Al fin y al cabo, todo lo que allí había
pertenecía a gente rica -y concluyó con una alegre carcajada-. ¿Qué mejor fin
de sus excedentes que cumplir la función social de mejorar el estatus de unos
modestos jubilados?
Mientras
sucedían estos hechos, Rodríguez se desesperaba porque no conseguía hallar el
cabo suelto que le condujera a Margaret. El tiempo pasaba y sus días en N.Y.
estaban contados si no lograba dar con ella.
En
España, la sociedad ServiPiX estaba bajo el punto de mira del fiscal
anticorrupción, pero se necesitaba la declaración de Margara Foster para
aclarar numerosos puntos oscuros que obstaculizaban la investigación.
La
policía de N.Y. en cambio, una vez que las sospechas de la muerte de Joe fueron
dirigidas a la mafia, habían puesto a trabajar sus archivos, computadoras y a
una amplia red de confidentes y ya conocían el más que probable cártel autor
del crimen. Ahora se hallaban en el proceso de personalizar el asesinato y de
reunir las pruebas incriminatorias.
Pero
este asunto le resbalaba a Rodríguez. No era su trabajo. Descartada la vía del
finado Joe al no haber podido obtener alguna información, tanto en su oficina
como en su casa, solo le quedaba la opción de encontrar a la Sra. Márgara, para
intentar aclarar los presuntos delitos cometidos en España.
Daba
mil vueltas a la libretilla que tomó del despacho de Joe sin lograr entender
nada de lo que allí estaba escrito. Eran garabatos mezclados con palabras,
signos y números sin orden ni concierto. Aquel galimatías le hacía imaginar los
inconexos trazos de alguien que toma notas al mismo tiempo que habla por
teléfono. Seguro que allí había algo interesante, pero ¿cómo descifrar aquel
laberinto de incoherencias?
Después
de mirar cada página con el mayor detenimiento y paciencia, le llamó la
atención una sucesión de letras y números, escrita con gran cuidado sobre la
cara de la tapa posterior de la pequeña libreta. Rodríguez intentó adivinar su significado,
pero por más que lo miró y remiró, no consiguió encontrar ni el más ligero
indicio que le llevara a desvelar su escondido secreto.
Aunque
los años habían debilitado los trazos de la inscripción, esta se mantenía
perfectamente nítida. Decía así: B-GE278-52P12-110.
CAPÍTULO XV
-Bueno,
aquí está lo que buscamos -afirmó Bob Bryant, señalando el paquete de
documentación aportado por su antiguo equipo de agentes- Solo habrá que
investigar las operaciones más importantes que hizo Joe.
Transcurrieron
unos minutos mientras Margaret y Bob se dedicaban a revisar y clasificar aquel montón de
papeles, cuando de pronto, Margaret soltó una exclamación de sorpresa al
encontrar entre ellos una gruesa y envejecida carpeta, cuyo original color
había mutado en otro indefinible, debido al paso del tiempo.
-¡Mira,
es la carpeta que William me dio a guardar el día de su muerte! No sabía que se
la había llevado Joe
-¿Qué
contiene? -preguntó intrigado Bob.
-No
lo sé. Nunca quise saberlo. Su visión me hacía recordar la muerte de mi marido,
así que la guardé y no volví a mirarla, hasta el punto de haberme olvidado por
completo de ella. Por lo visto Joe quiso tener un recuerdo de su padre y se la
trajo.
-Veamos
qué contiene -dijo Bob y se dispuso a abrirla.
Lo
que hallaron en su interior les dejó totalmente asombrados. Estaba escrito en
un idioma de signos ininteligibles con gran profusión de esquemas, fórmulas y
diseños a cual más extraño.
-Parece
estar escrito en clave -apuntó Margaret.
-Más
que eso. Los extraños signos que componen este escrito tienen toda la apariencia
de ser un idioma desconocido. Quizás estén redactados en clave -concedió Bob-
pero sobre un idioma rarísimo. Esos signos no se pueden cifrar y mucho me temo
que tampoco descifrar.
-Mira,
aquí en la solapa hay una inscripción legible -advirtió Margaret- A ver...dice:
B-GE278-52P12-110. ¿Te imaginas qué puede ser esto?
-Me
suena mucho...Déjame pensar. Creo que es una dirección -dijo Bob, después de
cavilar un rato- Vamos a ver. GE278 tiene que ser la Interestatal 278, que en
Brooklyn recibe el nombre de Gowanus Expy. Así pues tenemos la primera parte
resuelta.
-¡Ah,
claro! Eso está en la zona de los muelles de Greenwood Heights, y P12 debe
significar Pier -muelle- Nº 12 -Margaret terminó triunfante- ¡Está clarísimo! ¡Muelle
nº 12, almacén nº110 en la 52nd Street, la calle transversal a la GE278 que
conduce al muelle! ¡Fantástico! Tenemos que ir y ver que hay allí.
-Calma
Margaret. Después de 26 años, quién sabe que habrá en ese lugar.
-Esa
parte de N.Y. no ha cambiado mucho. Además mira en esta otra solapa de la
carpeta. Aquí está el documento de propiedad, el rescate de los adeudos en la
fecha en que Joe llegó aquí y los recibos del pago de los impuestos desde
entonces. Ese almacén, o lo que sea, subsiste hoy en día. Vayamos ahora mismo a
verlo.
Dicho
y hecho. Los dos amigos tomaron el potente coche de Bob y fueron hacia la
dirección indicada en la misteriosa carpeta.
Conforme
subían por la 52nd St. en dirección a los embarcaderos, fueron comprobando que
Margaret tenía razón. Se veían muy pocas nuevas construcciones. En realidad,
toda aquella zona se hallaba inmersa en un alto nivel de degradación, con
muchos edificios abandonados o ruinosos, las calles sucias y los muelles
dedicados al trasiego de chatarras, basuras y residuos industriales. Nada
parecido a los pintorescos, modernos y relucientes puertos de Manhattan, ni
siquiera a los de la parte norte de Brooklyn. En este reinaba la mugre, la
basura y la herrumbre.
Así
llegaron a la nave 112. Estaba situada a la vuelta del final de la calle y era
una antigua construcción de una planta, que presentaba un acusado aspecto de
abandono, con escasa actividad en los establecimientos próximos y nadie a la
vista. Una robusta puerta metálica, junto a una gruesa cadena, cerrada por un
voluminoso candado, todo ello bien cromatado con abundante óxido, habían
evitado, quizás, el pillaje o la habitual acción vandálica que recae sobre los
edificios abandonados.
No
disponían de llave y Bob, a pesar de su gran experiencia en la apertura de toda
clase de cerraduras, tuvo que luchar a brazo partido con el oxidado mecanismo
del candado, hasta lograr abrirlo.
Lo
que descubrieron en el interior de aquel almacén les dejó atónitos y
maravillados a la vez. Allí, cubierto todo por una gruesa capa de polvo, se
hallaba un laboratorio repleto de aparatos y dispositivos de lo más extraño y
sofisticado.
-Es
evidente que Joe no ha estado aquí. Y si estuvo fue hace mucho tiempo. Seguro
que ignoraba la utilidad de estos aparatos. ¿William no te dijo nunca nada
sobre esto?
-Nada
-contestó Margaret- Creo recordar que, en cierta ocasión, me habló de que
estaba trabajando en un proyecto importante con dos científicos. Creo recordar que eran rusos...no sé. Ya te
he dicho que no solía hablar conmigo de sus trabajos. Decía que así yo estaba
más segura.
-Mira,
Margaret. Si no te parece mal, voy a fotografiar estas cosas y nos volvemos a
tu casa para estudiar las imágenes, junto a la documentación de la carpeta. A
ver si así conseguimos sacar algo en claro de todo esto.
Rodríguez
regresaba al hotel, cruzando bajo la desembocadura del East River por el Brooklyn
Battery Tunnel, con Helen conduciendo, cuando de pronto, al llegar a la
confluencia con la gran avenida que le acercaba a su alojamiento, dio un
respingo en el asiento, al tiempo que se daba con la palma de su mano en la
frente.
-¿Te
pasa algo? -preguntó sobresaltada Helen, ante el brusco gesto de su compañero.
-No,
no. No es nada. Es que, de repente, me he acordado de algo. Pero no es nada
importante -respondió Rodríguez tranquilizándola.
Pero
en esos momentos la máquina de pensar del español estaba funcionando a presión.
Me cagüen la leche, se decía, si seré idiota. Lo tenía ante mis narices.
¡Tantas veces como lo había visto y sin enterarme!
En
efecto, allí, en un cartelón bien grande, estaba indicado el nombre de la
concurrida autovía de 6 carriles que iban a tomar: GE 278.
Llegó
al hotel y despidió a Helen con la advertencia de que no volviera a buscarle al
día siguiente, con la disculpa de dedicar la jornada a realizar algunas
compras. Inmediatamente después, tomó un plano turístico de la ciudad, que
había traído de Madrid, y se puso a estudiarlo con sumo cuidado.
Poco
tiempo tardó Rodríguez en descifrar la misteriosa inscripción. No del todo,
pues su falta de conocimiento del idioma inglés le impidió identificar la P de
Pier con la palabra Muelle. Pero sabía que era una dirección y que, fuera lo
que fuese aquello, se hallaba situado en la calle 52 a solo unos dos km de su
hotel.
Pensó
en acercarse hasta aquel lugar paseando, pero recordó que le habían advertido
que transitar a pie, fuera de las calles céntricas de cualquier ciudad
americana, le convertiría en sospechoso de algún delito y sería detenido e
interrogado por la policía, en cuanto le echaran la vista encima.
Se
decidió por alquilar un coche y marchó con él
a investigar qué tendría el buen Christopher Keane, el nombre falso de
Joe Foster, por aquellos andurriales. Ignoraba el significado de P12-110,
aunque no tenía duda de que se trataba de la identificación del inmueble.
¿Polígono
12, nave 110, quizás? Pronto lo sabría. Como Rodríguez solía decir: Preguntando
se va a Roma.
No
solo ellos. Nadie, ni la más calenturienta e imaginativa mente sería capaz de
sospechar, ni en sueños, el enorme avance científico que se había producido en
aquel modesto local, perdido entre las ruinas de una cultura industrial
envejecida, desfasada y caduca.
Margaret
y Bob dedicaron la tarde a trabajar en la identificación de todas las imágenes
fotografiadas, comparándolas con las figuras que aparecían en la carpeta de
William. Era una labor ardua. La imposibilidad de conocer el significado de los
textos convertían su trabajo en un complejo rompecabezas enigmático y agotador.
Tras
una pequeña pausa, destinada a consumir una ligera cena en frío, sin otra
preparación que la de disponer de los alimentos almacenados en el frigorífico,
y en la que hablaron más que comieron, reanudaron el trabajo.
Pero
con el paso de las horas, el desánimo comenzó a hacer mella en el intenso
interés inicial de ambos amigos, al no conseguir avances significativos en su
investigación.
-Creo
que deberíamos abandonar nuestra pretensión de entender estos procesos tan oscuros y complicados. Tengo la
impresión de que jamás llegaremos a comprender todo este lío -aseguró Margaret-
Me parece que lo más práctico será centrarnos en el producto final.
-¿Quieres
decir que volvamos a estudiar el asunto empezando por el final?
-Eso
es. Veamos si toda esta literatura ininteligible ha servido para algo práctico.
En caso contrario, lo mejor que podemos hacer es guardar esta dichosa carpeta y
dejarla dormir en un rincón, como ha hecho hasta ahora. En cuanto al
laboratorio ya veremos con calma qué se puede hacer con él.
El
cambio de orientación en el estudio de la documentación produjo algunos
avances. Lograron identificar un tipo de tejido, así como varios aparatos que
parecían emisores y receptores de algún tipo de radiación.
Pero
la noche estaba ya muy avanzada y había que dejarlo.
-Es
muy tarde -dijo Margaret- será mejor que pases aquí esta noche.
-¡Ah,
muy bien! Creí que no me lo pedirías nunca -aceptó Bob con una pícara sonrisa.
Margaret
rió de buena gana la gracia de Bob. Le tenía un gran cariño, aunque siempre lo
vio como el padre que apenas conoció, ya que murió cuando ella tenía solo cinco
años de edad.
-Bueno,
bueno, viejillo. Olvídate de flirteos que no te cuadran bien. Con los años que
tienes encima ya no estás para esos trotes -dijo Margaret, al tiempo que daba
una cariñosa palmadita en la cara de Bob.
-Lo
dirás tú. No puedes ni imaginar lo que es capaz de hacer un viejo gallo como
yo, con una tierna gallinita como tú.
Lo
que no sabía, ni podía imaginar Margaret, era que Bob estaba enamorado de ella,
desde el mismo instante en que la conoció, durante la ceremonia de su boda con
William. Ella era una jovencita encantadora de 22 años, mientras que él era un
hombre ya maduro que le llevaba 17 años. En cuanto la vio no pudo reprimir una
exclamación: My God! ¡Qué suerte tiene
este condenado de William!
-¡Venga,
Bob! No lo estropees más y compórtate -volvió a reír Margaret la nueva salida
de su amigo- si no, vas a tener que dormir en el jardín.
-¡Vaya
por Dios! -exclamó Bob, componiendo en su rostro un cómico gesto de
resignación- Definitivamente hoy no es mi día. Vamos, dime cual es mi sofá.
Ambos
durmieron un agitado sueño. Peor el de Bob, que durante horas le mantuvo en
vela la incomodidad del lecho, y aun más la amarga certidumbre de que Margaret
jamás podría corresponder a su callado amor.
Al
día siguiente, muy temprano, regresaron al laboratorio de William. Habían
llegado a identificar los productos que, en su día, William y sus dos ayudantes
fueron capaces de construir, gracias a aquellos complejos e indescifrables
procesos y el empleo de las extrañas máquinas y aparatos del sofisticado
laboratorio. Sin embargo, ignoraban para qué servían y cómo se empleaban.
-¡Caray!
-exclamó Bob, risueño -Esto es como tener un mueble de Ikea sin el folleto de
las instrucciones de montaje.
Sin
embargo no había necesidad de discurrir demasiado. En un armario cerrado con
llave, que hubo que descerrajar debido a lo complicado de la cerradura,
encontraron un equipo completo, ya montado,..de lo que fuere. Nada en él hacía
sospechar su naturaleza y utilidad.
-Es
evidente que se trata de un equipo de uso personal -aventuró Bob- Me lo voy a
colocar, a ver qué pasa.
-¿Estás
seguro de no correr un riesgo innecesario? Ten mucho cuidado que podría ser
peligroso.
Bob
no hizo caso de la advertencia de Margaret. Se colocó una especie de grueso
chaleco, ajustable en la cintura, con solo huecos para ella, la cabeza y los
brazos. Las partes delantera y trasera eran de unos cinco centímetros de
grueso, y en cada una de ellas estaban montados lo que aparentaban ser un
receptor junto a un emisor de alguna clase de luminiscencia. Sobre este conjunto, había que
enfundarse un extraño mono gris muy oscuro, de un tejido extremadamente
elástico y una textura indefinible.
Este
atuendo era, en realidad, una funda que cubría todo el cuerpo, incluida la
cabeza y también los pies, y se ajustaba a él a la perfección. Contaba con una
abertura en la espalda y un elemento de cierre parecido al velcro. El tejido abría su trama en la zona de la cara, permitiendo
ver y respirar sin demasiada dificultad. Lo mismo ocurría en la parte del
emisor y del receptor.
En
la parte delantera derecha del chaleco había instalado un interruptor. Bob lo
pulsó y... no ocurrió nada.
-Es
lógico -dijo Bob- esto tiene que funcionar con alguna batería y por fuerza ha
de estar descargada después de tanto tiempo.
-O
no consiguieron hacer funcionar este invento -añadió Margaret.
Bob
se quitó la funda y comprobó que en la parte izquierda del chaleco había un
cajetín, dispuesto de arriba abajo, con una longitud de 40 centímetros. En él
había un acumulador prácticamente deshecho.
-Tiene
el aspecto de ser un acumulador de ion de litio, embebido en polímero. William
y sus hombres tuvieron que fabricar este, porque en aquel tiempo todavía no
existían. Me pregunto si lograremos encontrar uno con las características
adecuadas para que esto funcione.
-Este
asunto se está complicando demasiado ¿Por qué no lo dejamos?
-Ahora
yo ya no puedo abandonar -dijo Bob- Tengo que saber qué demonios es esto. Este
enredo ha logrado llevar mi curiosidad hasta el infinito. Ahora mismo vamos en
busca de un batería que pueda servirnos.
Los
dos amigos salieron del laboratorio y se dirigían al coche de Bob, cuando una
voz sonó a sus espaldas.
-¡Hola
Doña Márgara! O debo llamarla Muriel.
CAPÍTULO XVII
-Halt,
halt! Hands up! -gritó Bob, tras los primeros instantes de sorpresa, al tiempo
que empuñaba su pistola automática y la apuntaba hacia la cabeza del sujeto que
había interpelado a Margaret.
-Calma,
amigos. Vengo en son de paz -respondió Rodríguez a la orden de Bob, y aunque no entendía el significado de aquel grito, no dudó en levantar los brazos dos palmos por encima de su cabeza- No teman, estoy
desarmado.
-Don´t
worry! -exclamó Margaret posando su mano en el brazo armado de su amigo- It´s a
Spanish policeman. I met him in Madrid.
-Tranquilos
-volvió Rodríguez a tratar de calmar la excitación de Bryant, que se resistía a
bajar el arma, usando un tono de voz reposado y amigable- Solo quiero tener una
conversación con la Sra. Márgara.
-Creo
que nos podemos fiar de él -dijo Margaret a Bob- Cuando le conocí en Madrid, me
pareció un hombre digno de confianza.
-¿Quién
nos garantiza que no se trata de una trampa? -preguntó inquieto y desconfiado
Bob.
-¡Pero
hombre! ¿No cree que si hubiera querido hacerles algún mal, no lo habría hecho
ya? ¿Quién me lo hubiera impedido? -preguntó a su vez Rodríguez impacientado-
He querido venir solo, sin el agente de enlace con la policía de aquí, para
poder hablar con entera libertad de los temas que preocupan a la policía
española y para que todo lo que hablemos quede entre nosotros. Solo les pido
que me consideren un aliado y vayamos a un lugar reservado y seguro, de su
entera confianza, para intercambiar información. Y...por favor: Déjenme bajar
los brazos que se me están durmiendo. Además, estamos dando el cante y como
pase alguien por aquí se va a armar una gorda.
Todavía
Margaret y Bob discutieron un rato los pros y los contras de atender la
petición de Rodríguez. Al final prevaleció el criterio de ella y decidieron ir
los tres hasta su casa en Queens.
Ya
en la casa de Margaret, Rodríguez puso sus cartas encima de la mesa.
-Mire
Márgara, Vd. puso una denuncia en nuestra comisaría por la desaparición de su
hijo Christopher. Pronto supimos que tanto él como Vd. vivían con identidades
falsas. Lo ocurrido a su hijo era competencia de la policía neoyorquina, pero
nosotros debíamos investigar que la falsa identidad de Vds. no encubría
actividades ilegales en España. Esta es la principal razón para que me hayan
enviado aquí.
-No
le creo tan ingenuo como para pensar en que mi amiga se va a declarar culpable
de algo, sin más ni más -observó Bryant.
-No
pretendo tal cosa. Sabemos que su hijo se dedicaba a realizar negocios al
margen de la ley y sospechamos que Vd., Márgara, también. En una lista que
posee la policía de aquí he reconocido a una compañía de Barcelona, la ServiPiX,
SA. Me conformo con que me proporcione la información necesaria para encausar a
esta y a otras compañías en su misma situación.
-Bueno,
puedo facilitarle información detallada sobre algunos asuntos, no todos, porque
en este caso tendría que meter en la cárcel a media España. Pero tengo que
ponerle una condición: necesito que me garantice que me mantendrá al margen del
papeleo de la investigación. Me juego la vida en ello.
-Por
supuesto -aseguró Rodríguez- Haremos que todos los expedientes e informes estén
referidos a documentación procedente del legajo hallado tras la muerte de su
hijo. Solo yo conoceré la verdadera fuente. Lo cierto es, que no me interesa,
ni quiero saber, qué puñetas hacen Vds. aquí. No es mi labor, así que por este
lado pueden estar tranquilos.
-Además
-continuó sin apenas interrupción- no tengo la intención de obtener gratis ese
informe. A cambio le voy a decir quién mató, o dio la orden de matar, a su
hijo.
-¡Dios
mío! -exclamó Margaret- ¿De verdad sabe quién mató a mi hijo? ¿Cómo lo ha
podido averiguar?
-La
policía de aquí lo sabe, pero no puede probarlo, como tampoco un sin fin de
cuentas pendientes que tienen con ese asesino.
-Por
favor, díganos de quien se trata -apremió Bob.
-Su
nombre es Franky Rossano y dirige desde Little Italy un cartel dedicado al tráfico y distribución
de droga en tres de los cinco distritos de Nueva York. Es conocido en el hampa
como Franky "el frío" , al parecer porque no le altera cometer la
mayor barbaridad. Alguno de sus hombres fue el encargado de dar muerte a su
hijo.
![]() |
Little Italy de NY. Territorio controlado por Franky Rossano |
-¿Y
saben por qué lo mataron? -preguntó Margaret.
-Las
causas podrán encontrarlas entre los papeles de Christopher. Su hijo, perdone
que se lo diga con esta crudeza, además de poco honesto, era demasiado
imprudente al tener negocios con la mafia. Esta no perdona un fiasco. La
policía sospecha que fue un ajuste de cuentas. La mafia suele blanquear dinero
invirtiendo en negocios legales y seguros, y aunque la rentabilidad no les
importa demasiado, no admiten el menor engaño. Por esto, en la comisaría creen
que Christopher debió cometer la imprudencia de quedarse algo de ese dinero
entre las uñas.
-De
acuerdo -aceptó Margaret- El asunto de la ServiPiX se lo cedí a mi hijo.
Todavía no hemos podido revisar con detalle sus papeles, pero en dos o tres
días podré entregarle un informe completo de este y otros tres casos más. Deme,
por favor, su dirección aquí y yo se lo haré llegar. Entre tanto Vd. no me ha
visto ni sabe donde vivo.
Rodríguez
se despidió y marchó a su hotel más contento que unas pascuas. Aquella noche
apenas durmió, impaciente por hablar con su jefe, tan pronto amaneciera, y
poder contarle el apoteósico éxito de su misión.
-¿Cómo
te va, Rodríguez? -preguntó el comisario Casado, cuyo tono de voz dejaba
adivinar que se encontraba de muy buen humor- ¿Qué me cuentas de nuevo?
-Buenas
noticias, jefe. En tres días tendré la documentación necesaria para cerrar el
caso. Vaya preparando grilletes en cantidad, que no va a dar abasto a
enchiquerar gente. Tengo la intención de regresar a Madrid este mismo fin de semana,
así que el lunes nos vemos en su despacho.
-¡Estupendo!
-clamó alegre el comisario- Sabía que no me fallarías. Te espero entonces el
lunes. De todas formas llámame si necesitas algo o si se produce alguna
novedad. Y...¡buen servicio!
Bob
Bryant, en cambio, no las tenía todas consigo.
-Me
parece que hemos cometido un gran error al traer a este hombre a tu casa. Ahora
mismo estás en sus manos.
-No
lo creo. Este tipo es un hombre honrado y no tengo duda alguna de que cumplirá
el trato que hemos acordado. Si hay algo que he aprendido en estos 26 años de
dura supervivencia es a conocer a los hombres, y este no tiene doblez: es tal
como se ve... solo que algo más listo de lo que aparenta
CAPÍTULO XVIII
Margaret
durmió poco aquella noche. Eran muchas las emociones y demasiadas las
revelaciones acumuladas durante el día. ¿Qué era todo aquel lío que se traía
entre manos William, su marido, antes de ser asesinado? ¿Qué tramaba? ¿Qué
habría sido de sus dos ayudantes y por qué no habían dado señales de vida, si,
como parecía, habían logrado alcanzar un gran descubrimiento en aquel secreto
laboratorio? ¿Sería todo esto, en realidad, la causa de su muerte y la razón
por la que ella misma estuviera siendo buscada?
Por
otra parte, allí estaba ese policía español, metiendo las narices en sus
asuntos. ¿No habría pecado de incauta fiándose de él? Al fin y al cabo, ella
estaba metida hasta el cuello en infinidad de asuntos irregulares.
Y
por fin, por si su situación no fuese ya demasiado complicada, la revelación
del nombre del asesino de Joe había conseguido golpear su sólido ánimo
aportándole un profundo desaliento. ¿Qué podría hacer ella, aun con la ayuda de
Bob, ante un gánster como Franky Rossano, cuando toda la policía del Estado se
veía incapaz de ajustarle las cuentas?
Demasiadas
preguntas sin respuesta y demasiadas incógnitas por resolver. Material más que
suficiente para desvelar cualquier sueño.
De
todas formas, el día amaneció como de costumbre y, de nuevo, bien temprano,
apareció Bob con dos baterías de litio que un experto conocido suyo le había recomendado,
a la vista de la antigua batería de William.
En
contra del creciente escepticismo de Margaret por todo lo que rodeaba al
misterioso laboratorio, ya que consideraba que tenían cosas mucho más
importantes en qué ocuparse, Bob se hallaba encelado con él y estaba dispuesto
a llegar hasta el fin de aquel extraño asunto.
Volvieron
pues al secreto laboratorio. Bryant se colocó todos los artilugios, incluida la
nueva batería, se enfundó el extraño traje y pulsó el botón de puesta en
marcha.
-¡Dios
mío, Bob! ¡Dónde estás! -gritó Margaret llevándose las manos a la cabeza.
Bob
había desaparecido.
-¡Ja,
ja, ja! -una divertida carcajada, surgida de la nada, resonó en la estancia-
¿Pero no me ves? Estoy aquí.
Margaret,
repuesta a medias de la sorpresa inicial, avanzó con precaución su brazo hacia
el lugar donde se encontraba Bob antes de desaparecer. Con infinito asombro,
observó cómo su mano desaparecía, de un modo tan sorprendente y misterioso, que parecía estar sumergiéndola
en la nada.
Tras
profundizar unos 25 centímetros, notó el cuerpo de Bob. Le palpó la cara y los
hombros y se dio cuenta de que no había desaparecido. Simplemente, no se le
veía: se había hecho invisible.
Tardaron
un tiempo en asimilar aquella insólita experiencia. No podían comprender los
principios de aquel extraordinario fenómeno, ni jamás llegarían a entenderlo,
salvo que consiguieran traducir el indescifrable legajo que les había llevado
hasta allí. Quizás, algún investigador de avanzada tecnología punta en
transmisiones y nuevos materiales podría darles alguna explicación de aquel
inexplicable fenómeno.
Y
sin embargo los principios que lo regían eran relativamente sencillos.
El equipo estaría formado
por una cámara con selectividad térmica y lumínica, de increíbles características para la época, que captaría las imágenes situadas en
la espalda de Bob, que su cuerpo no deja ver.
Estas imágenes serían
transmitidas a un emisor situado en la parte delantera del chaleco soporte. El
emisor produciría un holograma a unos 25 cm., con la resistencia propia del
aire como pantalla y con las imágenes situadas detrás de Bob, captadas por la cámara
de su espalda.
Esto mismo ocurriría en
sentido contrario. Otra cámara tomaría
las imágenes delanteras y otro emisor las proyectaría en la parte
trasera.
La funda que envuelve a todo
el conjunto, incluido el cuerpo de Bob, estaría construida con un tejido de
nano hilo de 0,2 micras y composición hierro-cobalto-tántalo-niobio, recubierto
de vidrio. La cantidad de hilo necesario para confeccionar dicha funda no
seria, quizás, menor de 10.000 km.
Este tejido tendría un papel
fundamental en el sistema de ocultación. Se fundaría en las propiedades
electromagnéticas que posee, capaces de captar los puntos de luz de los
hologramas y reflejarlos hacia el observador, de manera que el portador del
equipo quedaría invisible en la práctica, tanto por delante como por detrás de
su cuerpo.
-¡Esto
es increíble! -exclamó Margaret, todavía aturdida por aquella excitante
experiencia- Si no fuera porque lo estoy viendo y palpando, jamás lo hubiese
creído. ¿Te das cuenta qué significa esto?
-¡Ja,
ja, ja! -volvió a reír Bob, pleno de felicidad- ¡Claro que me doy cuenta!
Y
reuniendo toda la fuerza de sus pulmones, gritó tan alto como pudo:
-¡¡Qué
ahora somos los dueños del mundo!!
Margaret
corrió a colocarse el segundo equipo y lo activó con el mismo éxito que el
primero. Ambos amigos recorrieron el recinto haciendo pruebas con toda clase de
luces, posturas y movimientos, hasta comprobar que el sistema se mantenía
eficaz bajo cualquier condición.
-¿Cómo
me ves? ¿Hay algún detalle que hayas podido observar en el funcionamiento de
estos chismes? -preguntó Margaret- Cuando miro hacia donde se oye tu voz, noto
como un extraño desequilibrio de la imagen. Es como un leve temblor que me
produce una ligera y momentánea sensación de vértigo.
-Sí,
sí. Algo así noto yo también. Cuando pasas por delante de mí, percibo que se
produce una ligera quiebra, o quizás mejor, una ondulación de la imagen. Siento como si el halo de un ente
fantasmal cruzara ante mí.
Lo
que ellos sentían, más que veían, era un fenómeno natural del sistema. Este
funcionaba a la perfección en reposo, pero al caminar se producían algunas
superposiciones y desequilibrios de las imágenes, que daban lugar a las
sensaciones percibidas, a pesar de que las cámaras disponían de sensores de
movimiento para mantener precisa su orientación.
-He
oído que en el Pentágono están investigando sobre estas técnicas y ya tienen
algo sobre ocultación de aviones y drones, pero es increíble que tu marido lo hubiera conseguido hace ya 26
años.
-¿Cómo
no me diría nada de todo esto? -se preguntaba Margaret.
-No
le dieron tiempo. Le mataron cuando acababa de terminar su gran obra. Si te
entregó la documentación de sus trabajos, poco antes de morir, fue porque
estaba a punto de revelártelo.
Margaret,
después de calmar la excitación producida por aquel increíble descubrimiento,
consumió el resto del día en reunir la documentación acordada con el detective Rodríguez.
Estaba
ya anocheciendo cuando terminó de completar el detallado y complejo dosier
solicitado por el español. Decidió ir a entregárselo ella misma al hotel, que
no estaba demasiado lejos de su casa. Después de una corta conversación y tras
intercambiar ambos una amable despedida, regresó a su eventual domicilio,
deseando llegar a él para poder descansar de las fatigas acumuladas durante
aquel agitado día.
Apenas
había traspasado la puerta de su salón cuando una áspera voz sonó en español tras
ella:
-¡Hola,
Sra. Márgara! ¿Qué tal le va?
CAPÍTULO XIX
Margaret
se estremeció sobresaltada al escuchar aquella inquietante voz, al tiempo que
una ahogada exclamación de sorpresa escapaba de su boca. Se volvió con rapidez
hacia el intruso y lo reconoció al instante.
-¿Me
recuerda, Sra. Márgara? -preguntó aquel hombre entre arrogante y burlón- Nos ha
dado mucho trabajo hasta lograr encontrarla. Se preguntará cómo lo he
conseguido. Se lo voy a contar: solo he tenido que seguir a un eficiente
funcionario español para dar con Vd. Y -añadió con sorna- es que como la
policía española no hay otra.
-¡Claro
que le recuerdo! -contestó Margaret, que ya había recobrado el control de sus
nervios- Imposible olvidar al intrigante asistente del todo poderoso Sr. Carles
Camp i Fulleda. ¡Pero qué busca aquí! ¡Cómo se atreve a entrar en mi casa de
esta forma!
-Alto,
alto, querida señora. No se me enfade, que aquí solo nosotros tenemos motivos
para estar enfadados. El Sr Camp espera noticias de los 600 millones invertidos
por su agencia. Y, créame, no está dispuesto a esperar ni un minuto más.
-Pues
ya lo siento, pero ese negocio lo traspasé a mi corresponsal Joan Cockoyster y,
por lo que yo sé, ha fallecido recientemente.
-Vd.
señora, debe pensar que somos idiotas. Sabemos que ese nombre es el alias que utiliza su hijo en sus
chanchullos por Europa. Si de verdad ha muerto le doy el pésame. De corazón, se
lo aseguro, pero los 600 millones han de aparecer. De su bolsillo o de su piel.
Elija Vd.
-Mire,
dígale a su jefe que no insista. Los negocios son así: unas veces se gana, si
eres listo o tienes suerte, y otras se pierde, si no se aprovechan las buenas
ocasiones. El Sr Carles compró por 600 millones, valores que valían 1.200. Ese
fue el negocio que le ofrecimos. Hoy no valen el papel en que están escritos,
pero eso no es mi responsabilidad sino la suya, por falta de acierto en su
gestión y no estar atento a las veleidades del mercado, que yo no controlo, ni
puedo controlar.
-Bien,
ya veo que elige su piel -replicó amenazador el tal Diego, el siniestro
asistente de Carles Camp, mientras sacaba una centelleante daga- Vd. me va a
decir, ahora mismo, dónde esconde su dinero y cómo vamos a recogerlo, porque no
creo que quiera seguir viviendo el resto de su vida sin orejas ni nariz.
Margaret
dio un grito y corrió hacia un armario donde guardaba la pistola que Bob le
había dado en previsión de algún asalto, pero Diego le alcanzó antes de que
abriera el cajón donde tenía el arma, la agarró por el cabello y, tras un breve forcejeo, la arrojó al suelo. Después saltó sobre ella y la inmovilizó, utilizando toda la fuerza de su robusta complexión.
-¡El
dinero! ¡Dónde está el dinero! -gritó, blandiendo el afilado estilete.
De
pronto, sonó un sordo estampido y el hombre cayó sobre ella, muerto.
Margaret
apartó aquel cuerpo inanimado que la sofocaba y vio, con horror, su cabeza atravesada por un
certero disparo, mientras su vestido se iba empapando con la abundante sangre que manaba de la herida. Alzó la mirada y descubrió a un desconocido que se mantenía de pie, ante ella,
empuñando una pistola con un extraño y largo cañón.
-No
se alarme, soy amigo -dijo aquel hombre, al tiempo que guardaba su arma
provista de un voluminoso silenciador y le ayudaba a levantarse.
-¿Quién
es Vd.? -preguntó Margara, que se veía asaltada por encontrados sentimientos de
alivio, temor y desconfianza.
-No
tiene que preocuparse por mí -aseguró el desconocido, con voz calmada, tratando
de transmitirle confianza- Le voy a relatar una antigua y extensa historia que
le afecta de lleno. Pero antes, serénese, refrésquese en el baño y cámbiese de
ropa. No hay ninguna prisa.
Así
lo hizo Margaret, mientras su salvador esperaba, paciente, arrellenado en un
buen sillón de la sala, después de servirse un excelente bourbon que halló en
el pequeño bar de la estancia.
-Mi
nombre es Pieterf, Ferdinand Pieterf -comenzó su relato aquel hombre, tan
pronto apareció Margaret algo más tranquila y aseada- Vd. no me conoce, aunque
yo a Vd. sí. Pertenezco, o mejor dicho, pertenecía a una agencia estatal, la
SSD, dedicada a lavar los asuntos más sucios de la Administración Federal.
-¿Y
qué tengo que ver yo con ella? -interrumpió Margaret- Jamás he tenido relación
alguna con ningún órgano del gobierno ni me he mezclado nunca en política.
-Más
de lo que Vd. cree. Su marido William Foster estaba a punto de tirar de la
manta que encubría un enorme escándalo de ventas fraudulentas de armas,
realizadas por agentes secretos a las órdenes de las más altas instancias de la
nación. Aquellas armas acabaron en manos de nuestros enemigos y causaron la
muerte a muchos de nuestros soldados.
Pieterf
hizo una pausa para apurar, pensativo, el último sorbo de su vaso y continuó:
-Se
cumplen ahora 26 años, desde que nuestro grupo recibió la orden de neutralizar
a William y, de paso, a Vd. por si estaba al corriente de aquel feo asunto. No,
no tema -se apresuró a decir Pieterf al notar un gesto de inquietud en Margaret-
Aquello acabó para mí. Ya no pertenezco a la SSD.
-Yo
fui designado para acabar con Vd., pero cuando me disponía a realizar mi servicio, Vd.
y su hijo habían desaparecido sin dejar rastro. Durante todo este tiempo, la agencia la ha estado
buscando por todo el mundo, pero, por suerte para Vd., sin ningún éxito.
Mientras, yo estuve embarcado en numerosas misiones, siempre por cuenta de
la agencia, y siempre metido en asuntos a cual más deshonesto y
perverso.
-No
puedo entender la frialdad con que me está dando a conocer estas revelaciones
tan dolorosas para mí ¿Se da cuenta del daño que nos hicieron? ¿Es que no teme
que le escupa a la cara tanto miedo, dolor y sufrimiento como me hicieron
pasar? -la indignación de Margaret subía de tono, al avanzar Pieterf en su relato.
-Lo
sé. Pero si hoy estoy aquí es debido al deseo de obtener su perdón y, al mismo
tiempo, ofrecerle mi ayuda, porque la va a necesitar. Puede tomar lo sucedido
esta noche como una prueba de la sinceridad de mi ofrecimiento. Si yo no
hubiera actuado, ese hombre le hubiera hecho pasar un mal rato.
-¡Dios
mío, es cierto! Llegó Vd. a punto. ¿Cómo lo hizo?
-Llevaba
dos días vigilando la casa, esperando a que su amigo Bob la abandonara, para
poder hablar con Vd. a solas, cuando vi a este individuo colarse en ella.
Supuse que no lo hacía con buenas intenciones y estuve atento.
-¿Y
ahora qué hacemos con este cuerpo? -preguntó Margaret inquieta.
-No
se preocupe, yo me encargo: esta noche se bañará en el Hudson. Pero hay algo
urgente que hacer. La agencia está sobre su pista. Saben que está en N.Y. y
removerán la ciudad hasta dar con Vd. Ha cometido un grave error al firmar el
contrato de esta casa con el nombre de Muriel Dallamore. La policía conoce ese
nombre, y si la policía lo sabe, también la SSD. Han de tardar muy poco más que
yo en descubrir su paradero. Además, ellos conocen que Bob Bryan, antiguo
agente secreto, era amigo de William y, por muchas precauciones que tome,
acabarán por relacionarlo con Vd. Ahora, necesita otro refugio con urgencia.
-Tiene
razón, aunque sospecho que en todo esto debe tener algún otro motivo para
prestarme su ayuda.
-Es
cierto. Lo confieso. Solo quedo yo de aquel grupo de agentes. Todos mis
compañeros han ido muriendo en extrañas circunstancias. Ya no confían en mí y
han decidido cerrarme la boca. Muertos Vd. y yo se aseguran el silencio
definitivo. Así que ahora somos aliados y debemos luchar por nuestras vidas. Y,
aunque son gente muy poderosa, debemos acabar con ellos o ellos acabarán con
nosotros.
En
cuanto Pieterf abandonó la casa, Margaret llamó a Bob Bryant y le puso al
corriente de todo lo que había sucedido minutos antes.
-Ese
hombre tiene razón -aseguró Bob- Debes abandonar esa casa ahora mismo. Recoge
lo más preciso y prepárate para salir volando, que en media hora estoy allí.
Por suerte dispongo de otro refugio limpio de cualquier señal o rastro que
pueda relacionarnos.
En
algo menos de dos horas, los dos amigos se hallaban en el nuevo refugio,
comentando las inquietantes incidencias de aquel agitado día. La nueva casa era
otra discreta vivienda de dos plantas, también sobre Long Island, en MacDonald
St de Hempstead, no muy lejos de Queens.
-¿Cómo
la has encontrado tan pronto? -preguntó Margaret asombrada.
-Este
es mi refugio preferido. Me hice con él hace más de diez años y lo preparé de
tal modo que nadie pudiera seguir mi pista en caso de tener que esconderme en
él. Todo agente secreto debe tener uno así.
-Pero
dime: ¿Qué te parece ese tal Pieterf? ¿Crees que nos podemos fiar de él?
-preguntó Margaret.
-No
debemos fiarnos de nadie -contestó rotundo Bob- Sin embargo, este hombre nos
puede resultar muy útil. Conoce las entrañas de la SSD y los detalles
operativos de esta organización, que, hoy por hoy, representa nuestro mayor y más
peligroso enemigo. De cualquier modo, no se te ocurra hablarle del invento de
William.
-Por
supuesto. Ese es un secreto que ha de quedar entre tú y yo.
Se
habían cumplido ya las tres de la madrugada y decidieron acostarse, para
continuar la conversación tras el amanecer del nuevo día. En esta ocasión, no
hubo lugar para las bromas de Bob: la casa contaba con dos habitaciones que
ambos amigos se repartieron amistosamente.
Aquella
mañana, Rodríguez se levantó antes de lo que acostumbraba. Estaba exultante. En
la noche anterior, había estado revisando, durante más de tres horas, la
documentación que le entregó la Sra. Márgara y no podía estar más satisfecho de
su contenido. Allí había material suficiente como para meter en cintura a los
mandamases de ServiPiX y a unos cuantos gerifaltes más de la Administración y
de la Banca.
Como
todas las mañanas, llamó al comisario Casado en Madrid. Le informó de las
buenas nuevas y confirmó su salida de N. Y. en el primer vuelo del siguiente
día. Después, más contento que unas pascuas, esperó la llegada de Helen, su
agente de enlace. Esta no se hizo esperar y, como cualquier otro día, ambos se
dirigieron a su comisaría en Manhattan.
Pronto
noto Helen que, aquella mañana, su compañero se hallaba más alegre que de
costumbre. No era difícil de adivinar. Allí, a su lado, Rodríguez canturreaba
una coplilla, mientras ella conducía atravesando el puente de Brooklyn.
-Muy
contento estás hoy. ¿Pasaste ayer buen día? ¿Hiciste todas las compras que
habías planeado?
-Ayer
fue un día fantástico -contestó Rodríguez, sonriente y feliz- Tan provechoso
que mañana regresaré a España con todo lo que había venido a buscar.
Helen
le miró un momento, desconcertada, pero en seguida reaccionó y le interpeló con
tono de reproche.
-Eres
un demonio. Tú me has ocultado algo y no me lo merezco. Olvidas que me he
jugado un par de veces mi carrera por ayudarte.
-No,
no lo olvido. De verdad, créetelo. Siempre estaré agradecido por lo que
hiciste. Sin tu ayuda, jamás hubiera podido cumplir la misión que me trajo
aquí. Pero no he querido comprometerte más. Y no es que no quiera informarte,
es que no puedo.
-Sí,
ya sabía yo que los españoles sois todos unos machistas, mentirosos y fulleros.
Cómo se me ocurriría confiar en ti.
-¡Ja,
ja, ja! -soltó Rodríguez una alegre carcajada- ¡Qué bien nos conoces! Venga,
Helen, esta noche te invito a cenar donde tú elijas. Fumaremos la pipa de la
paz y celebraremos mi despedida.
Rodríguez
consumió el día en el papeleo de la comisaría y en comprar algunos regalos para
su familia, sin olvidarse del comisario Casado que, aunque se hacía el duro, le
agradaba que sus subordinados le hicieran un poco la pelota y se acordaran de
él en sus viajes, llevándole algún regalito. En especial, algún nuevo ejemplar
para su colección de modelos de coches antiguos.
Helen
se vengó y eligió para la cena el Russian
Samovar, el afamado restaurante ruso del Midtown.
Tan
pronto Rodríguez entró en aquel elegante comedor, iluminado con lámparas que
parecían rescatadas de algún palacio imperial de la Santa Rusia y amenizado con
una tropa de músicos cíngaros, supo que dejaría allí el sueldo del mes.
Pero...¡qué coño! -se dijo- un día es un día. Y se dispuso a gozar de aquel
inesperado e infrecuente festín de ricachón.
Mereció
la pena. Los deliciosos entrantes de caviar, salmón y chatka dieron paso a un
suave lenguado del Báltico y a un soberbio cordero Kief.
Una
inacabable selección de dulce repostería y el riego de todo el condumio con las
bebidas más selectas, de las que no se libró el Champagne francés,
complementaron la feliz experiencia.
Fue
una cena espléndida, no solo por la exquisitez de los bocados consumidos, si
no, sobre todo, por la placentera armonía que envolvió a la pareja, gracias a
las vibraciones, casi mágicas, emanadas de aquel luminoso entorno, que les
impulsaron a mantener una feliz, animada y placentera conversación, a lo largo
de todo el festejo.
Tarde
ya, Helen llevó a Rodríguez hasta su hotel. Jamás podrá éste explicar cómo
sucedió, pero en menos tiempo del necesario para contarlo, ambos se hallaban
abrazados en su habitación. Y entonces Rodríguez contempló, asombrado, cómo el
témpano de hielo que aparentaba su compañera se transformaba en una ardiente
valkiria, y cabalgaba con desenfrenado galope, conduciéndose por la senda del
más apasionado frenesí.
No
estaba acostumbrado Rodríguez a estos ardientes extremos, así que cuando acabó
el encuentro y se despidieron, con la promesa de volver a verse pronto, quedó
con la misma sensación de haberle pasado por encima un tren de mercancías.
Resopló y se dijo: ¡Ostras Pedrín! Esto
no me lo va a creer nadie. Mejor no lo cuento.
Para
Margaret y Bob, aquel fue un día de intenso trabajo. Debían terminar con la
revisión de los documentos de Joe, aplazada por el hallazgo de los dispositivos
de ocultación de Williams, el difunto marido de ella. Además se hacía necesario
establecer planes que condujeran a cumplir los objetivos que habían llevado a
Margaret desde España hasta New York.
Revisaron,
con especial detalle, todo lo referente a los asuntos de Franky Rossano y
encontraron importantes desfases en los asientos de entregas de dinero en
efectivo. Aquello confirmaba el dato aportado por el agente español, Rodríguez,
sobre la autoría del asesinato de Joe.
Al
revisar las cuentas de éste, quedaron asombrados de la cuantía de los saldos,
que, sumados a la cifra del dinero negro que rescataron de las cajas de
seguridad, representaban un importante capital.
-Mira
-advirtió Margaret- Aquí figura una compra de 3.000 bitcoins, a dólar la unidad.
-¡Dios
mío! -exclamó Bob- Hoy están a 338 dólares el bitcoin.
CAPITULO XXI
-¡Señor,
hemos encontrado un rastro de Margaret Foster! -un agitado agente irrumpió en
el despacho del general O´Connell, Director en jefe del SSD, Departamento de
Servicios Especiales de la defensa.
-¿Qué
se sabe? -preguntó el general
-Hemos
localizado su refugio en Long Island.
-Bien,
enviad dos equipos allí -ordenó el general- Quiero un trabajo limpio: Una
explosión de gas o un incendio con ella dentro. Deben asegurarse de que no
queda ni la más mínima traza de esta mujer. Hay que evitar que sus restos puedan
utilizarse en un análisis de ADN.
El
agente salió del despacho con la misma precipitación con la que entró.
Inmediatamente después, el coronel tomó uno de los teléfonos que había sobre su
voluminosa, aunque austera, mesa escritorio y marcó un número.
-O´Connell
al habla. Preséntese de inmediato en mi despacho -ordenó el general con voz imperiosa
y seca, sin ningún interés por disimular el enfado que le embargaba.
-Dígame
¿Qué hay de Pieterf? -espetó O´Connell a su subordinado, tan pronto cruzó la puerta
de su despacho- ¡Cómo es posible que, después de una semana de búsqueda, no
hayan sido capaces de encontrar ningún rastro de ese hombre!
-Lo
siento, señor. No es tarea fácil -contestó el interpelado, un hombre de aspecto
duro, incapaz, al menos en apariencia, de amilanarse delante de su jefe ni de
nadie- Pieterf ha sido uno de nuestros agentes más hábiles y los años le han
proporcionado una gran experiencia. Además, no puedo contar con todo el
personal, sin exponer la misión a fisuras en las comunicaciones. Sus muchos
años de servicio en la organización le han grajeado bastante simpatía, amistad
e incluso admiración, en especial, entre los agentes más antiguos.
-No
quiero excusas sino resultados. Explíqueme la situación actual de la misión y
las acciones que tiene previstas realizar para finalizarla.
-Todos
los medios de detección están operativos en estaciones de ferrocarril,
autobuses, autopistas, gasolineras, aeropuertos y puertos marítimos -contestó
impasible el agente Homer, sin que la exigencia de su jefe le hiciera mover el
menor músculo de su pétrea cara. Además se analizan las rutinas habituales en
hoteles, alquileres de coches, bancos, metro y restaurantes. Pieterf no va a
poder abandonar New York sin nuestro conocimiento y tarde o temprano caerá en
nuestras manos.
-¡No
es suficiente! -casi gritó O´Connell, crispado por la flema de su agente- Este
hombre pertenece todavía a la nómina de la Agencia. Hay que cargarle un muerto
antes de acabar con él. Lo más adecuado sería un policía metropolitano...o un
hampón. O, por qué no, los dos. Así se vería acosado por todos lados. Ocúpese
de organizarlo de inmediato.
Cuando
el agente Homer dejó el despacho, O´Connell quedó pensativo. Aquel hijo de
perra de Pieterf podía hacerle mucho daño, tanto de forma directa, enviándole a
la cárcel, como indirecta, si sus socios en las altas esferas llegaban a saber
que todavía quedaba este hilo suelto.
-¡Maldito
despojo! -pensó- Pero no, no lo va a conseguir. No he llegado hasta aquí, para
que un mierda cualquiera eche por tierra una obra de tantos años. Acabaré con
él, del mismo modo que lo hice con tantos otros, que tuvieron la estupidez de
interponerse en mi camino.
Solo
dos días después, Margaret y Bob escucharon una alarmante noticia, trasmitida
por una de las emisoras locales de radio.
-¡No
es posible! -exclamó Bob- ¡Rápido, pon el canal 27 que estarán a punto de dar
el telediario con la actualidad de New York!
Pocos
minutos más tarde, los dos amigos recibían, a través del televisor, la
ampliación de la noticia, comentada por el presentador del programa y los
reporteros desplazados hasta el lugar de los hechos, que se había llenado de cámaras.
En
ese lugar, situado entre el SoHo y Little Italy, se había producido un tiroteo,
con el resultado de un capo de la droga muerto, junto a uno de sus
guardaespaldas. En la refriega, también había fallecido un policía uniformado,
mientras que su compañero había quedado herido. Ambos, que hacían su ronda
callejera por el barrio, habían acudido al lugar del enfrentamiento, atraídos
por el estruendo de los disparos.
Varios
testigos habían identificado al presunto asesino, señalando a un antiguo agente,
metido al parecer en asuntos de drogas. Su fotografía y nombre, Ferdinand
Pieterf, aparecía llenando la pantalla. Un portavoz de la policía indicaba que
se trataba de un individuo muy peligroso, que iba fuertemente armado. Reclamaba
prudencia, solicitaba la colaboración ciudadana, daba varios teléfonos de
contacto e indicaba que la fotografía del sospechoso había sido profusamente
distribuida por toda la ciudad.
-¡No
es posible! -exclamó Margaret.
-Por
desgracia, lo es. -afirmó Bob- Le han tendido una trampa. Seguro. No me queda la menor duda de que en esto está
latente la mano negra del SSD. Estos canallas han puesto a Pieterf en una
situación desesperada.
-Tenemos
que ayudarle -se apresuró a sugerir Margaret- Le daremos cobijo aquí hasta que
el asunto pierda actualidad.
-No,
no podemos. Este ha de ser nuestro cuartel general y solo tú y yo debemos
conocerlo. Pero no te preocupes, yo le encontraré un buen refugio hasta que
pase la polvareda que ha levantado el caso y pueda moverse sin peligro -replicó
de nuevo Bob- ¿Cómo quedasteis para conectaros?
-Acordamos
que él llamaría desde un teléfono seguro. ¿Pero qué pega hay en que Pieterf
venga a esta casa? ¿No es nuestro aliado? Si vamos a tener que trabajar unidos,
no es lógico y hasta conveniente que estemos aquí juntos.
-No,
Margaret, no puede ser -contestó rotundo Bob- Esta casa, con aspecto de simple
vivienda de cualquier trabajador de mediano sueldo, es un auténtico fortín, en
realidad. Todos los cristales de la casa son blindados, y las paredes y puertas
están reforzadas con placas de acero, de modo que nadie sería capaz de
atravesarlos ni con el empleo de un bazooka. La bodega está equipada para resistir
durante más de tres semanas, aunque la casa se venga abajo o quede reducida a
cenizas. Debemos traer aquí los equipos de ocultación, porque no hay otro lugar
más seguro y porque, desde aquí, deberíamos iniciar cada una de nuestras
operaciones. Por eso, solo tú y yo podemos conocerlo.
Margaret
aceptó las razones de Bob, pero antes de poder manifestárselo, sonó el
teléfono. Era Pieterf.
-Sí,
lo hemos visto en televisión -contestó Margaret- Sí, sí, debemos vernos...De
acuerdo, en tres horas...hasta entonces. Cuídate.
-He
quedado con Pieterf en el cementerio de Woodlawn en el Bronx, junto al panteón
de Clerence Day, dentro de tres horas.
-Muy
bien, vamos para allá -asintió Bob- Yo te seguiré a distancia, por si se
produce algún inconveniente.
Condujeron
los dos amigos, en coches separados, hasta el lugar del encuentro. No hubo
dificultad en hallar el lugar elegido por Pieterf, a pesar de la extensa
dimensión del cementerio, ya que en la entrada facilitaban una guía con la distribución de
los enterramientos y la reseña de los más célebres.
Margaret
llegó ante el panteón a la hora acordada, pero no había nadie. Dio varios
paseos a su alrededor, cuando, de pronto, un hombre extraño apareció ante ella,
como surgido de la nada.
CAPÍTULO XXII
-No
te asustes, soy yo -dijo Pieterf, ante el gesto alarmado de Margaret.
-¡Dios
mío! -exclamó Margaret- ¿Eres tú Pieterf? ¡Madre mía! Ni la tuya propia te
reconocería.
-Me
alegra oírtelo decir. Pero, por favor, hazle un gesto a Bryan, que me está apuntando
con su arma desde aquella tumba. No vaya a disparar.
Margaret
siguió las instrucciones de Pieterf y Bob se reunió con ellos.
-Hemos
visto las noticias en el canal 27 -informó Bob- Esos canallas te han montado
una buena, pero no te preocupes, no te vamos a dejar en la estacada. Te vamos a
cubrir y juntos acabaremos con ellos.
-Cierto
-añadió Margaret- Bob ya tiene preparado un buen refugio para ti. Por mucho que
busquen no te encontrarán.
-¡Ja,
ja, ja! -rio con ganas Pieterf- Gracias por vuestro ofrecimiento pero no me
preocupa esa pandilla de idiotas. Si serán burros, que uno de los falsos
testigos que aparecen en el reportaje de TV era Homer, la mano derecha del
Coronel O´Connell. Tengo buenos refugios donde ocultarme, habilidad para disfrazarme y astucia para
moverme sin ser detectado. Lo que han hecho, en realidad, es aumentar la deuda
que tienen conmigo.
-Y
conmigo -asintió Margaret- Y te aseguro que no descansaré hasta cobrármela.
Pero entonces...¿en qué podemos ayudarte?
-Sí,
veréis. Necesito que me prestéis algún dinero. Mis reservas se están agotando y
no puedo acercarme a ningún banco.
-Hecho
-afirmó Margaret- En eso no hay problema- Ahora dinos qué podemos hacer y qué
planes tienes para dar la batalla a esos miserables.
-Durante
la semana próxima no me volveréis a ver. Voy a actualizar mis datos sobre la
agencia, hablar con alguno de mis antiguos contactos y a planear nuestras
primeras operaciones. Aunque debo advertiros que estoy acostumbrado a trabajar
solo. De cualquier forma, yo os llamaré desde un teléfono seguro.
-Siempre
hay ocasiones en las que tres son mejor que uno -aseguró Bob- No lo olvides.
Después
de esta conversación, los tres, ahora ya amigos, se despidieron, dejando el
lugar de la cita con distintos rumbos y propósitos.
Mientras,
en Madrid, Rodríguez hacía su entrada triunfal en la comisaría de Fuencarral,
en la calle El Mirador de la Reina.
Conforme avanzaba por sus pasillos, en dirección al despacho del comisario
Casado, iba aceptando los saludos de sus colegas, hinchado como un pavo.
-¡Coño,
esto es dinamita pura! -Exclamo el comisario, tras revisar la documentación
aportada por Rodríguez y una vez agotados los saludos y las interminables anécdotas
del viaje de su locuaz agente- ¡Excelente servicio!
-Ya
se lo dije, jefe -confirmó, feliz, Rodríguez y añadió entusiasmado- Aquí hay
tela marinera. ¡Venga, comisario, que ya podemos empezar a enchiquerar gente a
toda leche!
-Despacio,
Rodríguez. Calma que hay mucho trabajo por hacer. De momento, se me va a sentar
en su mesa y no va a levantar el trasero hasta que no termine su informe. Y lo
quiero con pelos y señales. Después añadiré el mío y juntos irán a la Dirección
General, porque la gravedad del asunto así lo exige, al estar implicados varios
mandamases de la política. De allí, el caso pasará a la fiscalía anticorrupción
y más tarde al juez instructor que procederá como deba. Así que, ni tu ni yo vamos
a enchiquerar a nadie.
-¡Coño,
claro! Así ocurre que, con tanta leche, cuando vamos, por fin, a trincar a los
golfantes, la mitad de ellos, se han escabullido. En América son unos latosos
en la investigación, pero en cuanto consiguen pruebas, no pierden ni un
segundo: agarran a los tíos y los meten en la trena. Luego, ya tranquilos, dejan
que la máquina ruede todo lo lenta que quiera.
España
flotaba aquel sábado en un perezoso vacío informativo. Culminaba la Semana
Santa y buena parte del país y todos sus políticos se habían zambullido con
entusiasmo en cuatro días de “dolce far niente”. Cataluña, también de
vacaciones, había reducido a cero sus decibelios soberanistas y la prensa había
dado suelta temporal a sus periodistas significados, dejando el relleno de sus
ahora menguadas páginas en manos becarias. Los grifos de las agencias apenas
goteaban noticias de una Ucrania en prolongado equilibrio inestable y ante la
escasez informativa focalizaban su atención en las palabras y gestos diarios
del Papa Francisco. Los redactores de
guardia removían una y otra vez el
chocolate Gabriel García Márquez, buscando en Internet, con desesperanzada
desgana, algún rincón de su vida que aun nadie hubiera comentado, una misión
imposible.
Con
tal calma chicha no es de extrañar que Televisión Española, que también andaba
buscando un pelo verde en la pulida cabeza de un calvo, se hiciera eco de una
noticia intrascendente y dedicara más de un minuto del telediario del mediodía
a comentar la truculenta muerte en Nueva York de un policía y dos destacados
mafiosos, a manos de un misterioso y turbio personaje del que proyectaron
varias imágenes de archivo. La noticia no tenía interés en España y no digamos
en los pueblos perdidos entre las altos picos del Altoaragón pero, como
bisutería de relleno, valía.
En
la parte más alta de Laspuña, existe un pequeño bar; un modesto salón, pintado
de blanco, una barra y media docena de mesas componen su interior. Fuera tiene
una grata terraza , también blanca, protegida por el verde de una frondosa
parra que oculta cuatro mesas y sus sillas. Buen sitio para tomar algo bien
frío en los mediodías caniculares del corto verano y hablar a la fresca cuando
anochece. El salón interior se presta tanto a la partida de mus invernal como a
las largas parrafadas de improvisadas tertulias. Hay una tele siempre encendida
que nadie mira.
Hay
una excepción. A las tres de la tarde rara vez hay clientes –es la hora de
comer- y Matilde, la dueña, una mujer joven, acodada detrás de la barra, sí
mira la televisión con el mismo solitario aburrimiento de un gato deslumbrado
por los faros de un automóvil en la noche.
Y
es en esa penumbra de las tres, donde Pietref se asoma a la pantalla Samsung,
despertando de golpe a Matilde y protagonizando su retorno digital a Laspuña.
-¡Lo
he visto!. ¡Es él, segurísimo que es él! –Matilde casi grita de lo excitada que
está- ¡Y es un asesino, un mafioso de película! ¿Cuánto hace que no está en el
Hostal?
“La
Sidora” con motivo de la Semana Santa tiene el restaurante lleno y Cristina se
ve en la necesidad de atajar la histeria verbal de Matilde.
-Mati,
tenemos hoy mucha gente y te tengo que dejar. Te llamaré a las cinco. Lo que
dices resulta increíble. Tranquilízate.
Y,
con prisa, sigue atendiendo a los clientes pero con la cabeza puesta en aquel
hombre que dicen llamarse Pietref.
A
las cuatro y media ya está recogido el comedor. Sale fuera, se sitúa tras una
elevada barra en desuso y se acomoda en su taburete preferido. Con habilidad
consulta en su IPad las grabaciones de los Noticiarios de RTVE y no tarda en
tropezar con lo que busca. Repite varias veces su proyección, aunque sabe ya
que no es necesario. No hay duda, ¡es su buen y simpático
cliente, heer Van Dijten!
A
las 10 de la noche las ondas concéntricas del boca-oído han llegado ya al
último rincón de Laspuña. Después de la cena en cada casa confeccionan una
novela diferente.
El
general O´Connell caminaba a grandes pasos a lo largo de su amplio despacho de
la sede neoyorquina del SSD, situada en un antiguo edificio de Grymes Hill en
Staten Island. Se hallaba tan enfurecido que cualquier testigo que contemplara
la escena no dudaría en comparar su actitud con la de una fiera enjaulada.
Sin
embargo, Homer le miraba con indiferencia y, seguramente, con un cierto
desprecio, aunque ninguna emoción dejaba traslucir su pétreo e impenetrable
rostro No podía comprender cómo, su jefe inmediato, un hombre de su categoría y
posición de mando, podía perder los estribos de una manera tan escandalosa y
notoria. No había razón ni motivo.
-Mire
general -trató de calmarle Homer, hablándole con su habitual tono frío e
inexpresivo-, la trampa sobre Pieterf está tendida. Toda la policía del Estado
va tras sus huellas con ánimo de vengar la muerte de uno de los suyos. Solo nos
queda esperar hasta que caiga en ella y nos sirvan su cadáver en bandeja. En
cuanto al asunto de la Foster, no tiene por qué preocuparse. Sabemos que Bob
Bryan se mueve, con demasiada frecuencia, por Long Island. Esto nos indica que
ella no debe andar muy lejos. El cerco se va estrechando y no ha de tardar
demasiado en caer en nuestras manos.
-¡Qué
no tengo que preocuparme! -gritó O´Connell, al que la sangre fría del
imperturbable Homer tenía la virtud de crisparle los nervios- ¡Qué no me
preocupe, dice! Qué mierda de cerco es ese, que cuando descubrimos el refugio
de esa mujer y vamos a eliminarla, lo hallamos vacío y con evidentes señales de haber sido abandonado
precipitadamente. ¿No se da cuenta, insensato, que tenemos un topo en el
departamento?
Homer
no dijo nada. Concedió un mínimo gesto en su cara y hombros, más por la
invectiva, que no estaba acostumbrado a tolerar, que por el acalorado discurso
del general. Bien poco le importaba. Así que esperó en silencio y sin pestañear
el ruidoso desahogo de su jefe.
-Desde
este momento, todo el personal del departamento está bajo sospecha. Ponga en
marcha el protocolo de investigación interna y ocúpese de inmediato de eliminar
a Bryan.
-Disculpe
general, pero creo que no es buena idea acabar con Bryan. Necesitamos
mantenerle con vida hasta que nos conduzca al paradero de la Foster.
-¡No,
joder, no! ¡Lo que necesitamos es aislar a la jodida viuda! -voceó O´Connell
fuera de sí- ¿No se da cuenta de que sin Bryan y sus contactos, esta mujer no
es nadie? ¿Pero no ve que tuvo que ser él quien recibió el soplo de nuestro
topo ¡Haga lo que le ordeno y hágalo
cuanto antes!
Homer
dejó el despacho del general de muy mal humor. Había servido siempre a su jefe
con la fidelidad de un perro guardián, cubriéndole las espaldas y librándole de
enemigos, inconveniencias y conflictos. ¿Y qué había recibido a cambio? Nada.
Apenas el ser tratado como un auténtico perro. ¿A cuántos había despachado
hacia el otro barrio para cumplir las órdenes de O´Connell? Hace tiempo que
había perdido la cuenta. Sin embargo, el general recibía ascensos y laureles,
mientras él solo migajas y un trato de siervo. De algún modo, esta situación
tenía que cambiar.
Ensimismado
en estos pensamientos, Homer traspasó la enrejada puerta de la verja que
rodeaba a la sede del SSD, al tiempo que encendía un cigarrillo. Como casi
todos los antiguos edificios de aquella parte de la isla no disponía de garaje
en el sótano y había que aparcar los coches fuera, en la calle, salvo tres
plazas, habilitadas sobre el estrecho recinto ajardinado, reservadas para los
jefazos y otras dos más para las visitas.
Se
disponía a ir en busca de su coche, cuando un agente llegó a la carrera y se
situó ante él.
-¡Las
cámaras del Carey Tunnel han localizado a Bryan cruzándolo con dirección a
Manhattan!
-¡Rápido,
vamos a por él! ¿De cuantos hombres disponemos? -preguntó Homer- ¿Quién le
sigue?
-Un
helicóptero vigila los movimientos de su vehículo y nos indica su posición en
todo momento. Además, un coche con tres hombres ya han salido tras él y le
siguen a distancia -indicó el agente.
-Bien.
Ya es nuestro. Vamos tú y yo a sumarnos a la fiesta.
Ninguno
de los dos hombres había reparado en un viejo que vendía hot-dogs en un pequeño
puesto portátil, a unos pocos metros de donde ellos urdían el plan de acoso a Bryan. Hicieron
mal, porque en cuanto los agentes montaron en el coche de Homer, aquel viejo de
frágil aspecto cerró el chiringuito con calma pero sin desperdiciar un segundo
y saltó sobre una potente motocicleta. Con la misma aparente parsimonia,
arrancó la máquina y tomó la dirección que había seguido Homer. Nadie diría que
había salido en su persecución.
Homer
y el otro agente partieron a toda velocidad en el coche del primero, en
dirección al puente Verrazano-Narrows por el que llegar a Brooklyn. Encaraban
ya el túnel Hugh Carey que conduce a Manhattan, cuando la emisora de radio
comenzó a gruñir transmitiendo las ásperas y agitadas voces de los agentes del
otro automóvil, que daban detalles sobre la situación del vehículo de Bryan.
-Nos
comunica el helicóptero que el objetivo ha hecho varias maniobras de diversión
por Little Italy, Flatiron y Garment. Ahora mismo está atravesando Central Park
por la 97th. Hacia allí nos dirigimos.
-Está
bien -aprobó Homer-, nosotros os seguimos. Tened cuidado y no os dejéis ver. Pero,
sobre todo, advertid al helicóptero que no lo pierda y que vuele con precaución
para no descubrirse.
-Este
no se nos escapa -masculló entre dientes el siniestro Homer.
Al
poco tiempo, la radio volvió a sonar tras un breve carraspeo:
-Atención
Homer. El objetivo ha estacionado su vehículo en la E83rd Street y ha entrado
en un café-restaurante situado en la esquina con Lexington Avenue.
Sin
percatarse de lo que se tramaba a su alrededor, Bryan, tras asegurarse de que no era seguido mediante las acostumbradas maniobras contra vigilancia, se disponía, confiado, a consumir un breve almuerzo en Lexington Candy
Shop, un pequeño, modesto pero histórico restaurante de cocina tradicional
americana, en el Upper East Side.
Solía
Bryan frecuentar este simpático establecimiento, que su propietario Rob dirigía
con acierto, calidad de servicio, amena charla y precios ajustados. Tomó
asiento en su habitual mesa, situada bajo un gran reloj rojo, anuncio de Coca
Cola, con un retrato de Dona Red y otro de Woody Allen a su izquierda. En
realidad, las paredes estaban cubiertas por completo con fotos de clientes
famosos, estampas neoyorquinas, algunos posters y otras variadas curiosidades.
Mientras
esperaba su acostumbrado menú, una ensalada de frutas y un Hamburguer Platter,
junto a un exquisito Jerk como bebida, todo ello especialidad de Rob, Bryan
paladeaba un Ricky de lima y gin, al tiempo que se distraía revisando el
pequeño local y vigilaba su entrada situada frente a él. Poco había que
revisar: diez taburetes giratorios en la alargada barra, cinco mesas enfrente
de ella, adosadas en la pared, y cuatro más, formando una ele, en donde se
hallaba sentado Bryan.
En
la calle, Homer y su gente habían tomado posiciones en las dos calles que
formaban la dos fachadas del Candy.
-Haréis
la detención en cuanto salga del local. Yo acercaré el coche y lo meteremos
dentro. Todo debe hacerse con la mayor rapidez -dijo Homer.
Desde
el interior de su automóvil, aparcado a unos 30 metros de la entrada de Candy,
situada justo en la esquina de Lexington Av. con E83rd St, Homer acechaba la
salida de Bryan como el jaguar vigila a su presa.
CAPÍTULO XXIV
Tenía
la mirada fija en la puerta del Candy y, como siempre que se hallaba al acecho
de alguna captura, nada ni nadie lograría evitar que la apartara de ella. Ni
siquiera sus propios pensamientos, que trabajaban a toda máquina, calculando
los pasos que debería dar tras echar mano a su presa. El general le había
ordenado eliminar a Bryan, pero él había imaginado otro plan mucho más práctico
y conveniente. Acabaría con él, sí, pero después de obligarle a cantar dónde se
ocultaba la tal Margaret.
Más
que nunca, deseaba Homer ejecutar aquella misión de un modo impecable, sin
dejar ningún hilo suelto ni daño colateral alguno, que pudieran ocasionar
cualquier clase de complicación posterior. Así podría arrojárselo a la cara del
general y demostrarle aquello que, al parecer, tanto le costaba advertir: que
era él, Homer, su mejor hombre en el departamento.
Con
toda su atención puesta en el frecuente movimiento de entrada o salida de los
clientes en el pequeño restaurante, no pudo reparar en la llegada de un viejo
que se acercó hasta la parte posterior de su coche, caminando con cierta
dificultad. Cuando alcanzó a verle era ya demasiado tarde: estaba sentado en
uno de los asientos traseros y mantenía una pistola apretada contra su cuello.
En un instante, el aparente achacoso anciano había abierto la puerta trasera del
automóvil, se había colado dentro y le encañonaba con una potente arma
automática.
-¡Qué
diablos...! -fue lo único que acertó a decir el desorientado Homer.
-Tranquilo.
Calma. Ni pestañees si quieres seguir vivo. -aconsejó el hombre.
-Me
parece que no sabes en donde te estás metiendo -advirtió a su vez Homer que
había logrado ya reponer el control de sus acerados nervios.
-Sí,
querido Homer, lo sé: en un nido de víboras. Pero a ti se te acabó el veneno.
Ordena cancelar de inmediato el operativo.
-¿Y
si me niego?
-¡Qué
tontería! -respondió su captor con una carcajada- Te mato y aquí te quedas.
¡Venga, no perdamos tiempo y acaba con esta historia!
Convencido
de que la cosa iba en serio, Homer tomó el micro y ordenó a sus hombres que
abandonaran sus posiciones y regresaran a la base, justificando la nueva
disposición por un cambio de órdenes del mando. Él continuaría con la
vigilancia del objetivo y reportaría más tarde.
-Bien,
ahora arranca y conduce despacio, sin intentar tonterías ni cometer la más
mínima infracción de tráfico. Te va la vida en ello.
El
falso anciano obligó a Homer a conducir hasta una zona apartada de Ward Island
y allí, después de cerciorarse de que ningún testigo podía presenciar la escena,
ató y amordazó a su cautivo y le forzó a introducirse en el maletero.
Hecho
esto, hizo una llamada desde una cabina cercana.
-Hola
Margaret, soy Pieterf.
-Sí,
mira: tengo un prisionero y necesito un lugar seguro donde pueda interrogarle
-dijo Pieterf, y a continuación le refirió lo sucedido con Homer y sus hombres.
-Sí,
sí, perfecto. Habla con Bryan y os espero aquí, en la explanada del Icahn
Stadium, junto al río.
Una
hora escasa más tarde, se presentó Margaret al volante de un potente 4+4
europeo. Había tenido que vencer la firme negativa de Bob para permitir el
traslado de Pieterf y su prisionero hasta su refugio actual. Hubo una larga
discusión entre ambos, pero por fin, Bryan tuvo que ceder ante la tenaz defensa que Margaret hizo de
Pietref.
-No
me cabe la menor duda -argumentó Margaret-, Pieterf está con nosotros. Si
hubiera querido perjudicarnos ya lo habría hecho. Tiempo, lugar y ocasiones ha
tenido de sobra. Además, si todavía no estás convencido, recuerda que me salvó
la vida y se lo debo.
Así
pues, trasladaron a Homer hasta el maletero del otro coche y se dirigieron
hacia el formidable refugio de Bryan en Hempstead. Ya en el garaje, colocaron
una capucha cubriendo la cabeza de Homer y se encaminaron a una pequeña
estancia blindada en la bodega de la casa.
Todo
sucedió con la inesperada celeridad de un relámpago. Abría el silencioso
cortejo Margaret y, detrás de ella, caminaba el encapuchado Homer guiado por
Pieterf. De pronto, al iniciar la bajada de una escalera, Homer agarró a
Pieterf y lo lanzó hacia delante contra Margaret mediante una perfecta maniobra
Ippon de judo. Ambos amigos rodaron por la escalera hasta quedar maltrechos al
final de ella. Se había producido un exceso de confianza impropio del ex-agente
al no comprobar las ataduras de su cautivo. Este había conseguido desatarse
durante el traslado y había simulado continuar maniatado a la espera del
momento más adecuado para realizar su ataque.
Homer
se vio libre. Se quitó la capucha y corrió por la estancia en busca de la
salida. Poco duró su intento. Apenas llegaba a la mitad de aquella habitación
cuando sintió como si chocara contra un invisible muro. Algo golpeó con fuerza
su pecho. Otro golpe en la cabeza le dejó sin sentido.
Cuando
Margaret y Pieterf lograron reponerse y corrieron tras el fugitivo, pistola en
mano, lo hallaron tendido en el centro de la habitación, con una herida
sangrante en la frente, sin conocimiento y nadie más en ella.
-¡My
God! -exclamó Pietref desorientado-. ¿Qué diablos ha pasado aquí?
Margaret
intuyó de inmediato lo sucedido y preguntó en voz alta:
-¿Eres
tú, Bob?
Una
voz cercana contestó:
-Sí,
soy yo. En un momento me reúno con vosotros.
No
hacía falta más explicación para Margaret: Bob, vigilante, les había seguido
usando el equipo de ocultación y había golpeado a Homer, impidiéndole la huida.
Bajaron
al prisionero hasta un pequeño cuarto, anexo a la zona de supervivencia,
todavía sin sentido. Después de reanimarle y practicarle una somera cura,
Pieterf decidió atarle las muñecas a una viga del techo, de manera que estuviera
obligado a mantenerse siempre de pie.
-Si
creéis que dándome tortura vais a sacarme alguna información, estáis
completamente equivocados. No lo conseguiréis -advirtió Homer, cuyo rostro se
había hecho pétreo y su mirada fría como el hielo-. Estamos entrenados para
resistir cualquier tipo de maltrato.
-No,
querido, no. Nadie te va a tocar -se apresuró a contradecirle Pieterf- Te vas a
quedar aquí, tal como estás, sin luz, comida ni bebida, hasta que decidas
colaborar. ¡Ah! Y lo que tengas que hacer tendrás que hacértelo encima. Nosotros no tenemos ninguna prisa, veamos
cuanta tienes tú.
-¡Cabrones,
hijos de perra! ¡No os atreveréis! -gritó Homer.
-Pronto
lo vas a ver -replicó Pieterf-. Aquí, a tu lado, dejo este dispositivo. Es un
emisor sin hilos. En cuanto lo pises sabremos que estas dispuesto a contestar
nuestras preguntas. Solo acudiremos si recibimos tu señal, así que ten cuidado
de no apartarlo fuera del alcance de tus pies, pues ya no nos volverías a ver.
Tiene batería para un mes, tiempo suficiente para que tomes una decisión. Más
no necesitas: estarás muerto antes.
-Creo
que estás siendo demasiado cruel -aseguró Margaret, tan pronto dejaron solo a
Homer en su encierro.
-Este
tipo no se merece miramiento alguno. No puedes ni imaginar las barbaridades que
haría con nosotros si estuviera en nuestro lugar. Él, al menos, puede elegir el
momento de acabar con sus problemas.
CAPÍTULO XXV
Bob
Bryan debatía en su interior la conveniencia de aceptar los métodos de Pieterf
o de mantener firme su recta conciencia rechazándolos. En cierto modo, el
ex-agente tenía razón: No había en el plan de Pieterf acciones activas de
tortura y era bien cierto que el cese de la incomodidad del detenido dependía
de su propia voluntad. Sin embargo, algo en su interior le obligaba a
permanecer siempre con una cierta reserva ante Pieterf y sus acciones.
-Me
gustaría saber qué pretendes con todo esto -dijo Bob, encarándose al ex-agente.
-Mira,
no te voy a engañar. En primer lugar quiero librarme de la acusación de
asesinato del uniformado. No puedo estar huyendo toda la vida de la Policía.
Necesito que este pájaro cante para reunir pruebas exculpatorias.
-¿Y
estás seguro de que este hombre está al corriente del asunto?
-Absolutamente.
Aparece en el reportaje realizado en el lugar del crimen. Si no fue él quien
realizó los disparos, fueron sus hombres. No hay duda.
-Además
-continuó Pieterf-, este hombre conoce todos los entresijos delictivos del SSD.
A través de él podremos conocer quién mato a William y también, con toda
seguridad, quién ordenó su muerte y por qué.
-Bien,
esto está hecho y ya no hay vuelta atrás -terció Margaret- Pero, ¿estás
dispuesto a dejarle morir de inanición si no habla?
-No
te preocupes, hablará mucho antes de que eso suceda. No ha de pasar una semana
sin que me aviséis de que ha decidido hablar. Seguro que habría aguantado el
dolor de una tortura, por violenta que fuera, solo por orgullo y tozudez, pero
ahora está a solas con su pensamiento que le está machacando la voluntad,
introduciendo en él, minuto a minuto y hora tras hora, la duda de si merece la
pena ceder su vida a cambio de mantenerse fiel a un jefe, que quizás aborrezca.
Con
pocas palabras más, se cerró el debate abierto por Bob. Pieterf se despidió y
al estrechar la mano con Margaret, sucedió algo singular. Ésta sintió una
especie de escalofrío o estremecimiento que recorrió todo su cuerpo. Era la
primera vez que se daban la mano y su contacto le había traído sensaciones que
no había sentido desde la muerte de William.
Algo
especial notó Bob en el cálido saludo y, sobre todo, en el rubor que encendió
las mejillas de Margaret, porque, en cuanto salió Pieterf, musitó:
-Hay
algo que no me gusta en este hombre.
-Pero,
Bob ¿todavía sigues desconfiando de él?
-Llámame
agua fiestas si quieres, pero te digo que esta clase de gente no es de fiar.
Quién te asegura que Pieterf no esté jugando con nosotros, para usarnos, en un
momento dado, como moneda de cambio ante sus antiguos y canallescos jefes, y
conseguir así su dispensa.
-No
puedo creer que pienses eso en serio...No estarás celoso ¿eh?
-¡Dios
mío! ¡Estás celoso! -exclamó con alegre sorpresa Margaret, al ver el gesto
evasivo de Bob, que no pudo evitar desviar la mirada ante su trivial pregunta,
hecha sin el menor asomo de malicia. En seguida, fue hacia él y le rodeó con
sus brazos, en un cariñoso gesto, tratando de mostrarle el mucho afecto que le
tenía.
-Pero
hombre Bob, tu sabes que eres mi amigo del alma. Nada ni nadie podrá con
nuestra amistad. Vamos, alegra esa cara y prepárate un trago, que te voy a
cocinar la mejor cena que hayas probado en muchos días.
Con
una agradable velada entre los dos amigos, terminó aquel convulso día.
En
España, la vida se le complicaba a Rodríguez. Había recibido una llamada
urgente del comisario Casado y en ella le adelantó que había problemas con el
informe de su actuación en Estados Unidos.
-¡Pero
qué leches pasa con mi informe, jefe! -exclamó Rodríguez, bastante alterado,
tan pronto llegó al despacho del comisario- Todo estaba bien documentado, con
muchos papeles originales y copias de asientos, órdenes de pago y movimientos
de cuentas. Vd. lo vio, comisario: había allí tela marinera.
-Parece,
por lo poco que me han dicho, que en la Fiscalía General quieren saber cómo se
obtuvieron esos datos y necesitan el testimonio de la señora Fuster y la autentificación
de algunos otros documentos por la Fiscalía americana o, al menos, por la
Policía de Nueva York.
-¡Me
cagüen la leche! ¿De dónde sacan a esa mujer? Yo le prometí que quedaría al
margen y ni siquiera la he nombrado en el informe. Además, ¿qué coños hay que
autentificar? Están allí bien puestos los nombres de los Bancos, agentes y
oficinas de negocio, además de nombres, firmas y direcciones. Solo tienen que
verificar los datos de la documentación.
-No
te hagas mala sangre Rodríguez. Esto es algo que se veía venir. En esos papeles
aparecen nombres de aforados, financieros de renombre y gente con mucho poder
económico y político. El caso es que he recibido una citación de la Fiscalía
General para que vayas allí, mañana mismo, a declarar. Dedica todo el día de
hoy a revisar tu declaración y a estudiar bien las respuestas que debes dar a
los puntos más delicados.
Rodríguez
pasó un día de perros. En su cabeza bullía un torbellino de ideas encontradas.
Todo el orgullo y ufana satisfacción obtenidos en la brillante resolución de lo
que él calificaba como el caso de su vida, estaba en vías de esfumarse y, en su
lugar, aparecía el fantasma del descrédito y de la reprobación. Seguro que aquella
condenada llamada de la Fiscalía General no auguraba cosa buena.
Así
fue. Al día siguiente, Rodríguez regresó de la sesión declaratoria herido en lo más hondo de su amor propio y,
sobre todo, en su orgullo profesional.
-¿Cómo
ha ido la cosa? -preguntó el comisario inquieto, al ver llegar a su agente con
muy mala cara.
-Muy
mal, jefe. Me han tratado como al peor de los delincuentes. El Teniente Fiscal
Inspector y tres de sus secuaces me han acribillado a preguntas de lo más
estúpido e impertinente. Se diría que les importaba un pito la materia
delictiva de la documentación y que solo les interesaba saber cómo la había
obtenido. Al cabo de un par de horas de continuo interrogatorio me han pillado
en un par de renuncios, que les ha servido para insinuar que todo aquello era
un complot urdido por algún grupo político, en el que yo tenía arte y parte.
-¡No
me lo puedo creer! -exclamó el comisario, indignado.
-Pues
créalo, jefe. Mucho me temo que van a considerar ilegal la obtención de las
pruebas. Como mucho investigarán aquellos casos que no les den quebraderos de
cabeza para cubrir el expediente. De hecho, han emitido una orden internacional
de búsqueda de la Sra. Márgara Fuster. Claro que van listos si esperan
encontrarla.
-Y
a ti, qué te han dicho.
-Ah,
sobre mí han dicho que ya tendré noticias. Pero les va a salir un grano. Esta
gente no me vuelve a tocar las pelotas. Aquí tiene mi credencial, la placa, el
arma y mi renuncia escrita. Me voy.
-¡Pero
hombre, Rodríguez, cálmese y no tome una decisión en caliente de la que pueda
arrepentirse más tarde! Yo hablaré con la Dirección General y seguro que
encontraremos el modo de protegerle de cualquier intento de implicación.
-Que
no, coño, que no aguanto yo esta desvergüenza. Y lo siento por Vd. que me cae
muy bien, de verdad, pero me han destrozado un trabajo excelente y no voy a
tolerar que esto se vuelva a repetir.
Fue
así como Rodríguez, un peculiar pero valioso agente, dejó el Cuerpo Nacional de Policía.
¡Ya era hora! Nos tenéis olvidados
ResponderEliminarPaciencia. Todo se andará
EliminarCada vez más emocionante!
ResponderEliminar¡Ya nos has dejado otra vez con la mosca,
ResponderEliminarPido disculpas, pero estos personajes son muy difíciles de manejar. ¡No se dejan!
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