Arbaniés, pueblo del Somontano de Guara. Vista actual.
Mis primeros recuerdos infantiles
están íntimamente ligados a los días que, con suerte, hoy, a mis muchos años,
lo sé, pude disfrutar durante mis frecuentes estancias en el pueblo de Arbaniés,
donde vivía mi abuela paterna Silveria, viuda, junto a mi tía Ángeles, soltera
No es de extrañar que así sucediera
pues aquellos azarosos viajes al pueblo -en aquel tiempo las vías de
comunicación y los medios de transporte no se parecían, ni en sueños, a los de
hoy-, suponían para mí la mejor de las aventuras.
Era como sumergirme en un mundo desconocido y
fantástico, donde todo era diferente a lo que yo conocía, y donde la más
completa y auténtica libertad venía a sustituir las prolongadas etapas
colegiales, llenas de disciplina, horarios y obligaciones.
No menos gratificante era liberarme del canguelo diario que suponía la constante
amenaza de recibir una buena chata,
coscorrón o palmetada del maestro -cursé los estudios primarios en la Normal, y
normal eran estas licencias en aquel tiempo y lugar -las letras con sangre
entran-, por el motivo más atípico, inesperado e incontrolable. Pero sobre
todo, debo confesarlo, lo que más me complacía era el cariño y mimo que mi
abuela me dispensaba, haciendo patente, en cualquier circunstancia, la
consideración de nieto preferido y haciéndome sentir el infantil orgullo de ser
su ojito derecho.
Era por entonces Arbaniés un pueblo de
recias gentes, apegadas a la tierra y su duro laboreo, situado en una pequeña
elevación en el centro de una comarca, al pie de la Sierra de Guara, y a unos
pocos kilómetros de Huesca, puede que unos dieciséis, pero que, en aquellos
tiempos, representaban una distancia considerable, más en su forma de vida,
habla y costumbres, que en su misma dimensión física.
Partiendo de Siétamo en el sentido de las
agujas del reloj, se encuentran a su alrededor, a distancias de entre seis y
tres kilómetros, los pueblos de Bandaliés, Ayera, Sipán, Loscertales,
Coscullano, Aguas, Ibieca, Liesa y, algo más cerca, Castejón de Arbaniés. Tuve
la ocasión de visitar a casi todos ellos en ocasiones y por motivos diversos,
durante períodos de tiempo más o menos largos. Cada uno gozaba de sus propias
peculiaridades.
El pueblo de Arbaniés se asienta sobre
una elevación de un breve y accidentado llano, entre el río Guatizalema y el
barranco de La Ripa. Su antigüedad se remonta más allá del año 1100, fecha en
la que se tiene la primera referencia escrita.
Aunque, soy de la opinión de que su
fundación debió ser muy anterior. Basta contemplar los olivos milenarios, al
pie del camino cercano al pueblo, para darse cuenta de que estas tierras
debieron estar habitadas desde mucho antes, quizás en la época romana.
Dispone de una interesante iglesia de airosa
torre y estilo románico del S. XII, dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles. A
unos 50 metros de ella hay una ermita, construida en 1850, bajo la advocación
de San Silvestre. Delante de ella había una balsa rodeada de juncales, donde,
con frecuencia, acudíamos los zagales para apedrear a las gallinetas, una especie silvestre de ave migratoria, que acudían a
remover el limo, para llenar su buche, en
un respiro de
su largo viaje.
Ambos edificios se encuentran en el
extremo sur del pueblo. En mi época, vivían allí alrededor de 180 personas. Se
tiene constancia de que el año 1495 había
22 casas habitadas (22 fuegos escriben) Yo supongo que
en la actualidad se encenderán bastantes menos.
Cuando lo conocí, coexistían de mala
manera dos tiendas, situadas cada una en un extremo del pueblo. Filemón era el
nombre de uno de los dos tenderos y Ramón el del otro. Rivalizaban ambos, más que en precios, en roña y pretez, manteniendo constantes conflictos con las mujeres, a cuenta
del sistema internacional de pesas y medidas. Ya que a menudo variaban
misteriosamente sus equivalencias con las normas.
No es que fueran malas personas.
Seguramente su roñosería provenía de la situación general del momento, pleno de
estrecheces y de radidos
márgenes.
Eran dos personajes dignos de ver. El
Filemón orondo, apacible, parlanchín y sonriente, propietario de una gran casa
y amplia tienda con múltiple artículos a la venta. Por el contrario, Ramón, enjuto, aguda mirada de rapaz, serio y
parco en palabras, con tienda y propiedades mucho más reducidas,
Cuentan, que el Filemón tuvo la
primera olla a presión del pueblo, para escándalo del personal. Creo que si
esto hubiera podido suceder siglos antes, nadie le hubiera salvado de acabar
sus días en el potro o la hoguera.
El caso fue, que el siniestro artilugio aquel tuvo una
vida muy corta, pues sucedió en su primera cocción que, al pitar la válvula,
por causa de la salida del vapor, el hombre pensó que aquello iba a explotar y
no se le ocurrió otra cosa que abrir
precipitadamente la olla, resultando las acelgas que cocía estampadas en el
techo y él con el espanto metido en el cuerpo pa cutio.
También había escuela, horno de pan, herrero, albañil, esquilador,
barbero, que ejercía además de practicante y casa de cura con titular
habitándola. El médico que vivía en Huesca, asistía, en el mismo día, a
Bandaliés, Sipán y Ayera, conduciendo una moto.
Mi abuelo, que yo no conocí, era tejedor, pero con su
muerte desapareció el oficio, ya que mi padre, único hijo varón, no quiso
seguir la tradición familiar. El telar quedó en el taller tal como él lo dejó a
su muerte.
Nadie lo volvió a tocar.
Yo siempre lo conocí así, las pocas veces en las que mi abuela abría
aquella puerta, siempre cerrada con llave, y conseguía meter dentro mi curiosa
mirada, desde su umbral.
Casi la totalidad de las casas estaban construidas de
piedra y tapial, datando del s XIX las
más modernas, aunque la mayoría contaban con varios siglos más. Solo muy
pocas construcciones auxiliares recientes eran de ladrillo, contrastando su
colorido con el apagado gris de la piedra arenisca del resto.
La disposición de las casas era muy simple y racional, y
que, dada la situación de recesión demográfica habida en todos estos pueblos,
no habrá variado demasiado de lo que yo conocí.
Una veta de piedra, a modo de muralla, de uno a dos
metros de alto por tres de ancho, cerraba completamente la zona Norte,
constituyendo, en su parte superior, una vía natural de paso y proporcionando,
al mismo tiempo, la posibilidad de realizar un agradable paseo. Desde él, se
podía admirar la hermosa vista que se extendía, sin obstáculos, hasta la imponente
mole de la Sierra Guara, que marcaba una “línea del cielo” de incomparable
belleza
La parte sur estaba ocupada por la iglesia, su plaza y,
cerrando el pueblo, la calle que la cruzaba de Este a Oeste.
El lado oeste se limitaba con la calle del Coso, donde yo
vivía, discurriendo en dirección norte a sur. La misma situación se producía en
el costado este.
En el centro del pueblo, se hallaba la plaza, “la placeta
de en medio”, para distinguirla de la plaza
de la iglesia, cruzada por dos calles perpendiculares, que conducían a
los cuatro puntos cardinales. Eso era todo.
La disparidad de criterios en la construcción de las
casas y algunas irregularidades y vericuetos confería variedad y personalidad
al conjunto.
Las calles eran de tierra apisonada, con algunas
irregularidades, que las hacían incómodas, propiciando el tropezón, al
transitar por ellas, durante la noche.
Trato de recordar algún edificio notable pero sin éxito.
Creo que no había ninguno aunque algunas
casas pudieran ser ejemplo de construcción rural.
La casa de mi abuela era como ella, pequeña, coqueta,
limpia y bien arreglada. Tenía todo lo que una casa de pueblo debía tener,
aunque a escala reducida. Como la familia era corta, ella y su hija, todavía
sobraba. Solo durante las fiestas, a las que acudían mis padres, hermanos y
algún otro pariente de los pueblos cercanos, se llenaba. Tenía un nombre:
casa Tejedor, “do Tichidor” decían los mayores.
Por alguna razón que nunca supe, al finalizar la Guerra
Civil, durante la cual, mi abuela perdió la fonda, que tenía en la Plaza del
Navarrico en Huesca, de un bombazo y al marido de muerte natural, propiciada
por un terrible suceso, acontecido durante aquella cruenta guerra, le fue
concedida la venta de tabaco, con cartilla porque estaba racionado. Así que
también era conocida como “o Estanco”.
La vida en la casa giraba alrededor del hogar, que disponía
de dos bancos de piedra, uno a cada lado, una hermosa cadiera con mesa abatible y una no menos hermosa y esbelta
chimenea. En la madera que remataba su parte izquierda, mi abuela marcaba cada
año mi altura con un clavo. A juzgar por la escasa dimensión de las primeras
marcas debió iniciar la cuenta sobre mis tres primeros años.
La mesa, al desplegarse, formaba con la parte derecha de
la chimenea un rincón casi cerrado. Era mi lugar preferido.
No había luz eléctrica ni agua corriente. Menos aún
alcantarillado.
Se disponía, eso sí, de un amplísimo retrete: el corral.
Algunos pocos súper pudientes, con galería sobre el mismo, tenían instalada en
una cabina, un asiento de madera con un agujero en el centro por el que,
gracias a que Newton había ya descubierto la fuerza de la gravedad, caían los
olorosos residuos humanos. Era un procedimiento más cómodo pero menos discreto.
Al estar en alto todo el mundo estaba en condiciones de conocer cuándo, cuánto
y el qué obraba el sujeto.
Había en la casa dos estancias muy especiales, que tenían
la máxima importancia para el buen desarrollo vital de la vida familiar.
Eran la bodega y el granerico.
La bodega era como el sancta
sanctórum de la casa. La misma entrada en ella tenía algo de místico y,
para mí, hasta misterioso. El ambiente en ella era fresco y aireado y se
mantenía siempre en penumbra. Estaba situada en la parte más fresca del
edificio. Daba al patio, junto al taller del telar y estaba
escasamente iluminada por un diminuto
ventanuco sin cristales, orientado al norte, que se
protegía con una malla mosquitera.
Existía, pues, en el pueblo la costumbre de mantener la
bodega en casa, a diferencia de lo que pude comprobar más tarde en otros
pueblos de Castilla y algunos lugares de La Rioja, donde se construían excavadas
en la tierra en colinas y zonas fuera de las viviendas. La razón es obvia.
Nuestras viñas eran mucho menos extensas que las de lugares más llanos.
Siempre se mantenía cerrada con una vuelta de llave,
aunque esta permaneciera siempre puesta en la cerradura. En su ancho umbral,
reposaba el botijo, refrescándose, siempre dispuesto para que quien quisiera
decidiera echar un trago de su fresca y saciante agua
La bodega era algo mucho más que un mero almacén de vino.
Y no deseo, con esto, restarle importancia a ese menester, que la tenía y
mucha. Sin embargo, era además el
sitio donde se guardaban todos los elementos cárnicos y por tanto perecederos.
Junto a los toneles del rico néctar de la uva, se
guardaban todos los productos del mondongo:
chorizos, longanizas, morcillas, tortetas
y lomos, además de pancetas, costillares, faldas y jamones, colgados en ganchos
del techo.
En grandes tinajas, unas con aceite y otras con mezclas
de vinagre y especias para formar el adobo, se guardaban, por más tiempo, tortetas, chorizos, carnes de cerdo,
cordero, caza (conejos, perdices y codornices) y quesos.
Se almacenaba allí el aceite cosechado para casa y
también unas buenas cestas de olivicas, ya curadas al rigor de la helada, con
sosa.
Y también el vino. Era este un excelente vino de sol y boira, con grado, que envejecía bien
aumentándolo, a la par de su potencia y delicioso sabor.
De joven era sabroso y alegre y con los años potente y
señorial.
Costumbre generalizada era la de llenar un barril en
hechos señalados, por ejemplo el nacimiento de un hijo. De él se solía extraer
cada año un par de botellas (por Santa Águeda creo) que eran repuestas con vino
del año.
Así se mantenía “la madre” hasta que se abría
definitivamente el tonel, para la celebración de una nueva y feliz
conmemoración, que bien pudiera ser el casamiento de aquel hijo que dio lugar,
con su nacimiento, al llenado del preciado recipiente.
Recibir, cómo regalo, alguna de estas botellas era señal
de distinguido aprecio y asunto de mucho agradecer.
El granerico tenía también una misión muy definida e
importante.
A diferencia de la bodega estaba situado en la parte alta
de la casa, en zona bien seca y soleada, iluminada por una ventana situada al
este.
Allí se guardaba el grano (trigo, cebada, ordio y panizo) destinado al consumo diario de personas y animales. También
la harina para amasar el pan. Y el
mismo pan, alimento indispensable y hasta santificado en
aquellos tiempos y lugares.
Recuerdo como mi abuela hacía una cruz, con la punta del
cuchillo, en la base de la hogaza de dos moños, antes de darle el primer corte.
Después se cortaban en hermosas y blancas rebanadas. Todavía me parece escuchar
ahora, su reconvención al dejar algún mendrugo de pan sin comer en el
plato: “Niño, el pan ni se deja ni se tira, que es pecado”.
Era además el lugar más adecuado para almacenar las
frutas puestas a secar, uvas, ciruelas e
higos, que se colgaban de cañas, dispuestas de forma horizontal cerca del
techo.
Las conservas de hortalizas, tomate, pimiento, pepino y
toda suerte de mermeladas y confituras se almacenaban en cambio en la bodega.
Allá arriba se podían ver los sacos bien dispuestos y
ordenados de almendras, nueces, judías y lentejas. Otros más pequeños contenían
el arroz, los garbanzos, la sémola y otros alimentos sólidos, junto a varias
canastillas de huevos, tortas de aceite y caja, empanadicos y rosquillas,
En el comedor, junto a la puerta de entrada del granerico,
había un armarico empotrado en el muro,
siempre cerrado con llave, pero puesta también siempre en su cerradura. En él se
guardaban los licores, el azúcar, el café, las gaseosas de sobre, el chocolate,
un paquete de galletas María y algunas otras laminerías, carameletes y pastetas, de especies varias. Se hallaban
“a mano” o disposición para ser ofrecidas a cualquier visitante que diera en
llegar, fuera quien fuese y sin depender de la razón que le trujera por allí.
La hospitalidad era un sentimiento innato en aquellas
gentes, que se materializaba, de inmediato, tan pronto alguien llegaba a la
casa.
Aunque de mis anteriores relatos pueda desprenderse que
la vida en el pueblo era poco menos que paradisíaca, esta afirmación quedaría
muy lejos de la realidad.
La vida allí era dura y a veces muy dura, a pesar de que
el hábito, el tesón y la acomodación al medio, la hicieran tolerable.
Toda la obtención de bienes descritos requería de un
esfuerzo notable, realizado con escasos medios mecánicos y en un marco
climático riguroso.
Solo llegué a conocer la siega y trilla, al coincidir con
mis vacaciones escolares. Ambos trabajos resultaban a cual más penoso.
Existía la máquina segadora, pero la mayoría de las
fincas eran de pequeña y mediana extensión, dada la quebrada orografía de
aquellos lugares cercanos a la Sierra. Lo más común era realizar la siega con
hoz o guadaña, llamada allí dalla.
El trabajo con la guadaña era algo más llevadero que el
de la hoz, Con esta, la siega debe realizarse agachado, al tener que cortar la
mies lo más cercano posible al suelo, con gran exposición de la espalda a toda
suerte de lesiones. No era extraño ver a gente mayor encorvada.
La mies cortada se ata en manojos. Estos se aparejan en
fajos, que se atan con bastas cuerdas, trenzadas de paja, llamadas fencejos. Apilados en pequeños grupos
forman las gavillas. Detrás de los segadores, siguen las espigadoras, que van recogiendo las espigas
caídas durante la siega. Se trataba de
no perder un solo grano de trigo.
El trabajo de la trilla era algo más complejo y de
jornada más larga, La primera era de sol a sol y esta comenzaba antes de
aparecer el astro rey y finalizaba mucho después de ocultarse.
No había iniciado su desafiante canto el orgulloso gallo,
ni aun conseguido vencer los infinitos rayos del sol, en la madrugada, a las
apretadas tinieblas de la noche, y ya mi tío Constantino y yo estábamos en pie,
listos para iniciar la faena.
Él se echaba al coleto una copichuela de Cazalla de la
Sierra acompañada con una buena rebanada de pan, mientras que yo emparentaba
aquel pan con dos gruesas onzas de chocolate, de aquel que, aún rechinando en
los dientes, por el azúcar mal diluido y por la escasa molienda, se me hacía
delicioso y reconfortante.
Se aparejaba la galera,
carro de cuatro ruedas, con el macho de guía y el caballo percherón en las
varas.
Dinantes se colocaban los seis altos pinchos,
cuatro en cada esquina y dos al centro, e iniciábamos la ida al campo, para
recoger la mies y llevarla a la era. Más o menos, entonces, el alba dejaba adivinar los primeros rayos de sol,
que pronto trocarían el frescor de la mañana, en inclemente sofoco del
insoportable calor del mediodía.
Dimpués de carriada la mies, se extendía la pallada en la era, para secarla, se aparejaban los trillos y
empezaba la operación de la trilla.
Había dos clases de trillos, los de cuchillas giratorias
de acero que hacían las veces de ruedas y los de arrastre, cuyo elemento
cortante lo constituían unas piedras afiladas de pedernal incrustadas en la
plataforma de madera del trillo.
La conducción de estos últimos, al ser lenta, estaba
reservada, casi siempre, a los chicos y a las mujeres y era frecuente colocar
una silla encima para mayor comodidad.
Tiraban de él bueyes o borricos yendo al paso. En los
de cuchillas se
ponían machos o caballos que trabajaban al trote, manejados por los
hombres. Se hacía necesario el trabajo combinado de ambos. Uno reducía
rápidamente el volumen de la parva y
el otro desgranaba el trigo de las espigas.
Se iniciaba el trabajo con la mies entera y era el
momento de mayor gozo encima del trillo, pues este se balanceaba como navegando
en un mar de espigas. De vez en cuando se interrumpía el trabajo y con las forcas de cantornar se removía la pallada, especialmente en los cantos,
donde peor llegaban los trillos y más se desparramaba la mies.
A mediodía se hacía un alto, durante un corto periodo de
tiempo, para comer un frugal almuerzo.
Por lo general se trataba de salmorrejo (allí con dos r) en fiambrera, en el que nadaban pedazos
de tortilla de pan, longaniza, costilla de cerdo en adobo y un huevo escalfado.
El refrigerio se hacía debajo de una
noguera frondosa y fresca que daba sombra a la entrada del pajar. Después de
unos cuantos tragos del rico vino de la bota, se reanudaba el trabajo.
Así seguía hasta bien entrada la tarde, cuando ya el
grano se veía suelto y la paja corta. En ese momento se amontonaba la parva con la rasadora, especie de tablón con mango sujeto a la caballería con un
ramal, con el que un hombre, subido en ella, iba recogiendo la mies, guiando al
mismo tiempo al animal hasta el montón que, de esta manera. se iba formando.
Dos cosas me encandilaban de la trilla: manejar el trillo
de cuchillas por la velocidad que imprimían los caballos y la sensación de
navegar con él. El otro era subirme a la rasadora.
Ya comenzaba a llegar la brisa de la Sierra, cuando se
iniciaba el proceso de aventau. Con forcas primero y palas de madera
después, se echaba al aire la mies trillada, separándose por este medio la paja
del grano, mezclado, todavía, con pequeñas partes sin desgranar. Aún faltaba
cribar el resultante, para dejar el grano completamente limpio. Finalizado esto
se medía en celemines, medida de capacidad tronco cónica de madera, de 4,625
litros y se envasaba en sacas molineras.
También se solía medir el grano en fanegas, medida de
42,5 kilos, equivalente a 12 celemines,
dimensión que variaba de una región a otra.
En una ocasión, actué de árbitro entre mis dos tíos,
sobre la forma del reparto, lo que me llenó de orgullo y satisfacción. Había
que hacer tres partes, una para cubrir los gastos y las otras dos para
repartirlas. Uno de ellos quería hacer dos partes y luego sacar cada uno la
correspondiente cuota de gastos, según el porcentaje acordado.
El otro prefería el primer método. Apliqué álgebra y
demostré lo evidente: que los dos procedimientos daban idénticos resultados.
Por vez primera, me di cuenta de que tenían alguna aplicación
práctica los oscuros principios de matemáticas, que Don Félix, en el colegio de
San Viator de Huesca, trataba de meter en nuestras rebeldes y duras molleras
infantiles, con más dedicación y tesón que éxito.
Un solo carro, tirado por un caballo, era suficiente para
llevar la cosecha del día al granero.
El animal obedecía con precisión las órdenes del
conductor: güesque = izquierda, vinasí = derecha, pasallá = de frente. Estoy convencido de que las voces de so y arre no necesitan traducción.
Alguna impúdica imprecación o blasfemia eran también
necesarias, y de frecuente uso, para animar a las caballerías a superarse en su
esfuerzo.
En uno de estos transportes, viajes se llamaban, sufrí un
incidente que pudo costarme muy caro.
Había que subir una empinada cuesta, para acceder a la
casa donde se encontraba el granero. Pero el descarnado suelo de la calle
estaba empedrado con gruesas piedras irregulares que, con frecuencia, atascaban
las ruedas del carro.
En esos casos, era necesario ayudar al caballo, tirando
de él y. al mismo tiempo, empujar al carro desde atrás. El tío José iba
delante, tirando del caballo, mientras que el tío Constantino y yo empujábamos
detrás, haciendo fuerza sobre radios de las ruedas traseras.
Sucedió el atasco y empujamos lo más fuerte que pudimos.
De pronto, el caballo venció el obstáculo y dio un brusco
salto hacia delante. Yo, que estaba empujando con todas mis fuerzas, caí delante de la rueda, impulsado por la inercia
de mi propio esfuerzo.
En décimas de segundo, vi como la rueda se acercaba a mi
cara sin yo poder evitarlo, pues me encontraba allí inerme, con la pared de la
casa pegada a mí, sin poder reaccionar, ni punto de apoyo para hacerlo.
En la última fracción de segundo, sucedió como un
milagro. El carro resbaló lateralmente en una gran piedra y su rueda derecha
pasó a milímetros de mi flequillo, sin producirme el más leve rasguño.
Nadie se dio cuenta del suceso. Yo me levanté asustado,
pero nada dije. Hoy todavía me estremezco al recordarlo. Por primera vez, vi la
fea faz de la muerte. A lo largo de mi vida, la volví a ver en más ocasiones.
A las duras condiciones de trabajo, había que añadir los
rigores del clima. El intenso frío en invierno, con sus interminables boiras, heladas y nieves venía a
penalizar las tareas invernales. Mientras que el agobiante calor en verano, con
sus terribles y peligrosas tormentas, causantes de destructoras riadas,
pedregadas y de no pocas muertes, eran
sucesos habituales, en las jornadas estivales.
A este duro cuadro climático, habría que completarlo con
las innumerables enfermedades, que asolaban a la población, en aquel tiempo y
lugar.
El calor era insoportable en verano, desde antes del
mediodía, hasta caer el sol. En el monte siempre existía la posibilidad de
paliar aquellos rigores, con la ayuda de la brisa de la montaña o la sombra de
algún árbol, pero en el pueblo aquello era imposible.
El reflejo de las recalentadas casas y los campos
adyacentes ya segados, lo convertían en un brasero incandescente. En esas
horas, puertas y ventanas se cerraban y solo acuciados por necesidades
perentorias, la gente abandonaba el oscuro frescor de la casa, para aventurarse
por las calles, en las que parecía que el sol, en vez de enviar rayos
luminosos, hacía caer pedazos derretidos de su propia esencia.
Cierta tarde, no
recuerdo cuándo ni
a qué Santo
Patrón se invocaba, me vinieron a buscar los zagales
para cumplir con una tradición, por cuya causa, los chicos de mi edad salían a
pedir huevos para el mosen, casa por
casa, por todo el pueblo.
La sensación de sofoco era insoportable, no solo por el
infernal calor en sí, sino también, por el inmenso resplandor del sol,
funcionando a tope, cegando a la par que abrasando. Finalizada la colecta,
regresé a casa semiconsciente, con todo aquel sol metido en ojos y cabeza y una
monumental insolación que me tuvo en cama unos quince días. Creo que mi cabeza
no se recuperó nunca del todo.
De secuela y recuerdo, me quedó una dolorosa otitis que
me hizo sufrir lo no escrito, hasta la primavera siguiente.
Durante el tiempo que permanecí en el pueblo, venía la
Candelaria, que estaba criando, y me echaba en mi dolorido oído leche de su
teta. Se creía que aquello curaba, pero en mí, al menos, no surtió efecto.
Durante todo el invierno, estuve sometido a las crueles
curas de un sanguinario otorrino (espero que Dios tenga a bien hacerle purgar
todo aquello) y ya, un sábado de un mes de primavera, la cosa hizo crisis y
amanecí con una inflamación detrás de la oreja., del tamaño de un huevo,
El “artista”, nada más verlo, dijo que tenía que quedar
ingresado para hacerme una trepanación inmediata. Ese día me acompañaba a la
cura mi padre y armó un escándalo como nunca antes, ni tampoco después,
presencié.
Le dijo que nunca volvería a tocarme. Y aquel hombre,
herido en su orgullo, gritó: “El lunes vendrá Vd a rogarme que opere a su hijo
y entonces yo no querré”.
Aquello no sucedió y, durante ese sábado y el domingo, mi
padre revolvió Roma con Santiago, hasta conseguir una cita con el Doctor Ariño,
en Zaragoza, para aquel mismo lunes.
Así pues, llegamos mi padre y yo a la consulta (yo con
mucho más miedo que vergüenza) y nos encontramos con un señor afable y
cariñoso, el polo opuesto al estirado y antipático doctor que habíamos dejado
en Huesca.
Nada más aparecer me espetó:
-A ver,
qué le pasa a este fatico -Le
contamos nuestras desdichas y siguió hablándome.
-¿Ya has
estado en el Pilar?
-Sí.
-¿Y le has
rezado a la Virgen, para que te cure?
-Sí.
-Pues ya
has hecho lo más importante -y comenzó a reconocerme.
No sé si aquellas palabras iban con retranca, pero a mí
me parecieron sinceras, al escuchar el tono cariñoso empleado, y así las tomé
Una vez terminado el examen continuó:
-¿Quién te
ha tratado, “Fulano”, verdad?
-Sí -le
contesté con voz que no podía oír el cuello de mí camisa.
-¡Estoy
harto de arreglar desaguisados de este hombre! ¡Un día voy a subir a Huesca y
le voy a dar dos hostias!
Me puso tratamiento y al día siguiente el tormento de mis
dolores había cesado.
Cada día me curaba un ayudante (a él ya no le volví a ver
hasta la despedida) y en una semana estaba completamente restablecido.
Este suceso me enseñó varias cosas:
Las duras condiciones de vida en los pueblos y la escasa
atención médica de que disponían.
Que la fe no esta reñida con la sapiencia, ni tampoco lo
está con las buenas y sencillas maneras.
Que la medicina es algo maravilloso, en manos de alguien
competente, que conoce bien el asunto a tratar. Si, por el contrario, se te
cruza un piernas, puedes padecer hasta llegar a morir, sin saber de qué.
Más tarde reparé, en que la mayoría de las abuelas eran
viudas. En todas las casas vecinas, Catalán, Barreu y también en la nuestra,
faltaba el abuelo. En casa Candelaria, habían fallecido abuela y abuelo y en
casa Balsamino, ambos abuelos y el marido.
Las fiebres de Malta, el carbunco, el tifus, la
disentería, el cólico miserere, los accidentes con los animales, los rayos, las
enfermedades pulmonares, al trabajar a campo
abierto durante el riguroso invierno, diezmaban a la gente y producían una
escasa esperanza de vida.
Es cierto, que los que aguantaban aquello, permanecían
fuertes como robles, hasta que se morían consumidos de puro viejos y trabajando
siempre en algo hasta el final de sus días.
-¿Tande va agüelo, tan ligero en´a mañana?
-le preguntaban al abuelo d´o Monje al pasar delante de casa.
-Men´voy ta demba,
pa maigar o panizo -contestaba él, llevando el jadico al hombro de su encorvada espalda.
El sofocante calor del mediodía remitía al caer el sol y
la brisa de la Sierra, omnipresente cuando miraba hacia el norte, se abría
camino hasta el pueblo, refrescándolo.
Entonces se abrían las puertas de las casa, se barrían
las entradas y las zonas de calle que correspondieran, previa rugiada con el botijo, y sentados a la fresca en los bancos de piedra
y alguna silla, si era menester, se preparaba algo de brenda que concluía en animada tertulia, hasta que la oscuridad se
adueñaba del lugar. Había llegado la hora de la cena.
Para brendar
había muchas opciones. Podía ser un racimo de uvas con pan, un tomate abierto
con aceite y sal, una rebanada de pan regada con el vino del porrón y azúcar,
un piazo de longaniza y pan, una
gruesa chulla, que se iba cortando,
al consumir, sobre el mismo pan con tomate. O quizás, una buena tajada de pan recubierta
de mostillo,
especie de caldo denso de mosto, con frutas secas, picadas en trozos.
Estas eran las habituales, pero había muchas más fórmulas
que combinaban frutas y mondongo.
La noche caía, produciendo una oscuridad total. La
ausencia de luz eléctrica dejaba al pueblo inundado de una negrura absoluta,
densa e impenetrable, ocasionando un continuo tropezar, para los visitantes no
habituados, al caminar por sus accidentadas calles.
En cambio el cielo se convertía en algo maravilloso, pues
innumerables estrellas cubrían el firmamento, brillando con una intensidad
nunca vista en la ciudad.
¡Cuántas veces, acostado cara a aquellos diminutos
luceros, sobre las piedras de Catalán o en las de la carretera, templadas
todavía por el calor del día, las contemplé admirado y me preguntaba qué habría
en ellas!
Mediado agosto, el entretenimiento favorito era contar
las estrellas fugaces, que cruzaban el cielo, con tanta rapidez, que había que
andar listo, para no perder la visión de su paso. Todas y cada una ellas, eran
acompañadas con grandes exclamaciones de admiración,.
En casa, el resplandor del fuego del hogar y algunos
candiles de aceite, daban luz a las estancias. Como esos puntos de luz eran
móviles, el juego de sombras, que producían, formaba un escenario cambiante,
casi fantasmagórico.
Las cosas, figuras y expresiones se veían de un modo
extraño que, al contemplar sus sombras en movimiento, inquietaban.
Más aún,
cuando había que
moverse a otra
habitación, sobre todo, si era necesario bajar al corral, para
aliviarse de las necesidades fisiológicas nocturnas.
Se corría el peligro, entonces, de que una corriente de
aire inoportuna apagara el candil y te dejara ciego, tembloroso y desamparado,
rodeado de la más absoluta oscuridad.
Existía un elevado riesgo de incendio, debido a los
materiales inflamables almacenados, el seco entramado de madera de las
cubiertas y la constante y generalizada utilización del fuego, como elemento de
luz, calor y combustible en el fogón. Este latente riesgo producía miedo,
cuando no terror, ante la cierta probabilidad de que lo hubiera.
El incendio de una casa suponía perderlo todo de un golpe.
Era una tragedia casi irreparable, de la que no se
levantaba cabeza en muchos años. Hay que tener en cuenta, que casi nadie en los
pueblos tenía seguro contra incendios, ni tampoco había oído hablar de él.
Tuve la triste experiencia de presenciar el incendio que
se produjo en casa Candelaria. Sucedió al atardecer y aunque todos los
habitantes del pueblo acudieron, para intentar apagarlo, poco se pudo hacer.
Hombres, mujeres y niños formaron varias cadenas, hasta
los pozos cercanos, Pasaban, de mano en mano, cientos de pozales de agua, que otros lanzaban a las llamas, mientras los más
arrojados trataban de salvar algo del interior humeante de la casa.
Se hizo de noche y las llamas, en lugar de disminuir, eran
cada vez más crecidas y voraces.
Al final, la casa quedó totalmente destruida y solo se
consiguió salvar a las caballerías y unos pocos enseres.
La casa se reconstruyó poco tiempo después, mejorando
notablemente a la muy modesta antigua construcción. Me consta que todo el
pueblo ayudó de manera notable y decisiva.
Pero durante todos los años siguientes, en los que yo
acudí al pueblo, las secuelas de la tragedia estaban presentes en la
precariedad de los vestidos, la seriedad de los rostros y tristeza de las
miradas, de toda aquella familia.
Si el calor era insoportable en verano, no menos
inclemente era el frío del invierno.
Cuando “a boira
bajaba preta”, no había ropa de abrigo que remediara el intenso y húmedo
frío, que calaba las prendas hasta los huesos y entraba por los resquicios de
puertas y ventanas, algo desvencijadas por lo general, al tiempo que cubría
también árboles, matojos y tejados, con blanca pátina de fino hielo.
Rara vez nevaba, pero cuando lo hacía, cuajaba pronto y
formaba enseguida una espesa capa que, en cuanto cesaban de caer los últimos
copos, era hollada por la chavalería, en un incesante batallar bullicioso, que
no encontraba fin.
Por lo general, los temporales duraban poco y al día
siguiente, solía salir un sol espléndido que, reflejado en la nieve recién caída,
daba al pueblo un blanco colorido,
radiante y luminoso, a su vez.
Aquellas mañanas eran especiales. La gente salía de sus
hogares, saludándose, a voces alegremente, de casa a casa. Con palas y
espuertas, limpiaban los alrededores de sus portales. Otros carriaban troncos, jarmientos o mandiles de paja para los animales.
Los rítmicos golpeteos de alguien haciendo leña se
fundían con el diálogo de un par de gallos, que rivalizaban en potencia de su
canto, con el cacareo alegre de una o dos gallinas, tras su puesta, formando
una pintoresca y alegre música de fondo.
Muy pronto, se
extendía por las
calles el aroma
de la leña
recién cortada, oliendo a resina y bálsamo al arder, y sobre
él, los sabrosos efluvios de las tortetas,
longanizas, chorizos y tocinos, friéndose en el generoso fuego del hogar, para
componer el primer almuerzo mañanero, de la mayoría de la gente del pueblo.
En las casas, el fuego del hogar se encendía temprano y,
a diferencia del verano, no se apagaba hasta la hora de acostarse.
Al entrar en las cocinas, se agradecía el cálido ambiente
de los hogares, donde gruesos troncos y tizones ardían e irradiaban su
agradable calor reparador.
La mayor parte del tiempo libre, no había tanto, pues no
faltaban cosas que hacer en la casa, a pesar de ser invierno, se vivía junto al
hogar. En las demás habitaciones, hacía el suficiente frío como para disuadir a
cualquiera de permanecer en ellas, más allá del tiempo imprescindible para
realizar el menester debido.
Recuerdo el intenso frío que reinaba en las alcobas.
Aquellas sábanas mordían al entrar en ellas. El hecho mismo de desnudarse era
ya un ejercicio de valentía sin par.
Había un procedimiento para paliar estos efectos, que
consistía en pasar, por entre las sábanas, un artefacto parecido a un brasero,
con mango, que se utilizaba en los días más rigurosos, cuando la boira apretaba, o cuando se sucedían las
fuertes heladas .
En esos días, me arrojaba a la cama, tal cual, de un buen
salto, acurrucándome bajo las recias mantas, tiritando largo tiempo, hasta
lograr entrar en calor y poder conciliar el sueño.
Y resultaba que, cuanto más frío hacía, mejor se recibía
la cálida y flameante caricia del fuego
del hogar, al entrar en la estancia donde se hallaba, tras cualquier labor o
menester, realizados fuera de ella.
Debajo de la cadiera,
siempre había un retén de leña, un manejo de jarmientos y unas matas de aliagas, para avivar el fuego, haciendo
una buena chera, cada vez que alguien
llegaba a casa.
Era el recibimiento habitual, que se completaba con un
trago de vino, un vasito de moscatel o una copa de Cazalla de la Sierra, según
el género o apetencia del visitante.
El hogar comunicaba con la jarmentera, lugar destinado para almacenar la leña. Daba al corral,
estaba situado encima de la cuadra y orientado al sur. Por mucho frío que
hiciera, en cuanto salía el sol, allí se estaba resguardado y en la gloria.
Con frecuencia, después de comer, mi abuela y mi tía
salían a ella, colocaban un par de sillas bajas sobre los prietos fajos de leña
y mientras una leía su breviario (mi abuela dedicaba varias horas al día,
mañana, tarde y noche, en leer aquel libro y también la Biblia), la otra cosía
o remendaba.
En ocasiones, hilaba lana, dándole a la rueca con tal
maestría que yo, maravillado, no quitaba ojo de aquella curiosa operación. Pero
por lo general, yo solía andar haciendo equilibrios, enredos y morisquetas, saltando al corral y
espantando a las gallinas, subiéndome a la tapia y gateando por ella, ante el
continuo susto de ambas mujeres y recibiendo su continuo y merecido carrañar.
Las fiestas del pueblo constituían los días más
importantes y felices del año.
Desde la víspera (a
vispra), un aire de fiesta se adueñaba del lugar y parecía como si un resplandeciente
halo lo envolviera, con el presagio de la llegada de otro feliz año más y de
acontecimientos alegres, para gozar en familia, con las amistades y con el
conjunto de la comunidad.
Había dos fiestas. La Mayor, que se celebraba en la
festividad de la Virgen de Agosto, durante tres días. Y la Pequeña, en
invierno, festejada en el día de San Silvestre, con solo uno o dos de
celebración.
Yo asistía a ambas, ya que por suerte coincidían con las
vacaciones de verano las primeras y las de Navidad la segunda.
No había demasiada diferencia de festejos en ambas. Solo
el clima y la localización del baile, que para la Virgen se hacía al aire
libre, en el trinquete de al lado de la iglesia, y para San Silvestre, en un
local cerrado, antigua cuadra, de casa Filemón.
Los actos de celebración de la fiesta eran pocos y muy
sencillos: Procesión y Misa cantada dedicada a la Virgen en la iglesia a N. S.
de los Ángeles, vermú después de misa en el bar, extensa comida y sobremesa de todavía mayor extensión, y
finalmente el baile.
En alguna casa se preparaban discretas timbas nocturnas
de guiñote o subastau.
Por aquellos tiempos, el juego estaba prohibido, pero por lo que yo
alcancé a ver en esas tierras, ya fuese porque la autoridad, en caso de que
esta existiera, diera en pasear la vista gorda, o bien, porque se permitiera
este exceso durante la fiesta, el caso es que nunca faltaba una buena partida,
para entretener a los tahúres del pueblo, que solían terminarla con el alba y
con algún que otro amplio y penoso roto en el bolsillo.
Y eso era todo.
Al sonar el toque de ultímas
acudía la gente a misa, tocada de sus mejores galas. Los hombres mudaus con sus trajes negros y camisas
blancas. Las mujeres, en especial las mozas casaderas, exhibían sus vestidos
nuevos. Los mozos, bien repeinados y con el pelo chupido de agua, para intentar domar las rebeldes greñas de su
habitual incompostura, se pavoneaban mostrando sus nuevos, o heredados bien
planchados, trajes marrón teja o azulina brillante. En ellos, nunca faltaba un
impecable pañuelo blanco, asomando al bolsillo superior de la americana. Los
zagales también aparecían, milagrosamente, limpios y peinados, aunque para
estos no hubiera líquido capaz de ablandar las punzantes crestas de su hirsuto
cabello. Por algo se les conocía a los habitantes de Arbaniés como cerrudos
Los forasteros que acudían a los festejos ponían una nota
de colorido e insólita elegancia y animación en ellos. Venían de Huesca, de los
lugares vecinos y también de algunos mas remotos, para aquel tiempo, como
Cataluña.
A esta región emigraba, desde hacía muchos años,
bastante gente del pueblo. Se daba la circunstancia de que,
en Barcelona, había un jefe administrativo de unos afamados
laboratorios farmacéuticos, hijo del pueblo, que reclutaba, en ellos, a
todo arbaniense que quisiera emigrar
hasta allá.
Era gente más refinada que traía con ellos vestimentas,
maneras y acentos extraños al lugar. Era
el caso de Eugenio, mocé algo mayor
que nosotros, que acudía a las fiestas con su familia en casa do Monje.
Pronto se hacía con el mando y el protagonismo de la
cuadrilla. A mí siempre me pareció demasiado pretencioso y plomo. Por fortuna,
solía permanecer allí no más de una semana o dos y, cuando se iba, yo respiraba
tranquilo, sintiéndome liberado del mangoneo constante del “catalán”.
Y la fiesta comenzaba con la procesión de la Virgen
conducida en andas por los mozos de reemplazo y escoltados por la pareja de la
Guardia Civil. Delante el cura y los monaguillos revestidos, las mairalesas, mujeres y niños detrás y por
último Monsón, un peluquero de Huesca que hacía “bolos” por los pueblos en
fiestas, tocando el violín, ayudado por el saxo y clarinete de dos amigos, que
amenizaban, como bien podían, el acto. Les seguían los demás hombres,
acompañados, todos en tropel, por el resto de la chiquillería.
Acabada esta, se oficiaba una solemne misa cantada y un
no menos solemne y escogido sermón, donde el mosen estaba obligado a lucirse, pues el personal lo juzgaba
después con rigor, calibrando todos sus extremos, para decidir si era mejor o
peor que el del año pasado, o qué grado de excelencia se le podía otorgar en
aquella ocasión.
Dentro ya de la iglesia se iban colocando los feligreses.
Los chicos delante en bancos, las niñas a la izquierda y los niños a la
derecha. A continuación las mujeres en sillas y reclinatorios de su propiedad.
Detrás, en un banco corrido o en el coro, se situaban los hombres, muchos de
los cuales salían a la calle a fumarse un cigarro mientras el cura declamaba su
sermón.
Había dos cosas que me maravillaban, en cada ocasión que
asistía a esta celebración.
Eran las pinturas del ábside y la peculiar música de la
misa cantada que nunca he vuelto a ver ni escuchar en ningún otro lugar.
La iglesia es obra románica y data del s.XII. Fue
ampliada lateralmente en el s.XVI pero mantuvo su ábside original en donde se
pintaron (s.XIII-XIV) unos preciosos frescos de transición del románico al
gótico que existen todavía en la actualidad de puro milagro, pues durante la
guerra civil el templo fue destinado a casa del pueblo y sus pinturas
encaladas. Este hecho las salvó de la destrucción o de un mayor deterioro.
Aquellas pinturas producían en mí una sensación casi
hipnótica. Las miraba y remiraba tratando de adivinar su significado que
siempre acababa huyendo de mi comprensión infantil.
El otro motivo de admiración era la música. Todavía
guardo en mi memoria algunas pocas notas del kirie.
A diferencia de hoy, la cantaban solo los hombres del
coro, con toda la potencia que daban sus gargantas y pulmones.
Eran como gritos de jota lanzados con ímpetu cuando las
venas del cuello y este mismo se hinchan tratando de alcanzar el tono y el
poder necesarios que exige la bravura del tema.
Cada uno de los cantores aportaba sus peculiares timbres
de voz y llegaba a los tonos que le eran factibles, de manera que se
entremezclaban los agudos de unos con los graves de otros o los profundos de
los demás, formando unos acordes inimaginables de una fuerza, solemnidad y
belleza imposibles de narrar. Por encima del conjunto sobresalía la
inconfundible voz del agüelo de casa
Lloro, atiplada aunque con perfecta afinación,
redondeando la peculiaridad del coro.
Alguien me dijo que era una misa originaria de un antiguo
rito mozárabe, aunque olvidada la fuente, me es imposible certificar su
autoridad en la materia.
En el Aleluya, siempre me entraba la risa. No me podía
olvidar de la letanía que cantaban los zagales: “¡Aleluya, aleluya! El que no mata tocino
no come chulla”.
En la consagración, atacaba el maestro Monsón el
preceptivo Himno Nacional al violín, ya que todavía no estaban permitidos los
instrumentos de viento en la misa.
Concluida la celebración, los hombres esperaban la salida
de las mujeres, componiendo un informal pasillo para poder contemplarlas
adornadas con sus mejores galas, al tiempo que se organizaba entre ellos una
pequeña tertulia.
Algunas jóvenes, a causa de los inusuales tacones, las
irregularidades del terreno y el azoro de sentirse observadas, no podían evitar
dar algún inoportuno traspié, que era comentado por los espectadores con la
natural guasa.
No fue el caso de la Tomasa, brava moza ya algo coscona, que en una de estas, se le cayó
la braga a los pies e imperturbable, pasó por encima, la tomó, guardó y echando
la barbilla hacia delante con gesto desafiante, siguió andando sin mirar a
diestra o siniestra, como si tal hecho no hubiera tenido lugar. Aquel suceso
dio pie a que los mastos del pueblo
tuvieron tema de conversación por largo tiempo.
A continuación llegaba la hora del vermú. Mientras las
amas de casa acudían a sus fogones para preparar la gran comida festera, los
hombres y los jovénes y jovénas
acudían al pequeño bar para consumir cinzano con sifón y aceitunas rellenas.
Era este último un apreciado fruto exótico, puesto que
nuestras oliveras daban únicamente olivas negras y bien negras y, por tanto,
aquellas verdes de tan diferente
sabor, por fuerza
debían de provenir de alguna rara especie de árbol no
conocido por aquellas tierras.
Esto era lo más que se podía tomar allí, pero tampoco
nadie echaba en falta otra cosa. El repertorio del bar, demasiado nombre para
un cuarto de dieciocho metros cuadrados, incluidos el mostrador y tres pequeños
estantes con botellas, se acababa en esto por la mañana y café de puchero, anís
o coñac por la tarde.
Se llegaba así a la hora del gran festín, aunque tampoco
aquí había sorpresas. El menú se repetía sin variación año tras año sin que
esto mermara en absoluto el placer de consumirlo.
De primero ensalada de lechuga, cebolla y tomate con
olivas negras de casa, adornada este
día de fiesta grande con escabeche y huevo duro.
En segundo lugar paella con los menudos de los pollos
del siguiente plato, en la que no
faltaban sus cabezas, cuellos y esgarrapaderas
asomando por entre el arroz. Con toda seguridad, estas producirían
escalofríos, rechazo y grandes protestas al verlas aparecer hoy en medio de una
paella, pero entonces los chicos, y también algunos mayores, nos las rifábamos.
El tercer plato, el rey del menú, era un potente pollo a
lo chilindrón que mi abuela cocinaba de tal manera que resultaba imposible
dejar de chuparse los dedos a lo largo de toda la consumición.
Melocotón con vino de postre y café, copas varias y faria para la sobremesa.
Enlazando platos y comensales, ocupaba el centro del
ágape el omnipresente porrón que, yendo y viniendo de mano en mano, pasaba por
entre todos los
presentes, bien provisto
de rico néctar, iluminando sus rostros, alegrando sus espíritus y
proporcionándoles una inusitada y peculiar capacidad oratoria.
Puede que por esta causa, se produjera a continuación una
interminable tertulia que yo escuchaba embobado sin pronunciar palabra,
absorbiendo incansable cada una de las palabras, frases, sentencias e
historias que allí se contaban y creando
en mí el hábito de escuchar, mucho antes y mejor que el de hablar. Otros chicos
abandonaban la mesa en cuanto podían, Yo aguantaba allí hasta el final.
La sobremesa transcurría apaciblemente hasta casi
oscurecer, dando tiempo a que se pasaran los efectos del poderoso yantar
consumido y se formara el baile.
Los tertulianos dejaban trascender un estado de ánimo
relajado y gozoso.
Era agosto, el grueso del trabajo había concluido y la
cosecha estaba recogida con bien en el granero. Así me lo cantaba mi tía el día
10, día de San Lorenzo con música de la “Danza de las espadas” de los Danzantes
de Huesca:
-“San
Lorenzo, San Lorenzo, en qué buen tiempo
has venido, en el tiempo de la trilla, que todos tenemos trigo. Trigo, trigo,
trigo, lo que sobre pa´l bolsillo”.
Los temas de conversación eran siempre los mismos, pero
su contenido, también siempre, difería en algo. Así año tras año, iba
completando mi conocimiento de aquella forma de vida, tan distinta a la que yo
llevaba en la capital y aprendía a entenderla, sentirla, quererla y admirarla.
Eran tiempos muy cercanos a la pasada y cruenta guerra
civil e indefectiblemente siempre se acababa hablando de ella y de las
experiencias que cada uno de los contertulios había obtenido.
En aquella mesa se reunían gentes que habían estado en
uno u otro bando e incluso quien había participado en los dos. Yo escuchaba los
avatares relatados por unos y otros con mucha más atención que la misa.
Me imagino con los ojos bien redondos y la boca abierta,
sin pestañear y sin perderme sílaba de lo que allí se decía.
Algo que me llama la atención hoy es que jamás pude
escuchar en ellos palabras de rencor de perdedores a ganadores o viceversa.
Tampoco discusiones agrias o acaloradas. El conflicto parecía ajeno a ellos y
las vicisitudes sufridas impuestas por terceros e inconexas con ellos. Tampoco
me fue dado a conocer por sus palabras las violentas represiones que
forzosamente debieron de producirse por parte de ambos
bandos. Los recuerdos
eran sobre todo
para las anécdotas
y acciones del frente y apenas de lo que sucedió en la retaguardia.
Estos dolorosos aspectos de la guerra se esquivaban.
Pude comprobar la cerrada
idiosincrasia del pueblo durante un partido de fútbol.
Los espectadores estaban situados en
el lado mayor situado cercano al pueblo. Por la parte opuesta vi llegar un
grupo de gente que se colocó en aquel otro lado permaneciendo allí agrupada.
Pregunté y me contestaron:
-¡Ah, esos! Son castellanos (es decir
de Castejón de Arbaniés)
-¿Y por qué se quedan allí y no vienen hasta
aquí? -pregunté
de nuevo.-No se probarán -fue la
escueta respuesta.
No hubo más. Cuando terminó el partido
se fueron como habían venido. A pesar de vivir a solo a dos kilómetros eran
forasteros y debían guardar las distancias.
Las historias, que escuchaba
fascinado, se sucedían alimentando mi insaciable curiosidad infantil.
Eran innumerables y aunque solo se
hayan quedado grabadas en mi mente unas pocas, no han dejado por ello de ser
suficientemente aleccionadoras.
De mala gana se levantaba por fin la mesa y todo el mundo
se dirigía al baile situado en el trinquete en un costado de la iglesia. Pegado
a uno de sus muros se colocaban los músicos subidos en una galera y desde allí, conducían y animaban a los garbosos danzantes,
a base de pasodobles, balses y pasacalles, con más ruido (ta-ta-chunda-chun) que armonía y buen hacer musical, a la luz de
una bombilla de escasos vatios.
Las parejas de casados competían en destreza con las de
mozos y mozas, estas sonrientes y ellos serios y estirados, llevando en su mano
diestra de apoyo un inmaculado pañuelo, para no manchar de sudor el festero e
impoluto vestido nuevo de su pareja.
Los chicos entretanto correteábamos entre ellos y los
espectadores persiguiendo a las zagalas y tirándoles petardos o mixtos de
cazoleta.
El baile se cerraba con un pasodoble y, a su señal,
abandonábamos el corro de provisional iluminación, instalada en el trinquete y
regresábamos a casa por caminos de negrura absoluta, dando trompicones, debido
a sus abundantes irregularidades de pedruscos y hoyos. Nunca más llegué a
conocer una negrura de la noche, tan intensa como aquella del pueblo.
Una vez llegados todos a su cubil, se cerraban y
atrancaban puertas y ventanas, y todos sus habitantes se disponían a sumergirse
en un sueño seguro y reparador.
Tantas medidas de seguridad nocturnas contrastaban con su
total ausencia durante el día, cuando las puertas se mantenían siempre
abiertas, francas y pataleras.
No tengo noticias de que hubiera un peligro especial,
aunque a los chicos se nos hablaba de dos siniestros personajes: el hombre del saco
y el
sacamantecas.
Resumiendo: aquellas eran unas fiestas sencillas,
tranquilas y amables, pero con un encanto especial, que las hacían únicas y
deseables. Muy diferentes a las que hoy se celebran en cualquier punto de
España, donde reina el alcohol, el follón, la escandalera, además de otras “hierbas”, y en donde encuentran alimento
las crónicas de sucesos, cuando se terminan.
En el año 1956,
fui a estudiar a Valladolid y dejé de gozar de las alegres y desenfadadas
vacaciones en el pueblo. Una vida quedaba atrás y otra nueva comenzaba plena de
esperanzas e incertidumbres.
No volví a Arbaniés hasta muchos años después, allá por
los 80. Regresaba de un viaje de trabajo en Barcelona, camino de San Sebastián,
mi domicilio habitual, cuando decidí hacer un alto en el camino, para pasar por
el pueblo y, al tiempo, visitar a mis padres y hermanos, en Huesca capital.
Sufrí una gran decepción. Aquel no era mi pueblo. Solo el
trazado de las calles permanecía intacto. Todo lo demás estaba cambiado. Tanto
el firme de las calles, ahora mejorado, como las casas y sus fachadas, muy
remozadas, lo hacían irreconocible. Pero nada de aquello mejoraba la entristecida
y desilusionada impresión que sentí, al volver a verlo.
El burdo cemento, el vulgar ladrillo y la escandalosa cal
habían recubierto o sustituido a la noble piedra arenisca, propia de las
construcciones centenarias de antaño que, aun desgastadas por la heroica e
implacable lucha contra los tempestuosos efectos del tiempo, lucía con orgullo
su victoria sobre ellos. Y aquellos cambios, habían modificado, para mal, la imagen y la
personalidad de mi querido pueblo.
Como en un fantasmal lugar, no hallé persona alguna. No
se oía el cantar de los gallos compitiendo en destreza, ni el cacareo de las
gallinas tras su puesta. Los gorriones y su alimento, las moscas, habían
desaparecido. Ya no se escuchaba el cantar de las mujeres en su faenar.
Tampoco el corretear de los zagales, llamándose, a
gritos, cerollo, zamandungo, zanguango o mierda seca.
Todo el pueblo estaba sumergido en un inquietante silencio.
Puertas y ventanas cerradas, sugerían el triste abandono por parte de sus
antiguos habitantes. Sin embargo, la buena conservación de los edificios daba a
entender, que toda aquella sobrecogedora quietud volvía a cobrar vida, en los
fines de semana, durante el verano o en los períodos de vacación.
Aunque, lo que más me llamaba la atención y más golpeaba
la mirada y la percepción guardada en mi mente, con particular devoción, era su
actual fisonomía. El pueblo era, ahora, un amasijo colorista de rojo, gris y
blanco, con un acusado olor a nuevo.
Chocaba, con violencia, contra mi recuerdo de aldea
antigua y noble. Antaño, las pétreas construcciones del pueblo armonizaban, a
la perfección, con el pardo colorido del paisaje adyacente, confundiéndose con
él.
Así, las ásperas tierras de secano, regadas con el sudor
del rudo trabajo de sus recias gentes, formaban un todo armonioso con las
humildes, pero dignas y felices, moradas.
Cierto que, ahora, las casas del pueblo lucían renovadas,
con los modernos adelantos, agua, electricidad, instalaciones sanitarias y
demás ventajas de la vida actual, en ellas. Pero, ¿de qué servían, si no había
nadie para disfrutarlas?
Decidí abandonar mi querido pueblo, sin más dilación,
preso de múltiples sentimientos encontrados. Tomé la carretera de Bandaliés y
no pude reprimir observar, a través del espejo retrovisor. cómo su imagen iba
alejándose de mí. Atravesé el puente sobre el Guatizalema, en cuya gorga había nadado en tantas ocasiones.
Unos metros más allá, la redondeada mole de la Piedra Pinachera, testigo de las muchas aventuras que había corrido
de zagal, me decía adiós. Sabía, como yo, que ya, nunca más, volvería a
verla.
El crucero de término, situado en el desbarre a Sipán, me ofreció el postrer, y ya definitivo, adiós.
VOCABULARIO (por orden de aparición en el texto)
Canguelo .- miedo
Chata.- bofetada
Gallineta.- pequeña ave acuática,
pollona de agua
Roña.- tacañez
Pretez.- de preto =
apretado, tacaño
Radido.- corto, escaso
Pa cutio.- para siempre
O.- el
A.- la
To.- contracción.- a el (to monte, a el
monte)
Ta.- contracción.- a la (ta casa, a la
casa)
Pa .- para
Cadiera.- banco con respaldo,
situado a un lado del hogar
Mondongo.- cualquier producto
proveniente de la matacía del cerdo
Torteta.- pequeña torta
cocida de harina y sangre del cerdo
Boira.- niebla
Lamineria.- golosina
Trujer.- traer
Dalla.- guadaña
Fencejo.- cuerda basta de
esparto, empleada para atar los fajos de mies
Galera.- carro de cuatro
ruedas, con las dos primeras direccionales.
Dinantes.- antes
Dimpués.- después
Carriar.- acarrear
Forca.- horca de pinchos, generalmente
de una pieza de madera de boj
Parva.- la mies extendida
en la era, trillada o por trillar
Aventau.- operación de
separar el trigo de la paja, echándola cara al viento
Zagal.- chico
Zagalón.- chico algo crecido
Fato.- estirado, altanero, dícese de los
nacidos en Huesca capital
Tande.- a dónde
Ligero.- a buen paso
Demba.- barbecho, campo
Maigar.- quitar las malas
hierbas de los surcos del sembrado
Panizo.- maiz
Ordio.- centeno
Jadico.- azada pequeña
Rugiar.- regar, arrojar agua
Piazo.- pedazo
Chulla.- tajada de jamón
Preto.- Prieto, agarrado,
tacaño
Jarmiento.- sarmiento, vara
seca resultante de la poda de cepas y parras
Chera.- hoguera
Jarmentera.- lugar donde se
guardan los jarmientos y la leña en general
Morisqueta.- gesto burlón
Vispra.- víspera
Toque de ultimas.- tres
campanadas de aviso para iniciar la Misa
Mudau.- ataviado con ropa
de fiesta
Chupido.- muy mojado
Cerrudo.- con muchos, largos
y revueltos cabellos. Natural de Arbaniés
Mocé.- mozo joven
Mosen.- tratamiento que se
da al cura
Esgarrapadera.- la pata de la
gallina o el gallo.
Cerollo, zanguango, zamandungo.- tonto
de capirote
Mierda seca.-persona ruin y
despreciable
Gorga.- poza de un río
Desbarre.- desvío