54.- LA
POSADA DEL RED
LION
Decaía el otoño de 1967, y era mi
segundo viaje a Inglaterra. Había permanecido una semana en Luton, una pequeña
ciudad situada a unos cincuenta kilómetros de Londres. Llevaba la misión de
tomar datos suficientes para caracterizar un nuevo proceso de
sinterización, en la compañía Production Tool Alloy, de esta ciudad. Tras mi
retorno a Huesca debería implementarlo en nuestra empresa, que trabajaba con
licencia de aquella compañía.
Terminada mi tarea en la fábrica y tras
el breve y poco atractivo almuerzo en su
cantina, tomé un tren –no mejor que cualquier otro de RENFE de aquella época-
que me llevó hasta la emblemática estación Victoria de Londres. Al día
siguiente debería viajar con B. A. desde Heathrow a Barcelona.
Me habían reservado habitación en el
hotel King Edward, en la actual zona de Docklands, donde estuvo situado el
antiguo gran puerto fluvial de Londres. Debo aclarar que aquel hotel no tenía
nada de “Real”. Era uno de los muchos hoteles británicos de aquel tiempo:
sencillo, aseado y cómodo, sin más pretensiones. No había una razón especial en
la elección, salvo que, justo al lado,
había una oficina de British, que me permitiría tomar el bus al aeropuerto de
manera cómoda y segura.
El hotel se hallaba algo apartado del centro de la ciudad, por lo que decidí ocupar el poco tiempo que disponía, en
dar un corto paseo por sus alrededores y la avenida que discurre junto a la
orilla del Támesis.
Aquella zona de Londres se hallaba en
pleno cambio urbanístico. El barrio estaba experimentando una enorme
transformación, con la construcción de modernos edificios de todo tipo y
ocupación, además de zonas ajardinadas, junto al río, que le conferían
prestancia, agrado y deseos de pasear por ellos.
Junto a esas modernas construcciones,
convivían restos de lo que fue el antiguo puerto, seguramente conservadas a
propósito, como recuerdo de una época gloriosa del Imperio y, con mayor
seguridad, para atraer turistas a la zona. Además de chiringuitos, tabernas y
mesones de corte portuario y marinero, se podían contemplar varios pequeños
barcos arbolados, anclados en una antigua dársena: Un hermoso galeón de tres
palos, una goleta y un clípper de dos. Varios esquifes y barcas de remo, en
servicio, se dedicaban a pasear turistas por el Támesis.
Desde un primer momento, llamó mi
atención un pequeño edificio de corte muy antiguo, siglo XVIII como máximo, con
estructura de madera bien a la vista, al estilo de las casas palomeras, pintada
de llamativo rojo y blanco, y decorada con leones rampantes y signos
cabalísticos. Un flamante rótulo anunciaba: Red Lion Inn. –Posada del León
Rojo-.
De inmediato pensé en entrar. Era un
lugar atractivo y sugerente. Además, rondaban ya las ocho de la tarde. Buena
hora para cenar en Inglaterra.
Tan pronto traspasé la puerta de
entrada, comprobé lo acertado de mi elección. A la mermada luz de varios
gruesos velones y algunos candelabros, distribuidos estratégicamente en la sala
y sobre las mesas de los comensales, se mostraba la diestra e interesante labor
de una pintoresca decoración: mucha madera antigua, muchos símbolos, banderas y
utensilios marineros, con profusión de cuadros, grabados y dibujos de escenas
de barcos de vela, navegando a todo trapo o en duras y enconadas batallas navales.
El conjunto de la sala hacía recordar la
cubierta inferior del castillo de popa de un gran navío de guerra con cuatro o
más palos, donde se supone que se encuentra el despacho y alojamiento del
capitán, tal como se representa en tantas películas rodadas de piratas,
corsarios y filibusteros. Tres grandes vitrales, situados al fondo de la sala,
reforzaban la ilusión de ese recuerdo.
Para completar el pintoresco escenario,
mesoneros y servidoras lucían vestimentas y atavíos propios de los aventureros
tiempos en los que galeones, goletas y demás barcos de vela, surcaban los
océanos, desafiando tormentas, huracanes y el acoso de corsarios, piratas y
otros barcos de bandera enemiga.
Debo confesar aquí, que el idioma inglés
siempre ha sido mi talón de Aquiles. Era el idioma oficial de mi compañía y a
mí se me daba mal.
A trancas y barrancas, conseguí adquirir
los conocimientos imprescindibles para mantener el tipo, aunque siempre
sufriendo, en mítines, presentaciones y discusiones de trabajo, con mis jefes y
colegas.
Pero en la época de esta historia, mi
inglés era menos que primario y mis entendederas casi nulas.
Con ese escaso bagaje lingüístico, me
instalé en una rústica mesa y traté de elegir algún plato que resultara
conveniente, de entre la laberíntica carta que me ofreció una rolliza y
sonriente mesonera. Era como intentar adivinar un enrevesado acertijo, pero
acerté a descubrir tres palabras: soup, rabbit y ice. Me valían para componer
un menú….y no estuvo mal la elección.
Mientras llegaba el condumio, me
entretuve en descifrar una curiosa nota, en forma de pergamino y escrita en
caligrafía antigua, que acompañaba a la carta, Decía así más o menos:
“En
el año 1780, reinando nuestro amado Rey George III, murió en esta casa el
famoso Corsario Rojo, terror del Océano. Fugado, tras ser condenado a muerte,
se refugió en el Red Lion Inn, mientras hallaba el modo de huir hacia América,
oculto en alguno de los barcos anclados en el puerto. Alguien del barrio le
denunció y la Guardia Real asaltó la posada. El corsario defendió con bravura
su vida, pero sucumbió ante el gran número de enemigos que le atacaron. Cuentan
que, herido de muerte, maldijo al denunciante y juró que volvería del otro
mundo para vengarse. Desde entonces, cada diez años, alguien del barrio muere
de forma violenta y en tan extrañas circunstancias, que nunca se han podido
determinar las verdaderas causas de estas misteriosas muertes”.
Por supuesto, no conseguí traducir la
historia de manera tan detallada como la describo, pero sí logré hacerme una
idea bastante aproximada de ella, a través de algunas palabras sueltas
conocidas y ayudándome con un pequeño diccionario de bolsillo, en otras.
Cené bien y a gusto, algo infrecuente en
Inglaterra y en aquella lejana época. Una vez consumido mi habitual te con
leche final, me atreví a preguntar al mesonero por la fecha en la que se esperaba
un nuevo cumplimiento de la tétrica maldición del Corsario Rojo.
-To day –contestó muy serio.
Sonreí. Vaya, qué casualidad, pensé.
Seguro que este pájaro suelta la misma
respuesta, cada día, a la pregunta del cándido turista de turno.
Pagué y salí al exterior con el propósito
de volver al hotel paseando. Fuera reinaba la oscuridad y un húmedo relente
proveniente del Támesis. Miré a un lado y a otro de la solitaria calle y no
pude evitar sufrir un fuerte sobresalto. Desde una esquina del mesón, surgía la
alargada sombra de alguien oculto tras ella, proyectada por la escasa luz de un
viejo farol.
Apreté el paso en dirección al hotel,
situado a unos 500 metros más allá. Tras unos pocos pasos, la curiosidad me
hizo mirar hacia atrás.
¡Cielos! La sombra se había materializado en
la oscura figura de un ser viviente en forma de hombre, del que apenas se
podían distinguir sus extraños atavíos, consistentes en una larga casaca,
amplio chambergo emplumado y gruesas botas de caña vuelta. Una serie de brillos
metálicos surgían de entre las oscuras sombras de sus ropas, sugiriendo la
posesión de algún tipo de arma blanca.
No soy medroso por naturaleza. De hecho,
en las dos o tres ocasiones en las que me he visto envuelto en un peligro real
de muerte, me han salvado mis buenos reflejos y una extraña calma que me
permitió tomar la decisión acertada para lograr sortearlo.
Pero en esta ocasión, no perdí el tiempo
en evaluar la situación y salí corriendo a todo lo que daban mis piernas en
dirección al hotel. Podía tratarse de un verdadero fantasma, una broma
turística, un loco o un asesino en serie. Daba igual, no tenía ningún deseo en
averiguarlo. No dejé de correr, sin mirar atrás, hasta llegar a él. Irrumpí en
el hall como empujado por un vendaval, sofocado y sudoroso, y me dirigí al
salón contiguo, a fin de tomar aliento, calmar el sofoco de la carrera y
refrescarme con cualquier bebida.
En el lounge, una espaciosa sala con
acusado sabor inglés en su decoración y mueblaje, solo había un huésped. Leía
un periódico, arrellenado en un amplio sillón, ante una mediada copa de escocés
con hielo y una pipa apagada en la boca. Su plácida lectura fue interrumpida
por mi abrupta irrupción en la sala.
Algo me preguntó, sorprendido, que yo no
alcancé a entender.
-Lo siento –dije, azorado, en español-,
pero no hablo bien el inglés.
-¡Ah, es Vd. español! Me alegra poder
conversar en su idioma, si Vd. me lo permite y no tiene inconveniente alguno.
¡Cómo iba a tenerlo, si mi bagaje del
idioma inglés no pasaba de unas pocas frases, construidas de muy mala manera y
pronunciadas con un horrible acento! Se lo agradecí y pudimos así disfrutar, al
menos por mi parte, de una larga y amena conversación.
De nombre James, estaba jubilado. Antes,
durante más de veinte años, había sido Cónsul del Reino Unido en Bilbao y
recordaba con agrado y nostalgia los tiempos vividos allí. Se expresaba en un
español fluido, con elegantes maneras y un ligero acento extranjero, que le
proporcionaba un tono singular y, en cierto modo, aristocrático.
Supe que vivía en el campo, en un
cottage cercano a Londres, pero era cliente habitual del hotel en sus frecuentes
estancias en la ciudad.
Apenas concluidas nuestras someras y
respectivas presentaciones, me preguntó la causa del sofoco con que llegué al
hotel, con mucho tacto, desde luego. Dudé en darle un relato sincero de lo
ocurrido. En aquel momento ya me sentía embargado por una sonrojante sensación
de ridículo, ante mi vergonzante actitud en aquel extraño suceso.
-Bueno, no le han mentido en nada –dijo,
tras escuchar mi relato-. La historia se mezcla con la leyenda, pero ambas son
las que han llegado como ciertas hasta nuestros días. En cuanto a la fantasmal
aparición, no sabría que decirle, pero no sería extraño que fuese una comedia preparada
por el mesonero, de cara a la captura de turistas, tipo de clientes que no
abundan por esta parte de Londres. La leyenda del Corsario Rojo es muy conocida
a ambos lados del Atlántico y sirvió de base argumental para la célebre novela
de James Fenimore Cooper.
A continuación, tuvo la gentileza de ampliar
la información adquirida en la posada del León Rojo.
Parece ser que Mikael Greenhall, el
futuro Corsario Rojo, era un jovenzuelo galés, de encrespada cabellera rojiza, que embarcó de grumete en un barco mercante,
con destino a las colonias americanas, hacia el año 1732. Huía del hambre, las
fatigas de los duros trabajos impropios de su corta edad y los frecuentes
golpes de su amo.
Durante los siguientes 15 años, navegó
en incontables ocasiones de norte a sur y de un lado a otro del Atlántico.
Realizó toda clase de trabajos y ostentó los más variados cargos, en todo tipo
de navíos, desde honrados mercantes a barcos negreros y piratas.
Fue de este modo, como ganó una gran
experiencia bélica y marinera, además del suficiente prestigio, poder y
carácter necesarios para ganar su propio barco y obtener la patente de corso de el Rey Jorge II, que confirmaría su sucesor Jorge III, más tarde. Había nacido el
sanguinario Corsario Rojo, terror de los mercantes españoles en los mares de
México, Florida, Panamá y Venezuela.
Se hallaba fondeado en Newport, Rhode Island,
cuando estalló la rebelión de los colonos americanos que conduciría a la independencia
y fundación de los Estados Unidos de América. El corsario supo ver que los días
del dominio inglés sobre esa gran colonia estaban contados y puso su barco al servicio de los rebeldes. Su
condición de galés, y el mal recuerdo de la desdichada infancia en Inglaterra,
fueron determinantes en su decisión. Por otro lado, ganaba otro cliente más a
esquilmar, sumándolo a los españoles y franceses habituales, además de muchos
puertos seguros donde avituallarse.
Pero la Marina Real Inglesa no podía
perdonar tamaña traición y, tras sufrir varias capturas de sus navíos de
transporte, solicitó, ante el Rey Jorge III, la Real Orden de búsqueda y
captura del corsario.
El Almirantazgo destinó tres veloces y
bien artillados navíos, con el objetivo de perseguir y apresar el barco del
Corsario Rojo. No era una misión sencilla. El corsario conocía aquellos mares
como la palma de su mano. Además, jugaba a su favor la gran destreza adquirida
en el arte de navegación y, sobre todo, contaba con una red de informadores que
le trasmitían, en todo momento, la posición de los barcos de la Armada
Británica.
Tres largos años de persecuciones
fallidas, e intensas búsquedas a lo largo de la costa americana, fueron
necesarios para que los tres barcos Reales lograran acorralar al corsario, en
una escondida ensenada de una diminuta y remota isla sin nombre, del
archipiélago de las Islas Vírgenes.
El corsario trató de escapar a cañonazo
limpio, pero la enorme potencia de fuego de los atacantes lo impidió. Su barco
fue hundido y los supervivientes apresados, entre ellos el temible Corsario
Rojo.
Cargado de cadenas lo trasladaron a
Londres, donde fue juzgado y condenado a muerte.
-Aquí debió acabar la historia del
Corsario Rojo –comentó míster James-, pero nada más lejos de la realidad. Su
historia, mezcla de realidad, misterio y leyenda, se ha prolongado hasta
nuestros días.
Fascinado por su relato y deseoso de
conocer el final de tan intrigante historia, animé a mi contertulio a proseguir
con su amena narración.
-Gracias a la ayuda de un carcelero bien
pagado, logró huir vestido con prendas de mujer. Se refugió en la posada del
Red Lion, a la espera de embarcar en algún mercante con destino a América. Allí
sería bien recibido y podría reanudar su delictivo trabajo. Pero alguien le
delató. La Guardia Real rodeó la posada y dieron muerte al prófugo. Por lo
demás, Vd. ya ha tenido ocasión de conocer la leyenda de la maldición y las
misteriosas muertes producidas en cada décimo aniversario.
-Así pues ¿este es el final definitivo
de la historia? –pregunté, un tanto desilusionado.
-Eso parecía, pero no. De manera
inesperada, el Corsario Rojo ha ganado actualidad en nuestros días. Resultó
que, al poco tiempo de la muerte del corsario, el Rey Jorge III enfermó. Poco a
poco fue languideciendo sin que los médicos de la corte pudieran hacer nada por
evitarlo. Murió, diagnosticado de porfiria, a los pocos meses. Nadie puso en
cuestión la causa de su muerte, ya que esta enfermedad había atacado, con
anterioridad, a varios monarcas ingleses.
-¿Insinúa que el diagnóstico no era
correcto y que fue la maldición del Corsario Rojo la que acabó con la vida del
Rey Jorge? –pregunté, intrigado.
-No, no, verá. Recientemente, investigadores
de Oxford han verificado que en el cabello del Rey había restos de cianuro.
Determinaron que la muerte del soberano se debía a un envenenamiento por ese
producto. Nuevos análisis dieron a conocer el método empleado en la ejecución
del crimen: el regicida suministró al monarca pequeñas, constantes y reiteradas
dosis de veneno, a lo largo de varios meses. De este modo, nadie, ni los
médicos que le atendieron, llegaron a sospechar que el Rey estaba siendo
envenenado.
-¡Sorprendente! –exclamé- ¿Y se sabe
quién lo hizo?
-Los expertos, tanto de Oxford como los forenses y detectives de Scotland Yard, formularon varias hipótesis. Se trataba de encontrar a la
persona que pudiera interesar la muerte del Rey Jorge, bien por interés
material, o por enemistad, despecho o venganza,
-Imagino la dificultad de la investigación,
después de transcurrido tanto tiempo.
-Claro, pero no fue tan dificultoso como
pudiera parecer. La principal vía de investigación consistía en encontrar a la persona que contara con la oportunidad de poder realizar la acción material del crimen, desde los proveedores de
alimentos, cocineros, criados y servidores. De entre un exhaustivo listado del
personal afectado, saltó un nombre, que pronto alguien reveló como sospechoso:
Ruth Greenhall.
-¡Eh, ese nombre me suena! -exclamé.
-Exacto. Esa mujer, ayudante de cocina,
resultó ser hermana del Corsario Rojo. Sin duda, era la culpable. Contaba con
la oportunidad, los medios –el cianuro se empleaba, como habitual matarratas,
en la lucha contra estos roedores, que infestaban cocinas y despensas de aquel
tiempo-, y un evidente móvil: la venganza por la muerte de su hermano.
-Parece evidente. Y extraño que no la
relacionaran con su hermano entonces. Pero óigame, ¿No le parece posible que
esta mujer, que fue capaz de llevar su venganza hasta matar al Rey, ocasionara
las iniciales muertes que dieron lugar a
la fantasmal leyenda del Corsario Rojo?
-Ah, mi querido amigo –contestó míster
James, esbozando una sonrisa muy británica-, eso solo ella lo sabe. ¡Y no
podemos preguntárselo!
Poco después nos despedimos, no sin
antes agradecer, con vehemente y sincera efusión, la gentil y amena información
que había tenido a bien concederme.
Aquella noche dormí poco. No podía
alejar de mi mente los detalles de aquella insólita historia. Y aunque la cama,
mullida y confortable, invitaba a un apacible sueño, me costó ni sé las vueltas
alcanzarlo.
Pero al día siguiente, ya en el avión de regreso a casa, una vez cumplidos los engorrosos y azarantes trámites de embarque –para un inexperto como yo en aquel tiempo-, me sentí feliz, al haber conocido aquella interesante historia, de forma tan grata, y a través del relato de un auténtico gentleman inglés.
Dedicado a mis nietos Leyre y Andrés.