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EL FANTASMA DE MONTEARAGÓN
No hace mucho, publiqué en este blog la
historia del castillo de Montearagón, a través, o con referencia, a la sucesión
de abades que regentaron su abadía y los hechos más singulares producidos en
Aragón y España.
Después de él, escribí un artículo sobre
la problemática del agua en nuestro país.
Muy poco éxito han tenido ambos escritos
entre mis lectores. Creo que solo los más fieles, los incondicionales, se han
atrevido a intentar digerirlos, Parece que no son tiempos para temas serios,
aunque yo, en mi solemne ingenuidad, creyera que su lectura podría resultar
interesante a la mayoría de las personas que me siguen.
Error. Y no lo puedo reprochar, puesto
que yo hubiera preferido leer, y, por tanto escribir, algo más ameno y
divertido. Algo donde la imaginación campee por los senderos literarios del
bien y gozoso sentir.
En el caso del primer artículo, la
historia del castillo abadía de Montearagón, ceñí mi escrito a la sucesión de
datos y hechos más relevantes. Confieso que tuve la tentación de escribir algo
más épico y literario, pero hubo algo que frenó en seco esa intención.
Durante el acopio de información
necesaria para escribir dicha historia, pude comprobar que insignes plumas ya
habían escrito sobre Montearagón: Cánovas del Castillo, Joaquín Costa, Ramón J.
Sender, el filósofo francés Gabriel Marcel, junto a poetas que dedicaron
sentidas odas al castillo, como Juan Tello, Gasol Espluga y Bernabé Morera,.
Todavía hubo quienes llegaron a publicar novelas que lo citan, como José
Vicente Torrente en su El País de García y
Francisco Javier García con El artillero.
¡Cómo iba yo a tener la osadía de
medirme a estas celebridades políticas y literarias! Sencillamente: no podía.
Por esa razón, limité mi crónica a hechos y fechas. Con toda sinceridad, creo
que hice un trabajo digno, pero, quizás, se hallaba fuera de las expectativas
de lo que mis lectores esperan de mí.
En cuanto al segundo artículo, El Agua,
poco tengo que decir. Es un artículo de actualidad política, sobre un tema de
importancia vital. Debería interesar a todo el mundo, pero entiendo que muchas
personas estén saturadas de temas políticos y huyan de ellos como del mismísimo
diablo.
Pero, hete aquí, que cierto día, recibí
un email de un lector inesperado. Se trataba de un señor, ya mayor y residente
en Lérida, aunque nacido en Quicena, un pueblecito cercano a Huesca y al
castillo, que me hacía saber su extrañeza, por no haber citado la existencia
del fantasma que habitaba entre las ruinas de Montearagón.
Aseguraba que, cuando era niño, todo el pueblo conocía la leyenda del
fantasma. Su abuelo Tomasico fue quien le relató, con pelos y señales, toda la
historia, añadiendo que mucha gente del pueblo había escuchado sus lamentos y
gemidos y presenciado extrañas luces danzando por entre las ruinas del
castillo.
Recuerda que el cura del pueblo, mosén Rafael, guardaba, como oro en paño, un escrito del siglo XIX, en el que se describía el origen de la creencia del fantasma. Su abuelo, además, le recitó una copla que todavía recordaba bien, sílaba a sílaba.
“Luce el sol en la abadía.
La luna en sus sombras
brilla,
en donde vaga el fantasma,
y gime, lamenta y clama,
por su alma encadenada”
Relato, a continuación, la historia del
fantasma de Montearagón tal y como me ha sido trasmitida por este atento lector.
Parece ser, que la historia comenzó en
el año 1580, en una época de apurada y preocupante situación en la comunidad
religiosa de la abadía. Seis años antes, Felipe II había retirado al abad Pedro
de Luna, enviándolo a Tarazona, para nombrar, en su lugar, a un gobernador que
actuaba bajo las órdenes directas del monarca.
Este gobernador, el noble castellano
Alonso García de Qintana, se empleaba en su labor inquisidora con particular
dedicación y dureza. Más aun, después de que el monje Pero López de Valenjuanes
huyera, tras apropiarse de un buen botín de ducados, durante el año 1576.
El monasterio se proveía, con holgura,
de los alimentos procedentes de las primicias, que obtenía con regularidad, de
las aldeas y pueblos que componían su jurisdicción. Pero había otros, como
azúcar, sal, queso, arroz y legumbres, entre otros, que eran suministrados
desde Huesca.
Además, el hermano cocinero encargaba
algunos otros comestibles y frutas de temporada al tendero de Quicena que, distando
a un kilómetro escaso, le venía más a mano.
De atender esos encargos se ocupaba Isabeleta,
la hija de Antón, el tendero del pueblo. Así, cada jueves, la joven tomaba la
senda que llevaba al castillo, portando un par de cestas, con los alimentos
solicitados, o también con cualquier otra clase de producto, ya que en la
tienda de Antón se podía encontrar de todo, desde un par da abarcas hasta muy
buenas “ganchetas” de boj. Al mismo
tiempo recogía las demandas de los monjes para la siguiente semana.
Era Isabaleta una lozana moza de 18
años, dotada de la gracia, el encanto, el desparpajo y las suaves y juveniles
formas acordes con su temprana edad. Sin llegar a poseer una gran belleza,
podría decirse de ella que tuvo la gran suerte de no heredar el físico de su
progenitor, pues el pobre Antón lucía un semblante más cercano al del simio que
al del homo erectus y sapiens.
Un hermano lego, algo mayor, atendía el
servicio de portería y recibía los encargos que Isabeleta traía al castillo.
Pero este buen monje enfermó de cuidado y fue trasladado a una de las casas que la abadía disponía en Huesca
para estos y demás eventos. Semanas más tarde falleció.
Le sustituyó un joven postulante,
llamado Damián. Así como, el pedernal y la yesca acaban por crear fuego, tan
pronto se unen, también el trato semanal de los dos jóvenes habría de encender
la llama de un sentimiento mutuo de
afecto, primero, y de inflamada pasión después.
Fugaces e interesadas miradas primero, cómplices
sonrisas después y risas y requiebros más tarde crearon un cálido clima de
afectivo trato, que desembocó en auténtico amor. Ambos jóvenes ansiaban la
llegada del jueves para verse y hablarse. Así fue, hasta que llegaron los
besos, los ardientes abrazos y la consumación de su amor en un trastero de la
portería.
Llegó un momento, en el que los gozosos
encuentros semanales no eran suficientes para calmar el ardor de su juvenil
amor. De vez en cuando, en cuanto Damián podía hurtar su presencia en las
labores de la abadía, se descolgaba por una parte de la muralla, cuyos sillares
se hallaban algo descarnados por la acción del viento, la lluvia y el hielo,
para encontrarse con Isabeleta en un
lugar recoleto, a mitad del camino al pueblo.
Y así transcurría la gozosa vida de los
dos amantes, hasta que llegó un mal día, en el que se produjo el fin de su
dicha. Tan entretenidos estaban, ambos jóvenes, en su devaneo amoroso, ocultos
en el apartado rincón de la portería, que perdieron la noción del tiempo.
Damián no apareció en los oficios
vespertinos. Extrañados los monjes, acudieron en su busca a la portería,
acabando por descubrir a la pareja en plena tarea amorosa.
En la trifulca que se organizó a
continuación, Isabeleta consiguió escabullirse y logró refugiarse en un
apartado rincón del castillo, justo en la favorable oscuridad de las antiguas
mazmorras,
El joven Damián ni lo intentó. Fue
llevado ante el Gobernador García que, de inmediato, hizo comparecer a toda la
comunidad y, tras describir el “horrible” pecado del joven, le condenó a un
ejemplar castigo purificador: recibiría cuarenta golpes de vara, a fin de
purgar su pecado y, de este modo, salvar su alma.
De inmediato, se aplicó la sentencia.
Pero el verdugo, uno de los guardias del gobernador, se aplicó con tanto afán
en su tarea que dejó al pobre muchacho tan destrozado y moribundo, que dos
horas más tarde falleció.
La moza aguantó en su escondrijo hasta
caer la noche. En ese momento, se movió con sigilo hasta la muralla por donde
Damián se descolgaba para acudir a sus citas, Por desgracia, aquella noche
llovió. Los sillares estaban resbaladizos. Isabeleta perdió pie en uno de ellos
y se precipitó contra el suelo, quedando mal herida en él.
Al despuntar el siguiente día, la
encontraron al pie de la muralla
moribunda, pero todavía con un soplo de vida.
El gobernador le ayudó a pasar a la otra
vida, impidiéndole la respiración con su propia capa. Temía que el feo asunto
transcendiera y hubiera un escándalo que le salpicara ante su estricto
soberano, Felipe II.
Decidió enterrar a los dos jóvenes, alejados
de la iglesia, en lo más profundo de los sótanos y sin ningún rito ni símbolos
cristianos, pues consideraba que habían muerto en pecado y no eran dignos de descansar
en el suelo bendecido de un camposanto.
Así mismo, hizo cubrir la fosa con
grandes losas y ordenó un absoluto silencio sobre los hechos acaecidos, bajo
pena de acompañar a los dos jóvenes en su triste retiro. Cuando parientes de
las dos víctimas llegaron al castillo, para interesarse por la repentina
desaparición de los dos jóvenes, les despidió con la falsa historia de que se
habían fugado juntos y esperaba que fueran encontrados y pagaran su delito con
el rigor debido. Ante esta respuesta, los parientes volvían a sus casas
desolados, pero incapaces de hacer más averiguaciones, temiendo mayores males
para sus respectivos seres queridos.
Allí y en aquel momento, debió acabar la
historia de los dos amantes, sin embargo, un par de siglos después, en 1744,
sucedió un hecho que vendría a prolongar el relato de estos dos desafortunados jóvenes.
Durante aquel año, se produjo un
terrible incendio en el castillo. Techos y muros se desplomaron, causando la
ruina definitiva de aquella admirable construcción.
Al parecer, grandes bloques de piedra
cayeron sobre las losas que cubrían los cadáveres de las dos inocentes
víctimas, destrozándolas. Por entre los resquicios que dejaban las ruinas y
cascotes que les cubrían, se filtró el espectro de uno ellos o, quizás, el de
los dos, Desde entonces, los habitantes de Quicena tuvieron conocimiento de su
fantasmal presencia.
El fantasma no aparecía cada día. Lo
hacía en días señalados, que se repetían año tras año, sin faltar nunca en la
noche de ánimas. El porqué de la elección de esas fechas, solo él o ellos lo
sabían. Aparecía al anochecer o en noche cerrada, mostrando su presencia con
fugaces, desvaídas y difuminados destellos, rondando por entre las ruinas del
castillo. Penaba, al parecer, aquella alma desconsolada, al verse condenada al
triste destino de vagar para siempre y no poder alcanzar la paz de la remisión
de sus pecados, ni reposar en lugar sagrado.
Era tal el espanto que producía en los
aldeanos, sus desgarradores lamentos y gemidos, así como sus tétricas
apariciones, que aquellos se encerraban en sus casas, atrancaban puertas y
ventanas, llegando a cegar las chimeneas de sus fogones, por temor de que el
fantasma se les metiera dentro.
Casi dos siglos después, los aldeanos se
habían acostumbrado tanto a las veleidades del fantasma, que ya le consideraban
un componente más del pueblo. Algo así como un extraño vecino que, aunque en
verdad, no se metía con nadie, había que guardar bien las distancias con él
A finales del siglo XIX el cura del
pueblo celebró un acto religioso, en la iglesia, dedicada a la Asunción de
María, para rezar por las almas de los dos amantes, con la intención de que el
Señor Dios les perdonara y pudieran descansar en paz, de una vez por todas. No
tuvo éxito.
Mi amable comunicante me relató una
anécdota protagonizada por su abuelo, cuando era un chaval. Cierta noche, en la
que se vieron resplandores entre las ruinas del castillo, un grupo de zagales,
capitaneados por él, sin encomendarse a Dios ni al diablo, decidieron ir al
castillo para apedrear al fantasma. Llegaron hasta la base de la derrumbada
muralla y lanzaron una nube de piedras en dirección al resplandor que, al
parecer, delataba la presencia del Fantasma.
De repente, un grueso tizón encendido,
proveniente del otro lado de la muralla, cayó sobre el grupo, levantando
centenares de chispas. Los zagales, aterrados, salieron corriendo hacia el
pueblo, a todo lo que daban sus cortas piernas. No contaron a nadie lo ocurrido,
ni tampoco se les ocurrió repetir la hazaña.
Tendría que llegar el año 1920, para que
el nuevo cura de Quicena, mosén Ramiro, decidiera acabar definitivamente con
aquella historia que atentaba, en cierto modo, contra la fe de sus feligreses.
Decidió hablar con el obispo de Huesca,
Monseñor Zacarías Martínez en aquel tiempo, para trasmitirle su preocupación
por aquella extraña historia y solicitar
la labor de un exorcista que le diera un definitivo final.
Dio
la casualidad de que, en aquel tiempo, se encontraba en España un famoso exorcista
italiano, de nombre Tomasso Ferruchi. Había llegado, en 1919, acompañando al
peruano padre corazonista, Mateo Crawley-Boevey, promotor de la consagración de España al Sagrado
Corazón en el Cerro de los Ángeles.
El obispo de Huesca solicitó, y obtuvo,
la presencia del famoso exorcista en Huesca. Llegado el padre Tomasso, se
organizó una nutrida peregrinación a Montearagón con cruces y estandartes a la
cabeza, el obispo y el exorcista en lugar preferente, junto a varios canónigos, gentes de la iglesia, autoridades
y feligreses.
En el castillo, se les unieron
representaciones de Quicena, Tierz, Siétamo y otros pueblos cercanos. Juntos
oraron mientras el padre Tomasso aplicaba sus ritos liberadores. Hecho esto,
todos volvieron a sus respectivos lugares de procedencia con la esperanza de
que, tanto sus oraciones, como la compleja actuación del exorcista, alcanzaran
un éxito definitivo.
Y así fue. Jamás el fantasma volvió a
mostrar su presencia entre las abandonadas ruinas del Castillo de Montearagón.
Había hallado, por fin, su ansiada paz
NOTA IMPORTANTE: Se advierte que, tanto
nombres, excepto los históricos, como situaciones, hechos y relatos son solo
producto exclusivo de la imaginación del autor.
¿O no?
Solo yo lo sé. Es mi pequeña y pueril venganza
para los lectores que rehúsan la lectura de mis artículos más serios.
Solo pienso aclarar ese dilema a mis
más fieles seguidores ,,,.. si ellos me lo piden.