martes, 20 de febrero de 2024

Nº 65.- La Vida Rural en los años 40 del Pasado Siglo


                                            Nº 65.- LA VIDA RURAL EN LOS AÑOS 40



Arbaniés, pueblo del Somontano de Guara. Vista actual.

 

Mis primeros recuerdos infantiles están íntimamente ligados a los días que, con suerte, hoy, a mis muchos años, lo sé, pude disfrutar durante mis frecuentes estancias en el pueblo de Arbaniés, donde vivía mi abuela paterna Silveria, viuda, junto a mi tía  Ángeles, soltera

No es de extrañar que así sucediera pues aquellos azarosos viajes al pueblo -en aquel tiempo las vías de comunicación y los medios de transporte no se parecían, ni en sueños, a los de hoy-, suponían para mí la mejor de las aventuras.

 Era como sumergirme en un mundo desconocido y fantástico, donde todo era diferente a lo que yo conocía, y donde la más completa y auténtica libertad venía a sustituir las prolongadas etapas colegiales, llenas de disciplina,  horarios y obligaciones.

 No menos gratificante era liberarme del canguelo diario que suponía la constante amenaza de recibir una buena chata, coscorrón o palmetada del maestro -cursé los estudios primarios en la Normal, y normal eran estas licencias en aquel tiempo y lugar -las letras con sangre entran-, por el motivo más atípico, inesperado e incontrolable. Pero sobre todo, debo confesarlo, lo que más me complacía era el cariño y mimo que mi abuela me dispensaba, haciendo patente, en cualquier circunstancia, la consideración de nieto preferido y haciéndome sentir el infantil orgullo de ser su ojito derecho.

Era por entonces Arbaniés un pueblo de recias gentes, apegadas a la tierra y su duro laboreo, situado en una pequeña elevación en el centro de una comarca, al pie de la Sierra de Guara, y a unos pocos kilómetros de Huesca, puede que unos dieciséis, pero que, en aquellos tiempos, representaban una distancia considerable, más en su forma de vida, habla y costumbres, que en su misma dimensión física.

 Partiendo de Siétamo en el sentido de las agujas del reloj, se encuentran a su alrededor, a distancias de entre seis y tres kilómetros, los pueblos de Bandaliés, Ayera, Sipán, Loscertales, Coscullano, Aguas, Ibieca, Liesa y, algo más cerca, Castejón de Arbaniés. Tuve la ocasión de visitar a casi todos ellos en ocasiones y por motivos diversos, durante períodos de tiempo más o menos largos. Cada uno gozaba de sus propias peculiaridades. 

El pueblo de Arbaniés se asienta sobre una elevación de un breve y accidentado llano, entre el río Guatizalema y el barranco de La Ripa. Su antigüedad se remonta más allá del año 1100, fecha en la que se tiene la primera referencia escrita.

Aunque, soy de la opinión de que su fundación debió ser muy anterior. Basta contemplar los olivos milenarios, al pie del camino cercano al pueblo, para darse cuenta de que estas tierras debieron estar habitadas desde mucho antes, quizás en la época romana.

 Dispone de una interesante iglesia de airosa torre y estilo románico del S. XII, dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles. A unos 50 metros de ella hay una ermita, construida en 1850, bajo la advocación de San Silvestre. Delante de ella había una balsa rodeada de juncales, donde, con frecuencia, acudíamos los zagales para apedrear a las gallinetas, una especie silvestre de ave migratoria, que acudían a remover el limo, para llenar  su  buche, en  un  respiro  de  su  largo  viaje.

Ambos edificios se encuentran en el extremo sur del pueblo. En mi época, vivían allí alrededor de 180 personas. Se tiene constancia de que el año 1495 había  22  casas  habitadas (22 fuegos escriben) Yo supongo que en la actualidad se encenderán bastantes menos.

Cuando lo conocí, coexistían de mala manera dos tiendas, situadas cada una en un extremo del pueblo. Filemón era el nombre de uno de los dos tenderos y Ramón el del otro.  Rivalizaban ambos, más que en precios, en roña y pretez, manteniendo constantes conflictos con las mujeres, a cuenta del sistema internacional de pesas y medidas. Ya que a menudo variaban misteriosamente sus equivalencias con las normas.

No es que fueran malas personas. Seguramente su roñosería provenía de la situación general del momento, pleno de estrecheces y de radidos márgenes.

Eran dos personajes dignos de ver. El Filemón orondo, apacible, parlanchín y sonriente, propietario de una gran casa y amplia tienda con múltiple artículos a la venta. Por el contrario,  Ramón, enjuto, aguda mirada de rapaz, serio y parco en palabras, con tienda y  propiedades mucho más reducidas,

Cuentan, que el Filemón tuvo la primera olla a presión del pueblo, para escándalo del personal. Creo que si esto hubiera podido suceder siglos antes, nadie le hubiera salvado de acabar sus días en el potro o la hoguera.

El caso fue, que el siniestro artilugio aquel tuvo una vida muy corta, pues sucedió en su primera cocción que, al pitar la válvula, por causa de la salida del vapor, el hombre pensó que aquello iba a explotar y no se le  ocurrió otra cosa que abrir precipitadamente la olla, resultando las acelgas que cocía estampadas en el techo y él con el espanto metido en el cuerpo pa cutio.

También había escuela, horno de pan, herrero, albañil, esquilador, barbero, que ejercía además de practicante y casa de cura con titular habitándola. El médico que vivía en Huesca, asistía, en el mismo día,  a  Bandaliés, Sipán y Ayera, conduciendo una moto.

Mi abuelo, que yo no conocí, era tejedor, pero con su muerte desapareció el oficio, ya que mi padre, único hijo varón, no quiso seguir la tradición familiar. El telar quedó en el taller tal como él lo dejó a su muerte.

Nadie lo volvió a tocar.  Yo siempre lo conocí así, las pocas veces en las que mi abuela abría aquella puerta, siempre cerrada con llave, y conseguía meter dentro mi curiosa mirada, desde su umbral.

Casi la totalidad de las casas estaban construidas de piedra y tapial, datando del s XIX las más modernas, aunque la mayoría contaban con varios siglos más. Solo muy pocas construcciones auxiliares recientes eran de ladrillo, contrastando su colorido con el apagado gris de la piedra arenisca del resto.

La disposición de las casas era muy simple y racional, y que, dada la situación de recesión demográfica habida en todos estos pueblos, no habrá variado demasiado de lo que yo conocí.

Una veta de piedra, a modo de muralla, de uno a dos metros de alto por tres de ancho, cerraba completamente la zona Norte, constituyendo, en su parte superior, una vía natural de paso y proporcionando, al mismo tiempo, la posibilidad de realizar un agradable paseo. Desde él, se podía admirar la hermosa vista que se extendía, sin obstáculos, hasta la imponente mole de la Sierra Guara, que marcaba una “línea del cielo” de incomparable belleza

La parte sur estaba ocupada por la iglesia, su plaza y, cerrando el pueblo, la calle que la cruzaba de Este a Oeste.

El lado oeste se limitaba con la calle del Coso, donde yo vivía, discurriendo en dirección norte a sur. La misma situación se producía en el costado este.

En el centro del pueblo, se hallaba la plaza, “la placeta de en medio”, para distinguirla de la plaza  de la iglesia, cruzada por dos calles perpendiculares, que conducían a los cuatro puntos cardinales. Eso era todo.

La disparidad de criterios en la construcción de las casas y algunas irregularidades y vericuetos confería variedad y personalidad al conjunto.

Las calles eran de tierra apisonada, con algunas irregularidades, que las hacían incómodas, propiciando el tropezón, al transitar por ellas, durante la noche.

Trato de recordar algún edificio notable pero sin éxito. Creo que no  había ninguno aunque algunas casas pudieran ser ejemplo de construcción rural.

La casa de mi abuela era como ella, pequeña, coqueta, limpia y bien arreglada. Tenía todo lo que una casa de pueblo debía tener, aunque a escala reducida. Como la familia era corta, ella y su hija, todavía sobraba. Solo durante las fiestas, a las que acudían mis padres, hermanos y algún otro pariente de los pueblos cercanos, se llenaba. Tenía un nombre: casa  Tejedor, “do Tichidor” decían los mayores.

Por alguna razón que nunca supe, al finalizar la Guerra Civil, durante la cual, mi abuela perdió la fonda, que tenía en la Plaza del Navarrico en Huesca, de un bombazo y al marido de muerte natural, propiciada por un terrible suceso, acontecido durante aquella cruenta guerra, le fue concedida la venta de tabaco, con cartilla porque estaba racionado. Así que también era conocida como o  Estanco”.

La vida en la casa giraba alrededor del hogar, que disponía de dos bancos de piedra, uno a cada lado, una hermosa cadiera con mesa abatible y una no menos hermosa y esbelta chimenea. En la madera que remataba su parte izquierda, mi abuela marcaba cada año mi altura con un clavo. A juzgar por la escasa dimensión de las primeras marcas debió iniciar la cuenta sobre mis tres primeros años.

La mesa, al desplegarse, formaba con la parte derecha de la chimenea un rincón casi cerrado. Era mi lugar preferido.

No había luz eléctrica ni agua corriente. Menos aún alcantarillado.

Se disponía, eso sí, de un amplísimo retrete: el corral. Algunos pocos súper pudientes, con galería sobre el mismo, tenían instalada en una cabina, un asiento de madera con un agujero en el centro por el que, gracias a que Newton había ya descubierto la fuerza de la gravedad, caían los olorosos residuos humanos. Era un procedimiento más cómodo pero menos discreto. Al estar en alto todo el mundo estaba en condiciones de conocer cuándo, cuánto y el qué obraba el sujeto.

Había en la casa dos estancias muy especiales, que tenían la máxima importancia para el buen desarrollo vital de la vida familiar.

Eran la bodega y el granerico.

La bodega era como el sancta sanctórum de la casa. La misma entrada en ella tenía algo de místico y, para mí, hasta misterioso. El ambiente en ella era fresco y aireado y se mantenía siempre en penumbra. Estaba situada en la parte más fresca del edificio. Daba al patio, junto al taller del telar y  estaba   escasamente   iluminada  por  un  diminuto  ventanuco  sin  cristales, orientado al norte, que se protegía con una malla mosquitera.

Existía, pues, en el pueblo la costumbre de mantener la bodega en casa, a diferencia de lo que pude comprobar más tarde en otros pueblos de Castilla y algunos lugares de La Rioja, donde se construían excavadas en la tierra en colinas y zonas fuera de las viviendas. La razón es obvia. Nuestras viñas eran mucho menos extensas que las de lugares más llanos. 

Siempre se mantenía cerrada con una vuelta de llave, aunque esta permaneciera siempre puesta en la cerradura. En su ancho umbral, reposaba el botijo, refrescándose, siempre dispuesto para que quien quisiera decidiera echar un trago de su fresca y saciante agua

La bodega era algo mucho más que un mero almacén de vino. Y no deseo, con esto, restarle importancia a ese menester, que la tenía  y  mucha.  Sin embargo, era además el sitio donde se guardaban todos los elementos cárnicos y por tanto perecederos.

Junto a los toneles del rico néctar de la uva, se guardaban todos los productos del mondongo: chorizos, longanizas, morcillas, tortetas y lomos, además de pancetas, costillares, faldas y jamones, colgados en ganchos del techo.

En grandes tinajas, unas con aceite y otras con mezclas de vinagre y especias para formar el adobo, se guardaban, por más tiempo, tortetas, chorizos, carnes de cerdo, cordero, caza (conejos, perdices y codornices) y quesos.

Se almacenaba allí el aceite cosechado para casa y también unas buenas cestas de olivicas, ya curadas al rigor de la helada, con sosa.

Y también el vino. Era este un excelente vino de sol y boira, con grado, que envejecía bien aumentándolo, a la par de su potencia y delicioso sabor.

De joven era sabroso y alegre y con los años potente y señorial.

Costumbre generalizada era la de llenar un barril en hechos señalados, por ejemplo el nacimiento de un hijo. De él se solía extraer cada año un par de botellas (por Santa Águeda creo) que eran repuestas con vino del año.

Así se mantenía “la madre” hasta que se abría definitivamente el tonel, para la celebración de una nueva y feliz conmemoración, que bien pudiera ser el casamiento de aquel hijo que dio lugar, con su nacimiento, al llenado del preciado recipiente.

Recibir, cómo regalo, alguna de estas botellas era señal de distinguido aprecio y asunto de mucho agradecer.

El granerico tenía también una misión muy definida e importante.

A diferencia de la bodega estaba situado en la parte alta de la casa, en zona bien seca y soleada, iluminada por una ventana situada al este.

Allí se guardaba el grano (trigo, cebada, ordio y panizo) destinado al consumo diario de personas y animales. También la harina para amasar  el  pan.  Y  el  mismo  pan,  alimento indispensable y hasta santificado en aquellos tiempos y lugares.

Recuerdo como mi abuela hacía una cruz, con la punta del cuchillo, en la base de la hogaza de dos moños, antes de darle el primer corte. Después se cortaban en hermosas y blancas rebanadas. Todavía me parece escuchar ahora, su reconvención al dejar algún mendrugo de pan sin comer en el plato:  “Niño, el pan ni se deja ni se tira, que es pecado”.

Era además el lugar más adecuado para almacenar las frutas puestas a secar, uvas,  ciruelas e higos, que se colgaban de cañas, dispuestas de forma horizontal cerca del techo.

Las conservas de hortalizas, tomate, pimiento, pepino y toda suerte de mermeladas y confituras se almacenaban en cambio en la bodega.

Allá arriba se podían ver los sacos bien dispuestos y ordenados de almendras, nueces, judías y lentejas. Otros más pequeños contenían el arroz, los garbanzos, la sémola y otros alimentos sólidos, junto a varias canastillas de huevos, tortas de aceite y caja, empanadicos y rosquillas,

En el comedor, junto a la puerta de entrada del granerico,  había un armarico empotrado en el muro, siempre cerrado con llave, pero puesta también siempre en su cerradura. En él se guardaban los licores, el azúcar, el café, las gaseosas de sobre, el chocolate, un paquete de galletas María y algunas otras laminerías, carameletes y pastetas, de especies varias. Se hallaban “a mano” o disposición para ser ofrecidas a cualquier visitante que diera en llegar, fuera quien fuese y sin depender de la razón que le trujera por allí.

La hospitalidad era un sentimiento innato en aquellas gentes, que se materializaba, de inmediato, tan pronto alguien llegaba a la casa.  

Aunque de mis anteriores relatos pueda desprenderse que la vida en el pueblo era poco menos que paradisíaca, esta afirmación quedaría muy lejos de la realidad.

La vida allí era dura y a veces muy dura, a pesar de que el hábito, el tesón y la acomodación al medio, la hicieran tolerable.

Toda la obtención de bienes descritos requería de un esfuerzo notable, realizado con escasos medios mecánicos y en un marco climático riguroso.

Solo llegué a conocer la siega y trilla, al coincidir con mis vacaciones escolares. Ambos trabajos resultaban a cual más penoso.

Existía la máquina segadora, pero la mayoría de las fincas eran de pequeña y mediana extensión, dada la quebrada orografía de aquellos lugares cercanos a la Sierra. Lo más común era realizar la siega con hoz o guadaña, llamada allí  dalla.

El trabajo con la guadaña era algo más llevadero que el de la hoz, Con esta, la siega debe realizarse agachado, al tener que cortar la mies lo más cercano posible al suelo, con gran exposición de la espalda a toda suerte de lesiones. No era extraño ver a gente mayor encorvada.

La mies cortada se ata en manojos. Estos se aparejan en fajos, que se atan con bastas cuerdas, trenzadas de paja, llamadas fencejos. Apilados en pequeños grupos forman las gavillas. Detrás de los segadores, siguen las  espigadoras, que van recogiendo las espigas caídas durante la siega. Se trataba  de no perder un solo grano de trigo.

El trabajo de la trilla era algo más complejo y de jornada más larga, La primera era de sol a sol y esta comenzaba antes de aparecer el astro rey y finalizaba mucho después de ocultarse.

No había iniciado su desafiante canto el orgulloso gallo, ni aun conseguido vencer los infinitos rayos del sol, en la madrugada, a las apretadas tinieblas de la noche, y ya mi tío Constantino y yo estábamos en pie, listos para iniciar la faena.

Él se echaba al coleto una copichuela de Cazalla de la Sierra acompañada con una buena rebanada de pan, mientras que yo emparentaba aquel pan con dos gruesas onzas de chocolate, de aquel que, aún rechinando en los dientes, por el azúcar mal diluido y por la escasa molienda, se me hacía delicioso y reconfortante.

Se aparejaba la galera, carro de cuatro ruedas, con el macho de guía y el caballo percherón en las varas.

Dinantes se colocaban los seis altos pinchos, cuatro en cada esquina y dos al centro, e iniciábamos la ida al campo, para recoger la mies y llevarla a la era. Más o menos, entonces,  el alba dejaba adivinar los primeros rayos de sol, que pronto trocarían el frescor de la mañana, en inclemente sofoco del insoportable calor del mediodía.

Dimpués de carriada la mies, se extendía la pallada en la era, para secarla, se aparejaban los trillos y empezaba la operación de la trilla.

Había dos clases de trillos, los de cuchillas giratorias de acero que hacían las veces de ruedas y los de arrastre, cuyo elemento cortante lo constituían unas piedras afiladas de pedernal incrustadas en la plataforma de madera del trillo. 

La conducción de estos últimos, al ser lenta, estaba reservada, casi siempre, a los chicos y a las mujeres y era frecuente colocar una silla encima para mayor comodidad.

Tiraban de él bueyes o borricos yendo al paso. En  los  de  cuchillas  se  ponían machos o caballos que trabajaban al trote, manejados por los hombres. Se hacía necesario el trabajo combinado de ambos. Uno reducía rápidamente el volumen de la parva y el otro desgranaba el trigo de las espigas.

Se iniciaba el trabajo con la mies entera y era el momento de mayor gozo encima del trillo, pues este se balanceaba como navegando en un mar de espigas. De vez en cuando se interrumpía el trabajo y con las forcas de cantornar se removía la pallada, especialmente en los cantos, donde peor llegaban los trillos y más se desparramaba la mies.

A mediodía se hacía un alto, durante un corto periodo de tiempo, para comer un frugal almuerzo.

Por lo general se trataba de salmorrejo (allí con dos r) en fiambrera, en el que nadaban pedazos de tortilla de pan, longaniza, costilla de cerdo en adobo y un huevo escalfado. El refrigerio se hacía  debajo de una noguera frondosa y fresca que daba sombra a la entrada del pajar. Después de unos cuantos tragos del rico vino de la bota, se reanudaba el trabajo.

Así seguía hasta bien entrada la tarde, cuando ya el grano se veía suelto y la paja corta. En ese momento se amontonaba la parva con la rasadora, especie de tablón con mango sujeto a la caballería con un ramal, con el que un hombre, subido en ella, iba recogiendo la mies, guiando al mismo tiempo al animal hasta el montón que, de esta manera.  se iba formando.

Dos cosas me encandilaban de la trilla: manejar el trillo de cuchillas por la velocidad que imprimían los caballos y la sensación de navegar con él. El otro era subirme a la rasadora.

Ya comenzaba a llegar la brisa de la Sierra, cuando se iniciaba el proceso de aventau. Con forcas primero y palas de madera después, se echaba al aire la mies trillada, separándose por este medio la paja del grano, mezclado, todavía, con pequeñas partes sin desgranar. Aún faltaba cribar el resultante, para dejar el grano completamente limpio. Finalizado esto se medía en celemines, medida de capacidad tronco cónica de madera, de 4,625 litros y se envasaba en sacas molineras.

También se solía medir el grano en fanegas, medida de 42,5 kilos, equivalente a 12 celemines,  dimensión que variaba de una región a otra.

En una ocasión, actué de árbitro entre mis dos tíos, sobre la forma del reparto, lo que me llenó de orgullo y satisfacción. Había que hacer tres partes, una para cubrir los gastos y las otras dos para repartirlas. Uno de ellos quería hacer dos partes y luego sacar cada uno la correspondiente cuota de gastos, según el porcentaje acordado.

El otro prefería el primer método. Apliqué álgebra y demostré lo evidente: que los dos procedimientos daban idénticos resultados.

Por vez primera, me di cuenta de que tenían alguna aplicación práctica los oscuros principios de matemáticas, que Don Félix, en el colegio de San Viator de Huesca, trataba de meter en nuestras rebeldes y duras molleras infantiles, con más dedicación y tesón que éxito.

Un solo carro, tirado por un caballo, era suficiente para llevar la cosecha del día al granero.

El animal obedecía con precisión las órdenes del conductor: güesque = izquierda, vinasí = derecha, pasallá = de frente. Estoy convencido de que las voces de so y arre no necesitan traducción.

Alguna impúdica imprecación o blasfemia eran también necesarias, y de frecuente uso, para animar a las caballerías a superarse en su esfuerzo.

En uno de estos transportes, viajes se llamaban, sufrí un incidente que pudo costarme muy caro.

Había que subir una empinada cuesta, para acceder a la casa donde se encontraba el granero. Pero el descarnado suelo de la calle estaba empedrado con gruesas piedras irregulares que, con frecuencia, atascaban las ruedas del carro.

En esos casos, era necesario ayudar al caballo, tirando de él y. al mismo tiempo, empujar al carro desde atrás. El tío José iba delante, tirando del caballo, mientras que el tío Constantino y yo empujábamos detrás, haciendo fuerza sobre radios de las ruedas traseras.

Sucedió el atasco y empujamos lo más fuerte que pudimos.

De pronto, el caballo venció el obstáculo y dio un brusco salto hacia delante. Yo, que estaba empujando con todas mis fuerzas, caí  delante de la rueda, impulsado por la inercia de mi propio esfuerzo.    

En décimas de segundo, vi como la rueda se acercaba a mi cara sin yo poder evitarlo, pues me encontraba allí inerme, con la pared de la casa pegada a mí, sin poder reaccionar, ni punto de apoyo para hacerlo.

En la última fracción de segundo, sucedió como un milagro. El carro resbaló lateralmente en una gran piedra y su rueda derecha pasó a milímetros de mi flequillo, sin producirme el más leve rasguño.

Nadie se dio cuenta del suceso. Yo me levanté asustado, pero nada dije. Hoy todavía me estremezco al recordarlo. Por primera vez, vi la fea faz de la muerte. A lo largo de mi vida, la volví a ver en más ocasiones.  

A las duras condiciones de trabajo, había que añadir los rigores del clima. El intenso frío en invierno, con sus interminables boiras, heladas y nieves venía a penalizar las tareas invernales. Mientras que el agobiante calor en verano, con sus terribles y peligrosas tormentas, causantes de destructoras riadas, pedregadas y de no pocas muertes,  eran sucesos habituales, en las jornadas estivales.

A este duro cuadro climático, habría que completarlo con las innumerables enfermedades, que asolaban a la población, en aquel tiempo y lugar. 

El calor era insoportable en verano, desde antes del mediodía, hasta caer el sol. En el monte siempre existía la posibilidad de paliar aquellos rigores, con la ayuda de la brisa de la montaña o la sombra de algún árbol, pero en el pueblo aquello era imposible.

El reflejo de las recalentadas casas y los campos adyacentes ya segados, lo convertían en un brasero incandescente. En esas horas, puertas y ventanas se cerraban y solo acuciados por necesidades perentorias, la gente abandonaba el oscuro frescor de la casa, para aventurarse por las calles, en las que parecía que el sol, en vez de enviar rayos luminosos, hacía caer pedazos derretidos de su propia esencia.

Cierta tarde, no  recuerdo  cuándo  ni  a  qué  Santo  Patrón  se  invocaba, me vinieron a buscar los zagales para cumplir con una tradición, por cuya causa, los chicos de mi edad salían a pedir huevos para el mosen, casa por casa, por todo el pueblo.

La sensación de sofoco era insoportable, no solo por el infernal calor en sí, sino también, por el inmenso resplandor del sol, funcionando a tope, cegando a la par que abrasando. Finalizada la colecta, regresé a casa semiconsciente, con todo aquel sol metido en ojos y cabeza y una monumental insolación que me tuvo en cama unos quince días. Creo que mi cabeza no se recuperó nunca del todo.

De secuela y recuerdo, me quedó una dolorosa otitis que me hizo sufrir lo no escrito, hasta la primavera siguiente.

Durante el tiempo que permanecí en el pueblo, venía la Candelaria, que estaba criando, y me echaba en mi dolorido oído leche de su teta. Se creía que aquello curaba, pero en mí, al menos, no surtió efecto.

Durante todo el invierno, estuve sometido a las crueles curas de un sanguinario otorrino (espero que Dios tenga a bien hacerle purgar todo aquello) y ya, un sábado de un mes de primavera, la cosa hizo crisis y amanecí con una inflamación detrás de la oreja., del tamaño de un huevo,

El “artista”, nada más verlo, dijo que tenía que quedar ingresado para hacerme una trepanación inmediata. Ese día me acompañaba a la cura mi padre y armó un escándalo como nunca antes, ni tampoco después, presencié.

Le dijo que nunca volvería a tocarme. Y aquel hombre, herido en su orgullo, gritó: “El lunes vendrá Vd a rogarme que opere a su hijo y entonces yo no querré”.

Aquello no sucedió y, durante ese sábado y el domingo, mi padre revolvió Roma con Santiago, hasta conseguir una cita con el Doctor Ariño, en Zaragoza, para aquel mismo lunes.

Así pues, llegamos mi padre y yo a la consulta (yo con mucho más miedo que vergüenza) y nos encontramos con un señor afable y cariñoso, el polo opuesto al estirado y antipático doctor que habíamos dejado en Huesca.

Nada más aparecer me espetó:

         -A ver, qué le pasa a este fatico -Le contamos nuestras desdichas y siguió hablándome.

         -¿Ya has estado en el Pilar?

          -Sí.

         -¿Y le has rezado a la Virgen, para que te cure?

          -Sí. 

         -Pues ya has hecho lo más importante -y comenzó a reconocerme.

No sé si aquellas palabras iban con retranca, pero a mí me parecieron sinceras, al escuchar el tono cariñoso empleado, y así las tomé

Una vez terminado el examen continuó:

         -¿Quién te ha tratado, “Fulano”, verdad?

         -Sí -le contesté con voz que no podía oír el cuello de mí camisa.

         -¡Estoy harto de arreglar desaguisados de este hombre! ¡Un día voy a subir a Huesca y le voy a dar dos hostias!

Me puso tratamiento y al día siguiente el tormento de mis dolores había cesado.

Cada día me curaba un ayudante (a él ya no le volví a ver hasta la despedida) y en una semana estaba completamente restablecido.

Este suceso me enseñó varias cosas:

Las duras condiciones de vida en los pueblos y la escasa atención médica de que disponían.

Que la fe no esta reñida con la sapiencia, ni tampoco lo está con las buenas y sencillas maneras.

Que la medicina es algo maravilloso, en manos de alguien competente, que conoce bien el asunto a tratar. Si, por el contrario, se te cruza un piernas, puedes padecer hasta llegar a morir, sin saber de qué.

Más tarde reparé, en que la mayoría de las abuelas eran viudas. En todas las casas vecinas, Catalán, Barreu y también en la nuestra, faltaba el abuelo. En casa Candelaria, habían fallecido abuela y abuelo y en casa Balsamino, ambos abuelos y el marido.

Las fiebres de Malta, el carbunco, el tifus, la disentería, el cólico miserere, los accidentes con los animales, los rayos, las enfermedades  pulmonares, al trabajar a campo abierto durante el riguroso invierno, diezmaban a la gente y producían una escasa esperanza de vida.

Es cierto, que los que aguantaban aquello, permanecían fuertes como robles, hasta que se morían consumidos de puro viejos y trabajando siempre en algo hasta el final de sus días.

 -¿Tande va agüelo, tan ligero en´a mañana? -le preguntaban al abuelo d´o Monje al pasar delante de casa.

-Men´voy ta demba, pa maigar o panizo -contestaba él,  llevando el jadico al hombro de su encorvada espalda.

El sofocante calor del mediodía remitía al caer el sol y la brisa de la Sierra, omnipresente cuando miraba hacia el norte, se abría camino hasta el pueblo, refrescándolo.

Entonces se abrían las puertas de las casa, se barrían las entradas y las zonas de calle que correspondieran, previa rugiada  con el botijo, y  sentados a la fresca en los bancos de piedra y alguna silla, si era menester, se preparaba algo de brenda que concluía en animada tertulia, hasta que la oscuridad se adueñaba del lugar. Había llegado la hora de la cena.

Para brendar había muchas opciones. Podía ser un racimo de uvas con pan, un tomate abierto con aceite y sal, una rebanada de pan regada con el vino del porrón y azúcar, un piazo de longaniza y pan, una gruesa chulla, que se iba cortando, al consumir, sobre el mismo pan con tomate. O quizás, una buena tajada de pan recubierta de mostillo, especie de caldo denso de mosto, con frutas secas, picadas en trozos.

Estas eran las habituales, pero había muchas más fórmulas que combinaban frutas y mondongo.

La noche caía, produciendo una oscuridad total. La ausencia de luz eléctrica dejaba al pueblo inundado de una negrura absoluta, densa e impenetrable, ocasionando un continuo tropezar, para los visitantes no habituados, al caminar por sus accidentadas calles.

En cambio el cielo se convertía en algo maravilloso, pues innumerables estrellas cubrían el firmamento, brillando con una intensidad nunca vista en la ciudad.

¡Cuántas veces, acostado cara a aquellos diminutos luceros, sobre las piedras de Catalán o en las de la carretera, templadas todavía por el calor del día, las contemplé admirado y me preguntaba qué habría en ellas!

Mediado agosto, el entretenimiento favorito era contar las estrellas fugaces, que cruzaban el cielo, con tanta rapidez, que había que andar listo, para no perder la visión de su paso. Todas y cada una ellas, eran acompañadas con grandes exclamaciones de admiración,.

En casa, el resplandor del fuego del hogar y algunos candiles de aceite, daban luz a las estancias. Como esos puntos de luz eran móviles, el juego de sombras, que producían, formaba un escenario cambiante, casi fantasmagórico.

Las cosas, figuras y expresiones se veían de un modo extraño que, al contemplar sus sombras en movimiento, inquietaban.

Más aún,  cuando  había  que  moverse  a  otra  habitación,  sobre  todo, si era necesario bajar al corral, para aliviarse de las necesidades fisiológicas nocturnas.     

Se corría el peligro, entonces, de que una corriente de aire inoportuna apagara el candil y te dejara ciego, tembloroso y desamparado, rodeado de la más absoluta oscuridad.

Existía un elevado riesgo de incendio, debido a los materiales inflamables almacenados, el seco entramado de madera de las cubiertas y la constante y generalizada utilización del fuego, como elemento de luz, calor y combustible en el fogón. Este latente riesgo producía miedo, cuando no terror, ante la cierta probabilidad de que lo hubiera.

El incendio de una casa suponía perderlo todo de un  golpe.  Era  una  tragedia casi irreparable, de la que no se levantaba cabeza en muchos años. Hay que tener en cuenta, que casi nadie en los pueblos tenía seguro contra incendios, ni tampoco había oído hablar de él.

Tuve la triste experiencia de presenciar el incendio que se produjo en casa Candelaria. Sucedió al atardecer y aunque todos los habitantes del pueblo acudieron, para intentar apagarlo, poco se pudo hacer.

Hombres, mujeres y niños formaron varias cadenas, hasta los pozos cercanos, Pasaban, de mano en mano, cientos de pozales de agua, que otros lanzaban a las llamas, mientras los más arrojados trataban de salvar algo del interior humeante de la casa.

Se hizo de noche y las llamas, en lugar de disminuir, eran cada vez más crecidas y voraces.

Al final, la casa quedó totalmente destruida y solo se consiguió salvar a las caballerías y unos pocos enseres.

La casa se reconstruyó poco tiempo después, mejorando notablemente a la muy modesta antigua construcción. Me consta que todo el pueblo ayudó de manera notable y decisiva.

Pero durante todos los años siguientes, en los que yo acudí al pueblo, las secuelas de la tragedia estaban presentes en la precariedad de los vestidos, la seriedad de los rostros y tristeza de las miradas, de toda aquella familia.

Si el calor era insoportable en verano, no menos inclemente era el frío del invierno.

Cuando “a boira bajaba preta”, no había ropa de abrigo que remediara el intenso y húmedo frío, que calaba las prendas hasta los huesos y entraba por los resquicios de puertas y ventanas, algo desvencijadas por lo general, al tiempo que cubría también árboles, matojos y tejados, con blanca pátina de fino hielo.

Rara vez nevaba, pero cuando lo hacía, cuajaba pronto y formaba enseguida una espesa capa que, en cuanto cesaban de caer los últimos copos, era hollada por la chavalería, en un incesante batallar bullicioso, que no encontraba fin.

Por lo general, los temporales duraban poco y al día siguiente, solía salir un sol espléndido que, reflejado en la nieve recién caída, daba al pueblo un  blanco colorido, radiante y luminoso, a su vez.

Aquellas mañanas eran especiales. La gente salía de sus hogares, saludándose, a voces alegremente, de casa a casa. Con palas y espuertas, limpiaban los alrededores de sus portales. Otros carriaban troncos, jarmientos o mandiles de paja para los animales.

Los rítmicos golpeteos de alguien haciendo leña se fundían con el diálogo de un par de gallos, que rivalizaban en potencia de su canto, con el cacareo alegre de una o dos gallinas, tras su puesta, formando una pintoresca y alegre música de fondo.

Muy pronto, se  extendía  por  las  calles  el  aroma  de  la  leña  recién  cortada,  oliendo a resina y bálsamo al arder, y sobre él, los sabrosos efluvios de las tortetas, longanizas, chorizos y tocinos, friéndose en el generoso fuego del hogar, para componer el primer almuerzo mañanero, de la mayoría de la gente del pueblo.

En las casas, el fuego del hogar se encendía temprano y, a diferencia del verano, no se apagaba hasta la hora de acostarse.

Al entrar en las cocinas, se agradecía el cálido ambiente de los hogares, donde gruesos troncos y tizones ardían e irradiaban su agradable calor reparador.

La mayor parte del tiempo libre, no había tanto, pues no faltaban cosas que hacer en la casa, a pesar de ser invierno, se vivía junto al hogar. En las demás habitaciones, hacía el suficiente frío como para disuadir a cualquiera de permanecer en ellas, más allá del tiempo imprescindible para realizar el menester debido.

Recuerdo el intenso frío que reinaba en las alcobas. Aquellas sábanas mordían al entrar en ellas. El hecho mismo de desnudarse era ya un ejercicio de valentía sin par. 

Había un procedimiento para paliar estos efectos, que consistía en pasar, por entre las sábanas, un artefacto parecido a un brasero, con mango, que se utilizaba en los días más rigurosos, cuando la boira apretaba, o cuando se sucedían las fuertes heladas .

En esos días, me arrojaba a la cama, tal cual, de un buen salto, acurrucándome bajo las recias mantas, tiritando largo tiempo, hasta lograr entrar en calor y poder conciliar el sueño.

Y resultaba que, cuanto más frío hacía, mejor se recibía la cálida y  flameante caricia del fuego del hogar, al entrar en la estancia donde se hallaba, tras cualquier labor o menester, realizados fuera de ella.

Debajo de la cadiera, siempre había un retén de leña, un manejo de jarmientos y unas matas de aliagas, para avivar el fuego, haciendo una buena chera, cada vez que alguien llegaba a casa.

Era el recibimiento habitual, que se completaba con un trago de vino, un vasito de moscatel o una copa de Cazalla de la Sierra, según el género o apetencia del visitante.

El hogar comunicaba con la jarmentera, lugar destinado para almacenar la leña. Daba al corral, estaba situado encima de la cuadra y orientado al sur. Por mucho frío que hiciera, en cuanto salía el sol, allí se estaba resguardado y en la gloria.

Con frecuencia, después de comer, mi abuela y mi tía salían a ella, colocaban un par de sillas bajas sobre los prietos fajos de leña y mientras una leía su breviario (mi abuela dedicaba varias horas al día, mañana, tarde y noche, en leer aquel libro y también la Biblia), la otra cosía o remendaba.

En ocasiones, hilaba lana, dándole a la rueca con tal maestría que yo, maravillado, no quitaba ojo de aquella curiosa operación. Pero por lo general, yo solía andar haciendo equilibrios, enredos y morisquetas, saltando al corral y espantando a las gallinas, subiéndome a la tapia y gateando por ella, ante el continuo susto de ambas mujeres y recibiendo su continuo y merecido carrañar.

Las fiestas del pueblo constituían los días más importantes y felices del año.

Desde la víspera (a vispra), un aire de fiesta se adueñaba del lugar y parecía como si un resplandeciente halo lo envolviera, con el presagio de la llegada de otro feliz año más y de acontecimientos alegres, para gozar en familia, con las amistades y con el conjunto de la comunidad.

Había dos fiestas. La Mayor, que se celebraba en la festividad de la Virgen de Agosto, durante tres días. Y la Pequeña, en invierno, festejada en el día de San Silvestre, con solo uno o dos de celebración.

Yo asistía a ambas, ya que por suerte coincidían con las vacaciones de verano las primeras y las de Navidad la segunda.

No había demasiada diferencia de festejos en ambas. Solo el clima y la localización del baile, que para la Virgen se hacía al aire libre, en el trinquete de al lado de la iglesia, y para San Silvestre, en un local cerrado, antigua cuadra, de casa Filemón.

Los actos de celebración de la fiesta eran pocos y muy sencillos: Procesión y Misa cantada dedicada a la Virgen en la iglesia a N. S. de los Ángeles, vermú después de misa en el bar, extensa comida y  sobremesa de todavía mayor extensión, y finalmente el baile.

En alguna casa se preparaban discretas timbas nocturnas de guiñote o subastau.

Por aquellos tiempos, el juego estaba prohibido, pero por lo que yo alcancé a ver en esas tierras, ya fuese porque la autoridad, en caso de que esta existiera, diera en pasear la vista gorda, o bien, porque se permitiera este exceso durante la fiesta, el caso es que nunca faltaba una buena partida, para entretener a los tahúres del pueblo, que solían terminarla con el alba y con algún que otro amplio y penoso roto en el bolsillo. 

Y eso era todo.

Al sonar el toque de ultímas acudía la gente a misa, tocada de sus mejores galas. Los hombres mudaus con sus trajes negros y camisas blancas. Las mujeres, en especial las mozas casaderas, exhibían sus vestidos nuevos. Los mozos, bien repeinados y con el pelo chupido de agua, para intentar domar las rebeldes greñas de su habitual incompostura, se pavoneaban mostrando sus nuevos, o heredados bien planchados, trajes marrón teja o azulina brillante. En ellos, nunca faltaba un impecable pañuelo blanco, asomando al bolsillo superior de la americana. Los zagales también aparecían, milagrosamente, limpios y peinados, aunque para estos no hubiera líquido capaz de ablandar las punzantes crestas de su hirsuto cabello. Por algo se les conocía a los habitantes de Arbaniés como cerrudos

Los forasteros que acudían a los festejos ponían una nota de colorido e insólita elegancia y animación en ellos. Venían de Huesca, de los lugares vecinos y también de algunos mas remotos, para aquel tiempo, como Cataluña.

A esta región emigraba, desde hacía muchos años, bastante  gente  del pueblo. Se daba la circunstancia de que, en Barcelona, había un jefe administrativo de unos  afamados  laboratorios farmacéuticos, hijo del pueblo, que reclutaba, en ellos, a todo arbaniense  que quisiera emigrar hasta allá.

Era gente más refinada que traía con ellos vestimentas, maneras y acentos extraños al lugar.  Era el caso de Eugenio, mocé algo mayor que nosotros, que acudía a las fiestas con su familia en casa do Monje.

Pronto se hacía con el mando y el protagonismo de la cuadrilla. A mí siempre me pareció demasiado pretencioso y plomo. Por fortuna, solía permanecer allí no más de una semana o dos y, cuando se iba, yo respiraba tranquilo, sintiéndome liberado del mangoneo constante del “catalán”.

Y la fiesta comenzaba con la procesión de la Virgen conducida en andas por los mozos de reemplazo y escoltados por la pareja de la Guardia Civil. Delante el cura y los monaguillos revestidos, las mairalesas, mujeres y niños detrás y por último Monsón, un peluquero de Huesca que hacía “bolos” por los pueblos en fiestas, tocando el violín, ayudado por el saxo y clarinete de dos amigos, que amenizaban, como bien podían, el acto. Les seguían los demás hombres, acompañados, todos en tropel, por el resto de la chiquillería.

Acabada esta, se oficiaba una solemne misa cantada y un no menos solemne y escogido sermón, donde el mosen estaba obligado a lucirse, pues el personal lo juzgaba después con rigor, calibrando todos sus extremos, para decidir si era mejor o peor que el del año pasado, o qué grado de excelencia se le podía otorgar en aquella ocasión.

Dentro ya de la iglesia se iban colocando los feligreses. Los chicos delante en bancos, las niñas a la izquierda y los niños a la derecha. A continuación las mujeres en sillas y reclinatorios de su propiedad. Detrás, en un banco corrido o en el coro, se situaban los hombres, muchos de los cuales salían a la calle a fumarse un cigarro mientras el cura declamaba su sermón.

Había dos cosas que me maravillaban, en cada ocasión que asistía a esta celebración.

Eran las pinturas del ábside y la peculiar música de la misa cantada que nunca he vuelto a ver ni escuchar en ningún otro lugar.

La iglesia es obra románica y data del s.XII. Fue ampliada lateralmente en el s.XVI pero mantuvo su ábside original en donde se pintaron (s.XIII-XIV) unos preciosos frescos de transición del románico al gótico que existen todavía en la actualidad de puro milagro, pues durante la guerra civil el templo fue destinado a casa del pueblo y sus pinturas encaladas. Este hecho las salvó de la destrucción o de un mayor deterioro.

Aquellas pinturas producían en mí una sensación casi hipnótica. Las miraba y remiraba tratando de adivinar su significado que siempre acababa huyendo de mi comprensión infantil.

El otro motivo de admiración era la música. Todavía guardo en mi memoria algunas pocas notas del kirie.

A diferencia de hoy, la cantaban solo los hombres del coro, con toda la potencia que daban sus gargantas y pulmones.

Eran como gritos de jota lanzados con ímpetu cuando las venas del cuello y este mismo se hinchan tratando de alcanzar el tono y el poder necesarios que exige la bravura del tema.

Cada uno de los cantores aportaba sus peculiares timbres de voz y llegaba a los tonos que le eran factibles, de manera que se entremezclaban los agudos de unos con los graves de otros o los profundos de los demás, formando unos acordes inimaginables de una fuerza, solemnidad y belleza imposibles de narrar. Por encima del conjunto sobresalía la inconfundible voz del agüelo de casa Lloro, atiplada aunque con perfecta afinación,  redondeando la peculiaridad del coro.

Alguien me dijo que era una misa originaria de un antiguo rito mozárabe, aunque olvidada la fuente, me es imposible certificar su autoridad en la materia.

En el Aleluya, siempre me entraba la risa. No me podía olvidar de la letanía que cantaban los zagales: “¡Aleluya, aleluya! El que no mata tocino no come chulla”.

En la consagración, atacaba el maestro Monsón el preceptivo Himno Nacional al violín, ya que todavía no estaban permitidos los instrumentos de viento en la misa.

Concluida la celebración, los hombres esperaban la salida de las mujeres, componiendo un informal pasillo para poder contemplarlas adornadas con sus mejores galas, al tiempo que se organizaba entre ellos una pequeña tertulia.

Algunas jóvenes, a causa de los inusuales tacones, las irregularidades del terreno y el azoro de sentirse observadas, no podían evitar dar algún inoportuno traspié, que era comentado por los espectadores con la natural guasa.

No fue el caso de la Tomasa, brava moza ya algo coscona, que en una de estas, se le cayó la braga a los pies e imperturbable, pasó por encima, la tomó, guardó y echando la barbilla hacia delante con gesto desafiante, siguió andando sin mirar a diestra o siniestra, como si tal hecho no hubiera tenido lugar. Aquel suceso dio pie a que los mastos del pueblo tuvieron tema de conversación por largo tiempo.

A continuación llegaba la hora del vermú. Mientras las amas de casa acudían a sus fogones para preparar la gran comida festera, los hombres y los jovénes y jovénas acudían al pequeño bar para consumir cinzano con sifón y aceitunas rellenas.

Era este último un apreciado fruto exótico, puesto que nuestras oliveras daban únicamente olivas negras y bien negras y, por tanto, aquellas verdes de tan diferente  sabor,  por  fuerza  debían  de  provenir de alguna rara especie de árbol no conocido por aquellas tierras.

Esto era lo más que se podía tomar allí, pero tampoco nadie echaba en falta otra cosa. El repertorio del bar, demasiado nombre para un cuarto de dieciocho metros cuadrados, incluidos el mostrador y tres pequeños estantes con botellas, se acababa en esto por la mañana y café de puchero, anís o coñac por la tarde.

Se llegaba así a la hora del gran festín, aunque tampoco aquí había sorpresas. El menú se repetía sin variación año tras año sin que esto mermara en absoluto el placer de consumirlo.

De primero ensalada de lechuga, cebolla y tomate con olivas negras   de casa, adornada este día de fiesta grande con escabeche y huevo duro.

En segundo lugar paella con los menudos de los pollos del  siguiente plato, en la que no faltaban sus cabezas, cuellos y esgarrapaderas asomando por entre el arroz. Con toda seguridad, estas producirían escalofríos, rechazo y grandes protestas al verlas aparecer hoy en medio de una paella, pero entonces los chicos, y también algunos mayores, nos las rifábamos.

El tercer plato, el rey del menú, era un potente pollo a lo chilindrón que mi abuela cocinaba de tal manera que resultaba imposible dejar de chuparse los dedos a lo largo de toda la consumición.

Melocotón con vino de postre y café, copas varias y faria para la sobremesa.

Enlazando platos y comensales, ocupaba el centro del ágape el omnipresente porrón que, yendo y viniendo de mano en mano, pasaba por entre  todos  los  presentes,  bien  provisto  de rico néctar, iluminando sus rostros, alegrando sus espíritus y proporcionándoles una inusitada y peculiar capacidad oratoria. 

Puede que por esta causa, se produjera a continuación una interminable tertulia que yo escuchaba embobado sin pronunciar palabra, absorbiendo incansable cada una de las palabras, frases, sentencias e historias  que allí se contaban y creando en mí el hábito de escuchar, mucho antes y mejor que el de hablar. Otros chicos abandonaban la mesa en cuanto podían, Yo aguantaba allí hasta el final.

La sobremesa transcurría apaciblemente hasta casi oscurecer, dando tiempo a que se pasaran los efectos del poderoso yantar consumido y se formara el baile. 

Los tertulianos dejaban trascender un estado de ánimo relajado y gozoso.

Era agosto, el grueso del trabajo había concluido y la cosecha estaba recogida con bien en el granero. Así me lo cantaba mi tía el día 10, día de San Lorenzo con música de la “Danza de las espadas” de los Danzantes de Huesca:

-“San Lorenzo, San Lorenzo,  en qué buen tiempo has venido, en el tiempo de la trilla, que todos tenemos trigo. Trigo, trigo, trigo, lo que sobre pa´l bolsillo”.

Los temas de conversación eran siempre los mismos, pero su contenido, también siempre, difería en algo. Así año tras año, iba completando mi conocimiento de aquella forma de vida, tan distinta a la que yo llevaba en la capital y aprendía a entenderla, sentirla, quererla y admirarla.

Eran tiempos muy cercanos a la pasada y cruenta guerra civil e indefectiblemente siempre se acababa hablando de ella y de las experiencias que cada uno de los contertulios había obtenido.

En aquella mesa se reunían gentes que habían estado en uno u otro bando e incluso quien había participado en los dos. Yo escuchaba los avatares relatados por unos y otros con mucha más atención que la misa.

Me imagino con los ojos bien redondos y la boca abierta, sin pestañear y sin perderme sílaba de lo que allí se decía.

Algo que me llama la atención hoy es que jamás pude escuchar en ellos palabras de rencor de perdedores a ganadores o viceversa. Tampoco discusiones agrias o acaloradas. El conflicto parecía ajeno a ellos y las vicisitudes sufridas impuestas por terceros e inconexas con ellos. Tampoco me fue dado a conocer por sus palabras las violentas represiones que forzosamente debieron de producirse por parte de  ambos  bandos.  Los  recuerdos  eran  sobre  todo  para  las  anécdotas  y acciones del frente y apenas de lo que sucedió en la retaguardia. Estos dolorosos aspectos de la guerra se esquivaban.  

Pude comprobar la cerrada idiosincrasia del pueblo durante un partido de fútbol.

Los espectadores estaban situados en el lado mayor situado cercano al pueblo. Por la parte opuesta vi llegar un grupo de gente que se colocó en aquel otro lado permaneciendo allí agrupada. Pregunté y me contestaron:

-¡Ah, esos! Son castellanos (es decir de Castejón de Arbaniés)  

 -¿Y por qué se quedan allí y no vienen hasta aquí? -pregunté de nuevo.-No se probarán  -fue la escueta respuesta.

No hubo más. Cuando terminó el partido se fueron como habían venido. A pesar de vivir a solo a dos kilómetros eran forasteros y debían guardar las distancias.

Las historias, que escuchaba fascinado, se sucedían alimentando mi insaciable curiosidad infantil.

Eran innumerables y aunque solo se hayan quedado grabadas en mi mente unas pocas, no han dejado por ello de ser suficientemente aleccionadoras.

De mala gana se levantaba por fin la mesa y todo el mundo se dirigía al baile situado en el trinquete en un costado de la iglesia. Pegado a uno de sus muros se colocaban los músicos subidos en una galera y desde allí, conducían y animaban a los garbosos danzantes, a base de pasodobles, balses y pasacalles, con más ruido (ta-ta-chunda-chun)  que armonía y buen hacer musical, a la luz de una bombilla de escasos vatios.

Las parejas de casados competían en destreza con las de mozos y mozas, estas sonrientes y ellos serios y estirados, llevando en su mano diestra de apoyo un inmaculado pañuelo, para no manchar de sudor el festero e impoluto vestido nuevo de su pareja.

Los chicos entretanto correteábamos entre ellos y los espectadores persiguiendo a las zagalas y tirándoles petardos o mixtos de cazoleta.

El baile se cerraba con un pasodoble y, a su señal, abandonábamos el corro de provisional iluminación, instalada en el trinquete y regresábamos a casa por caminos de negrura absoluta, dando trompicones, debido a sus abundantes irregularidades de pedruscos y hoyos. Nunca más llegué a conocer una negrura de la noche, tan intensa como aquella del pueblo.

Una vez llegados todos a su cubil, se cerraban y atrancaban puertas y ventanas, y todos sus habitantes se disponían a sumergirse en un sueño seguro y reparador.

Tantas medidas de seguridad nocturnas contrastaban con su total ausencia durante el día, cuando las puertas se mantenían siempre abiertas, francas y pataleras.

No tengo noticias de que hubiera un peligro especial, aunque a los chicos se nos hablaba de dos siniestros personajes: el hombre del saco y el sacamantecas.

Resumiendo: aquellas eran unas fiestas sencillas, tranquilas y amables, pero con un encanto especial, que las hacían únicas y deseables. Muy diferentes a las que hoy se celebran en cualquier punto de España, donde reina el alcohol, el follón, la escandalera, además de otras “hierbas”, y en donde encuentran alimento las crónicas de sucesos, cuando se terminan.

 En el año 1956, fui a estudiar a Valladolid y dejé de gozar de las alegres y desenfadadas vacaciones en el pueblo. Una vida quedaba atrás y otra nueva comenzaba plena de esperanzas e incertidumbres.

No volví a Arbaniés hasta muchos años después, allá por los 80. Regresaba de un viaje de trabajo en Barcelona, camino de San Sebastián, mi domicilio habitual, cuando decidí hacer un alto en el camino, para pasar por el pueblo y, al tiempo, visitar a mis padres y hermanos, en Huesca capital.

Sufrí una gran decepción. Aquel no era mi pueblo. Solo el trazado de las calles permanecía intacto. Todo lo demás estaba cambiado. Tanto el firme de las calles, ahora mejorado, como las casas y sus fachadas, muy remozadas, lo hacían irreconocible. Pero nada de aquello mejoraba la entristecida y desilusionada impresión que sentí, al volver a verlo.

El burdo cemento, el vulgar ladrillo y la escandalosa cal habían recubierto o sustituido a la noble piedra arenisca, propia de las construcciones centenarias de antaño que, aun desgastadas por la heroica e implacable lucha contra los tempestuosos efectos del tiempo, lucía con orgullo su victoria sobre ellos. Y aquellos cambios, habían  modificado, para mal, la imagen y la personalidad de mi querido pueblo.

Como en un fantasmal lugar, no hallé persona alguna. No se oía el cantar de los gallos compitiendo en destreza, ni el cacareo de las gallinas tras su puesta. Los gorriones y su alimento, las moscas, habían desaparecido. Ya no se escuchaba el cantar de las mujeres en su faenar.

Tampoco el corretear de los zagales, llamándose, a gritos, cerollo, zamandungo, zanguango o mierda seca.

Todo el pueblo estaba sumergido en un inquietante silencio. Puertas y ventanas cerradas, sugerían el triste abandono por parte de sus antiguos habitantes. Sin embargo, la buena conservación de los edificios daba a entender, que toda aquella sobrecogedora quietud volvía a cobrar vida, en los fines de semana, durante el verano o en los períodos de vacación.

Aunque, lo que más me llamaba la atención y más golpeaba la mirada y la percepción guardada en mi mente, con particular devoción, era su actual fisonomía. El pueblo era, ahora, un amasijo colorista de rojo, gris y blanco, con un acusado olor a nuevo.

Chocaba, con violencia, contra mi recuerdo de aldea antigua y noble. Antaño, las pétreas construcciones del pueblo armonizaban, a la perfección, con el pardo colorido del paisaje adyacente, confundiéndose con él.

Así, las ásperas tierras de secano, regadas con el sudor del rudo trabajo de sus recias gentes, formaban un todo armonioso con las humildes, pero dignas y felices, moradas.

Cierto que, ahora, las casas del pueblo lucían renovadas, con los modernos adelantos, agua, electricidad, instalaciones sanitarias y demás ventajas de la vida actual, en ellas. Pero, ¿de qué servían, si no había nadie para disfrutarlas?

Decidí abandonar mi querido pueblo, sin más dilación, preso de múltiples sentimientos encontrados. Tomé la carretera de Bandaliés y no pude reprimir observar, a través del espejo retrovisor. cómo su imagen iba alejándose de mí. Atravesé el puente sobre el Guatizalema, en cuya gorga había nadado en tantas ocasiones. Unos metros más allá, la redondeada mole de la Piedra Pinachera, testigo de las muchas aventuras que había corrido de zagal, me decía adiós.  Sabía, como yo, que ya, nunca más, volvería a verla.

El crucero de término, situado en el desbarre a Sipán, me ofreció el postrer, y ya definitivo, adiós.    

  

  VOCABULARIO (por orden de aparición en el texto)

 

Canguelo .- miedo

Chata.- bofetada

Gallineta.- pequeña ave acuática, pollona de agua

Roña.- tacañez

Pretez.- de preto = apretado, tacaño

Radido.- corto, escaso

Pa cutio.- para siempre

O.- el

A.- la

To.- contracción.- a el (to monte, a el monte)

Ta.- contracción.- a la (ta casa, a la casa)

Pa .- para

Cadiera.- banco con respaldo, situado a un lado del hogar

Mondongo.- cualquier producto proveniente de la matacía del cerdo

Torteta.- pequeña torta cocida de harina y sangre del cerdo

Boira.- niebla

Lamineria.- golosina

Trujer.- traer

Dalla.- guadaña

Fencejo.- cuerda basta de esparto, empleada para atar los fajos de mies

Galera.- carro de cuatro ruedas, con las dos primeras direccionales.

Dinantes.- antes

Dimpués.- después

Carriar.- acarrear

Forca.- horca de pinchos, generalmente de una pieza de madera de boj

Parva.- la mies extendida en la era, trillada o por trillar

Aventau.- operación de separar el trigo de la paja, echándola cara al viento

Zagal.- chico

Zagalón.- chico algo crecido

Fato.- estirado, altanero, dícese de los nacidos en Huesca capital

Tande.- a dónde

Ligero.- a buen paso

Demba.- barbecho, campo

Maigar.- quitar las malas hierbas de los surcos del sembrado

Panizo.- maiz

Ordio.- centeno

Jadico.- azada pequeña

Rugiar.- regar, arrojar agua

Piazo.- pedazo

Chulla.- tajada de jamón

Preto.- Prieto, agarrado, tacaño

Jarmiento.- sarmiento, vara seca resultante de la poda de cepas y parras

Chera.- hoguera

Jarmentera.- lugar donde se guardan los jarmientos y la leña en general

Morisqueta.- gesto burlón

Vispra.- víspera

Toque de ultimas.- tres campanadas de aviso para iniciar la Misa

Mudau.- ataviado con ropa de fiesta

Chupido.- muy mojado

Cerrudo.- con muchos, largos y revueltos cabellos. Natural de Arbaniés

Mocé.- mozo joven

Mosen.- tratamiento que se da al cura

Esgarrapadera.- la pata de la gallina o el gallo.

Cerollo, zanguango, zamandungo.- tonto de capirote

Mierda seca.-persona ruin y despreciable

Gorga.- poza de un río

Desbarre.- desvío