miércoles, 22 de junio de 2022

54.- La Posada del Red Lion

54.-  LA  POSADA  DEL  RED  LION



 

 

Decaía el otoño de 1967, y era mi segundo viaje a Inglaterra. Había permanecido una semana en Luton, una pequeña ciudad situada a unos cincuenta kilómetros de Londres. Llevaba la misión de tomar datos suficientes para caracterizar un nuevo proceso de sinterización, en la compañía Production Tool Alloy, de esta ciudad. Tras mi retorno a Huesca debería implementarlo en nuestra empresa, que trabajaba con licencia de aquella compañía.

Terminada mi tarea en la fábrica y tras el breve y poco atractivo almuerzo en su cantina, tomé un tren –no mejor que cualquier otro de RENFE de aquella época- que me llevó hasta la emblemática estación Victoria de Londres. Al día siguiente debería viajar con B. A. desde Heathrow a Barcelona.

Me habían reservado habitación en el hotel King Edward, en la actual zona de Docklands, donde estuvo situado el antiguo gran puerto fluvial de Londres. Debo aclarar que aquel hotel no tenía nada de “Real”. Era uno de los muchos hoteles británicos de aquel tiempo: sencillo, aseado y cómodo, sin más pretensiones. No había una razón especial en la  elección, salvo que, justo al lado, había una oficina de British, que me permitiría tomar el bus al aeropuerto de manera cómoda y segura.

El hotel se hallaba algo apartado del centro de la ciudad, por lo que decidí ocupar el poco tiempo que disponía, en dar un corto paseo por sus alrededores y la avenida que discurre junto a la orilla del Támesis.

Aquella zona de Londres se hallaba en pleno cambio urbanístico. El barrio estaba experimentando una enorme transformación, con la construcción de modernos edificios de todo tipo y ocupación, además de zonas ajardinadas, junto al río, que le conferían prestancia, agrado y deseos de pasear por ellos.  

Junto a esas modernas construcciones, convivían restos de lo que fue el antiguo puerto, seguramente conservadas a propósito, como recuerdo de una época gloriosa del Imperio y, con mayor seguridad, para atraer turistas a la zona. Además de chiringuitos, tabernas y mesones de corte portuario y marinero, se podían contemplar varios pequeños barcos arbolados, anclados en una antigua dársena: Un hermoso galeón de tres palos, una goleta y un clípper de dos. Varios esquifes y barcas de remo, en servicio, se dedicaban a pasear turistas por el Támesis.

Desde un primer momento, llamó mi atención un pequeño edificio de corte muy antiguo, siglo XVIII como máximo, con estructura de madera bien a la vista, al estilo de las casas palomeras, pintada de llamativo rojo y blanco, y decorada con leones rampantes y signos cabalísticos. Un flamante rótulo anunciaba: Red Lion Inn. –Posada del León Rojo-.

De inmediato pensé en entrar. Era un lugar atractivo  y sugerente.  Además, rondaban ya las ocho de la tarde. Buena hora para cenar en Inglaterra.

Tan pronto traspasé la puerta de entrada, comprobé lo acertado de mi elección. A la mermada luz de varios gruesos velones y algunos candelabros, distribuidos estratégicamente en la sala y sobre las mesas de los comensales, se mostraba la diestra e interesante labor de una pintoresca decoración: mucha madera antigua, muchos símbolos, banderas y utensilios marineros, con profusión de cuadros, grabados y dibujos de escenas de barcos de vela, navegando a todo trapo o en duras y enconadas batallas navales.

El conjunto de la sala hacía recordar la cubierta inferior del castillo de popa de un gran navío de guerra con cuatro o más palos, donde se supone que se encuentra el despacho y alojamiento del capitán, tal como se representa en tantas películas rodadas de piratas, corsarios y filibusteros. Tres grandes vitrales, situados al fondo de la sala, reforzaban la ilusión de ese recuerdo.

Para completar el pintoresco escenario, mesoneros y servidoras lucían vestimentas y atavíos propios de los aventureros tiempos en los que galeones, goletas y demás barcos de vela, surcaban los océanos, desafiando tormentas, huracanes y el acoso de corsarios, piratas y otros barcos de bandera enemiga.

Debo confesar aquí, que el idioma inglés siempre ha sido mi talón de Aquiles. Era el idioma oficial de mi compañía y a mí se me daba mal.

A trancas y barrancas, conseguí adquirir los conocimientos imprescindibles para mantener el tipo, aunque siempre sufriendo, en mítines, presentaciones y discusiones de trabajo, con mis jefes y colegas.

Pero en la época de esta historia, mi inglés era menos que primario y mis entendederas casi nulas.

Con ese escaso bagaje lingüístico, me instalé en una rústica mesa y traté de elegir algún plato que resultara conveniente, de entre la laberíntica carta que me ofreció una rolliza y sonriente mesonera. Era como intentar adivinar un enrevesado acertijo, pero acerté a descubrir tres palabras: soup, rabbit y ice. Me valían para componer un menú….y no estuvo mal la elección.

Mientras llegaba el condumio, me entretuve en descifrar una curiosa nota, en forma de pergamino y escrita en caligrafía antigua, que acompañaba a la carta, Decía así más o menos:

“En el año 1780, reinando nuestro amado Rey George III, murió en esta casa el famoso Corsario Rojo, terror del Océano. Fugado, tras ser condenado a muerte, se refugió en el Red Lion Inn, mientras hallaba el modo de huir hacia América, oculto en alguno de los barcos anclados en el puerto. Alguien del barrio le denunció y la Guardia Real asaltó la posada. El corsario defendió con bravura su vida, pero sucumbió ante el gran número de enemigos que le atacaron. Cuentan que, herido de muerte, maldijo al denunciante y juró que volvería del otro mundo para vengarse. Desde entonces, cada diez años, alguien del barrio muere de forma violenta y en tan extrañas circunstancias, que nunca se han podido determinar las verdaderas causas de estas misteriosas muertes”.

Por supuesto, no conseguí traducir la historia de manera tan detallada como la describo, pero sí logré hacerme una idea bastante aproximada de ella, a través de algunas palabras sueltas conocidas y ayudándome con un pequeño diccionario de bolsillo, en otras.

Cené bien y a gusto, algo infrecuente en Inglaterra y en aquella lejana época. Una vez consumido mi habitual te con leche final, me atreví a preguntar al mesonero por la fecha en la que se esperaba un nuevo cumplimiento de la tétrica maldición del Corsario Rojo.

-To day –contestó muy serio.

Sonreí. Vaya, qué casualidad, pensé. Seguro que este pájaro suelta  la misma respuesta, cada día, a la pregunta del cándido turista de turno.

Pagué y salí al exterior con el propósito de volver al hotel paseando. Fuera reinaba la oscuridad y un húmedo relente proveniente del Támesis. Miré a un lado y a otro de la solitaria calle y no pude evitar sufrir un fuerte sobresalto. Desde una esquina del mesón, surgía la alargada sombra de alguien oculto tras ella, proyectada por la escasa luz de un viejo farol.

Apreté el paso en dirección al hotel, situado a unos 500 metros más allá. Tras unos pocos pasos, la curiosidad me hizo mirar hacia atrás.

 ¡Cielos! La sombra se había materializado en la oscura figura de un ser viviente en forma de hombre, del que apenas se podían distinguir sus extraños atavíos, consistentes en una larga casaca, amplio chambergo emplumado y gruesas botas de caña vuelta. Una serie de brillos metálicos surgían de entre las oscuras sombras de sus ropas, sugiriendo la posesión de algún tipo de arma blanca.

No soy medroso por naturaleza. De hecho, en las dos o tres ocasiones en las que me he visto envuelto en un peligro real de muerte, me han salvado mis buenos reflejos y una extraña calma que me permitió tomar la decisión acertada para lograr sortearlo.

Pero en esta ocasión, no perdí el tiempo en evaluar la situación y salí corriendo a todo lo que daban mis piernas en dirección al hotel. Podía tratarse de un verdadero fantasma, una broma turística, un loco o un asesino en serie. Daba igual, no tenía ningún deseo en averiguarlo. No dejé de correr, sin mirar atrás, hasta llegar a él. Irrumpí en el hall como empujado por un vendaval, sofocado y sudoroso, y me dirigí al salón contiguo, a fin de tomar aliento, calmar el sofoco de la carrera y refrescarme con cualquier bebida.

En el lounge, una espaciosa sala con acusado sabor inglés en su decoración y mueblaje, solo había un huésped. Leía un periódico, arrellenado en un amplio sillón, ante una mediada copa de escocés con hielo y una pipa apagada en la boca. Su plácida lectura fue interrumpida por mi abrupta irrupción en la sala.

Algo me preguntó, sorprendido, que yo no alcancé a entender.

-Lo siento –dije, azorado, en español-, pero no hablo bien el inglés.

-¡Ah, es Vd. español! Me alegra poder conversar en su idioma, si Vd. me lo permite y no tiene inconveniente alguno.

¡Cómo iba a tenerlo, si mi bagaje del idioma inglés no pasaba de unas pocas frases, construidas de muy mala manera y pronunciadas con un horrible acento! Se lo agradecí y pudimos así disfrutar, al menos por mi parte, de una larga y amena conversación.

De nombre James, estaba jubilado. Antes, durante más de veinte años, había sido Cónsul del Reino Unido en Bilbao y recordaba con agrado y nostalgia los tiempos vividos allí. Se expresaba en un español fluido, con elegantes maneras y un ligero acento extranjero, que le proporcionaba un tono singular y, en cierto modo, aristocrático.

Supe que vivía en el campo, en un cottage cercano a Londres, pero era cliente habitual del hotel en sus frecuentes estancias en la ciudad.

Apenas concluidas nuestras someras y respectivas presentaciones, me preguntó la causa del sofoco con que llegué al hotel, con mucho tacto, desde luego. Dudé en darle un relato sincero de lo ocurrido. En aquel momento ya me sentía embargado por una sonrojante sensación de ridículo, ante mi vergonzante actitud en aquel extraño suceso.

-Bueno, no le han mentido en nada –dijo, tras escuchar mi relato-. La historia se mezcla con la leyenda, pero ambas son las que han llegado como ciertas hasta nuestros días. En cuanto a la fantasmal aparición, no sabría que decirle, pero no sería extraño que fuese una comedia preparada por el mesonero, de cara a la captura de turistas, tipo de clientes que no abundan por esta parte de Londres. La leyenda del Corsario Rojo es muy conocida a ambos lados del Atlántico y sirvió de base argumental para la célebre novela de James Fenimore Cooper.

A continuación, tuvo la gentileza de ampliar la información adquirida en la posada del León Rojo.

Parece ser que Mikael Greenhall, el futuro Corsario Rojo, era un jovenzuelo galés, de encrespada cabellera rojiza,  que embarcó de grumete en un barco mercante, con destino a las colonias americanas, hacia el año 1732. Huía del hambre, las fatigas de los duros trabajos impropios de su corta edad y los frecuentes golpes de su amo.

Durante los siguientes 15 años, navegó en incontables ocasiones de norte a sur y de un lado a otro del Atlántico. Realizó toda clase de trabajos y ostentó los más variados cargos, en todo tipo de navíos, desde honrados mercantes a barcos negreros y piratas.

Fue de este modo, como ganó una gran experiencia bélica y marinera, además del suficiente prestigio, poder y carácter necesarios para ganar su propio barco y obtener la patente de corso de el Rey Jorge II, que confirmaría su sucesor Jorge III, más tarde. Había nacido el sanguinario Corsario Rojo, terror de los mercantes españoles en los mares de México, Florida, Panamá y Venezuela.

Se hallaba fondeado en Newport, Rhode Island, cuando estalló la rebelión de los colonos americanos que conduciría a la independencia y fundación de los Estados Unidos de América. El corsario supo ver que los días del dominio inglés sobre esa gran colonia estaban contados y  puso su barco al servicio de los rebeldes. Su condición de galés, y el mal recuerdo de la desdichada infancia en Inglaterra, fueron determinantes en su decisión. Por otro lado, ganaba otro cliente más a esquilmar, sumándolo a los españoles y franceses habituales, además de muchos puertos seguros donde avituallarse.

Pero la Marina Real Inglesa no podía perdonar tamaña traición y, tras sufrir varias capturas de sus navíos de transporte, solicitó, ante el Rey Jorge III, la Real Orden de búsqueda y captura del corsario.

El Almirantazgo destinó tres veloces y bien artillados navíos, con el objetivo de perseguir y apresar el barco del Corsario Rojo. No era una misión sencilla. El corsario conocía aquellos mares como la palma de su mano. Además, jugaba a su favor la gran destreza adquirida en el arte de navegación y, sobre todo, contaba con una red de informadores que le trasmitían, en todo momento, la posición de los barcos de la Armada Británica.

Tres largos años de persecuciones fallidas, e intensas búsquedas a lo largo de la costa americana, fueron necesarios para que los tres barcos Reales lograran acorralar al corsario, en una escondida ensenada de una diminuta y remota isla sin nombre, del archipiélago de las Islas Vírgenes.

El corsario trató de escapar a cañonazo limpio, pero la enorme potencia de fuego de los atacantes lo impidió. Su barco fue hundido y los supervivientes apresados, entre ellos el temible Corsario Rojo.

Cargado de cadenas lo trasladaron a Londres, donde fue juzgado y condenado a muerte.

-Aquí debió acabar la historia del Corsario Rojo –comentó míster James-, pero nada más lejos de la realidad. Su historia, mezcla de realidad, misterio y leyenda, se ha prolongado hasta nuestros días.

Fascinado por su relato y deseoso de conocer el final de tan intrigante historia, animé a mi contertulio a proseguir con su amena narración.

-Gracias a la ayuda de un carcelero bien pagado, logró huir vestido con prendas de mujer. Se refugió en la posada del Red Lion, a la espera de embarcar en algún mercante con destino a América. Allí sería bien recibido y podría reanudar su delictivo trabajo. Pero alguien le delató. La Guardia Real rodeó la posada y dieron muerte al prófugo. Por lo demás, Vd. ya ha tenido ocasión de conocer la leyenda de la maldición y las misteriosas muertes producidas en cada décimo aniversario.

-Así pues ¿este es el final definitivo de la historia? –pregunté, un tanto desilusionado.

-Eso parecía, pero no. De manera inesperada, el Corsario Rojo ha ganado actualidad en nuestros días. Resultó que, al poco tiempo de la muerte del corsario, el Rey Jorge III enfermó. Poco a poco fue languideciendo sin que los médicos de la corte pudieran hacer nada por evitarlo. Murió, diagnosticado de porfiria, a los pocos meses. Nadie puso en cuestión la causa de su muerte, ya que esta enfermedad había atacado, con anterioridad, a varios monarcas ingleses.

-¿Insinúa que el diagnóstico no era correcto y que fue la maldición del Corsario Rojo la que acabó con la vida del Rey Jorge? –pregunté, intrigado.

-No, no, verá. Recientemente, investigadores de Oxford han verificado que en el cabello del Rey había restos de cianuro. Determinaron que la muerte del soberano se debía a un envenenamiento por ese producto. Nuevos análisis dieron a conocer el método empleado en la ejecución del crimen: el regicida suministró al monarca pequeñas, constantes y reiteradas dosis de veneno, a lo largo de varios meses. De este modo, nadie, ni los médicos que le atendieron, llegaron a sospechar que el Rey estaba siendo envenenado.

-¡Sorprendente! –exclamé- ¿Y se sabe quién lo hizo?

-Los expertos, tanto de Oxford como los forenses y detectives de Scotland Yard, formularon varias hipótesis. Se trataba de encontrar a la persona que pudiera interesar la muerte del Rey Jorge, bien por interés material, o por enemistad, despecho o venganza,

-Imagino la dificultad de la investigación, después de  transcurrido tanto tiempo.

-Claro, pero no fue tan dificultoso como pudiera parecer. La principal vía de investigación consistía en encontrar a la persona que contara con la oportunidad de poder realizar la acción material del crimen, desde los proveedores de alimentos, cocineros, criados y servidores. De entre un exhaustivo listado del personal afectado, saltó un nombre, que pronto alguien reveló como sospechoso: Ruth Greenhall.

-¡Eh, ese nombre me suena! -exclamé.

-Exacto. Esa mujer, ayudante de cocina, resultó ser hermana del Corsario Rojo. Sin duda, era la culpable. Contaba con la oportunidad, los medios –el cianuro se empleaba, como habitual matarratas, en la lucha contra estos roedores, que infestaban cocinas y despensas de aquel tiempo-, y un evidente móvil: la venganza por la muerte de su hermano.

-Parece evidente. Y extraño que no la relacionaran con su hermano entonces. Pero óigame, ¿No le parece posible que esta mujer, que fue capaz de llevar su venganza hasta matar al Rey, ocasionara las iniciales  muertes que dieron lugar a la fantasmal leyenda del Corsario Rojo?

-Ah, mi querido amigo –contestó míster James, esbozando una sonrisa muy británica-, eso solo ella lo sabe. ¡Y no podemos preguntárselo!

Poco después nos despedimos, no sin antes agradecer, con vehemente y sincera efusión, la gentil y amena información que había tenido a bien concederme.

Aquella noche dormí poco. No podía alejar de mi mente los detalles de aquella insólita historia. Y aunque la cama, mullida y confortable, invitaba a un apacible sueño, me costó ni sé las vueltas alcanzarlo.

Pero al día siguiente, ya en el avión de regreso a casa, una vez cumplidos los engorrosos y azarantes trámites de embarque –para un inexperto como yo en aquel tiempo-, me sentí feliz, al haber conocido aquella interesante historia, de forma tan grata, y a través del relato de un auténtico gentleman inglés. 

Dedicado a mis nietos Leyre y Andrés.