CAPÍTULO
VII
¡Perdidos
en el desierto!
-¡Nos
atacan! -gritó Helen-.
-¡Me
cagü´en la leche! ¡Será posible que esa gentuza todavía nos siga! -prorrumpió,
exasperado, Rodríguez.
Mientras,
el helicóptero se mantenía a pocos metros por encima del coche, provocando tal
vendaval de arena, que obligó al conductor a detener el vehículo. No se veía ni
a un metro de distancia.
-¡Venga,
rápido, dame tu arma! -ordenó, acuciante, Helen al beduino.
-No, lo siento, no voy armado -se justificó éste.
-¡Dásela
coño! -gritó a su vez Rodríguez-. ¡Que se te transparenta debajo de la chilaba!
La
experta mirada de ambos había captado el bulto del arma. Lo tenían
"fichado", desde la primera ojeada.
El
beduino sacó, a regañadientes, una enorme automática Browing HP. La pistola era
una poderosa arma de guerra de 11 mm y cargador de doble hilera. Quién sabe a
cuantos habrían ayudado a viajar al otro mundo con ella.
Helen saltó del Toyota y disparó, sin interrupción, los quince cartuchos del cargador, apuntando hacia la difusa silueta del helicóptero, cuya difusa panza quedaba enmarcada por el brillante sol del amanecer, a pesar de estar oscurecida por la densa cortina de arena.
Alguna
parte sensible del aparato debió acertar, porque el helicóptero dio un salto
hacia arriba y abandonó el acoso al que les tenía sujetos, alejándose rumbo al
este. Unos minutos más tarde, vieron elevarse una columna de humo negro, en la
misma dirección que habían tomado sus agresores.
-Esos
ya no nos molestarán más -sentenció Rodríguez.
Por
suerte, todo había quedado en un susto. Un gran susto. Pero la rapidez y
determinación de Helen habían evitado que aquel desagradable sobresalto hubiera
producido males mayores.
Continuaron
rastreando el paso de alguna caravana. No era tarea fácil. Tenían marcadas
sobre el mapa las probables rutas utilizadas por los beduinos, aunque de poco
servía esa información en una orografía como aquella, cuyos accidentes y
referencias eran imposibles de identificar, en la práctica.
Debían
guiarse por el instinto del intérprete, buscar los caminos de mejor acceso para
el tránsito de camellos y trazar una trayectoria sinuosa para abarcar un mayor
frente de búsqueda. Además, no contaban con demasiado tiempo. En realidad,
deberían encontrar alguna caravana ese mismo día. Solo así, podrían cumplir el
deseo de Helen de convivir con los hombres del desierto, al menos, un día completo.
Helen se consolaba comentando que, aunque el éxito no les acompañara en su búsqueda, los días y, todavía más, las noches transcurridas en el desierto eran, por sí solas, capaces de fascinar a cualquiera. Confidencia que rechinaba en lo más profundo del pensamiento de Rodríguez, que no veía la gracia de todo aquello por ninguna parte. Pero era un ferviente deseo de Helen y lo había asumido con entereza y estoicismo.
Habían
alcanzado ya la media tarde y recorrido un buen número de kilómetros, sin éxito
en la búsqueda, cuando, de pronto, surgieron varios jinetes armados desde una
gran duna, cortándoles el paso.
Helen
intentó evitarles, pero el coche se hundió en la duna opuesta.
Las
ruedas giraban alocadas en la arena, hundiéndose en ella cada vez más, mientras
despedían surtidores de arena a gran altura.
-¡Maldita
sea, estamos atascados! -gritó con desesperación Helen, tratando de salir del
atolladero.
Intento
inútil. Detrás de esa duna, asomaban las figuras de otros jinetes armados.
Rodríguez miró hacia atrás y vio otro grupo más, cerrándoles la posible retirada.
¡Estaban rodeados!
-¡Hagámosles
frente! -gritó Helen, echando mano a la Browing.
-Tranquila
Helen -respondió Rodríguez, sujetando el brazo armado de Helen-. Sería un
suicido
Salieron
del vehículo brazos en alto, siguiendo las indicaciones de los asaltantes.
-Son
tuaregs -susurró el beduino-. Guarden la calma y no hagan ningún movimiento
sospechoso. Yo les hablo.
En
efecto, eran tuaregs procedentes Libia. Muchos de ellos habían servido en el ejército
de Gadafi, formando la Legión Islámica. Tras la caída del dictador, se
disolvieron. La mayoría se trasladó a Malí en donde apoyaron al
movimiento rebelde. Otros colaboran con el ejército de Níger y algunos se
dedican al bandidaje como modo de subsistencia.
El
intérprete se adelantó hacia ellos y mantuvo una larga y agitada conversación,
en su idioma, con el jinete que aparentaba ser el jefe de la tropa. Mientras el
beduino hablaba alto, gesticulando con desesperación y echándole drama al asunto,
el tuareg, que se mantenía imperturbable en lo alto de su montura, replicaba
con frases cortas de tono duro y grave de mando, sabiéndose dueño de la
situación.
Por
fin, acabó la conversación y el beduino dio cuenta de la negociación con el
jefe tuareg.
-Querían
secuestraros para pedir rescate, pero yo les he informado que erais americanos
y que el gobierno americano nunca paga rescate a los secuestradores, sean quienes
sean. En cambio, jamás dejan a ningún compatriota desamparado. Estad seguros,
les he dicho, de que os buscarán y si les hacéis algún daño os matarán, a
vosotros y a vuestras mujeres e hijos. Cuentan con medios de sobra para eso y
para mucho más. Así que he propuesto que cojan lo que necesiten y nos dejen en
paz.
-Has
hecho bien -aprobó Rodríguez.
Mientras,
en el bando tuareg se producía una fuerte discusión entre ellos, que acabó por
zanjar el jefe. Decidieron, al fin, seguir el consejo del beduino. Arramblaron
con todo lo que pudieron cargar y les
dejaron con la ropa puesta, un bidón con 5 litros de agua, el coche pelado, sin
radio GPS, ni los transmisores y solo la gasolina del depósito.
-¿Cuánta
nos queda? -preguntó Helen.
-La
que haya en la reserva -contestó Rodríguez, que llevaba la cuenta de las
provisiones-. Justo esta tarde tocaba repostar.
-Pues
para esto, mejor hubiera sido liarse a tiros -lamentó Helen.
-Pero
estamos vivos, Helen -trató de tranquilizarla Rodríguez-. Míralo por este lado:
Mientras tengamos vida, nos quedará la esperanza de poder salir de esta
situación con bien.
Sin
embargo, la situación no podía ser más comprometida ni peor. Era evidente que,
con la gasolina que les quedaba, solo podrían recorrer unos pocos kilómetros
más. Necesitaban encontrar alguna caravana o algún oasis pronto o estaban
muertos. Y con tan poca agua, sin comida ni nada con qué protegerse de aquel
sol abrasador, era cuestión de dos o tres días que sus huesos quedaran
blanqueándose, para siempre, en aquel inmenso brasero,
-Vamos,
Nashid, es tu turno -dijo Rodríguez al beduino, sin perder la calma-. muéstranos
tus habilidades.
El
beduino no contestó palabra. Se subió al techo del Toyota y oteó el horizonte
en todas direcciones.
-Tenemos
que encontrar algún refugio. Hemos dejado atrás la ruta El Cairo a Dar Al
Arbaien y también a los oasis de Farafra, Mut y Dakhla. Ahora debemos estar a
más de 100 kilómetros de ellos. Ya no podemos retroceder, están fuera de
nuestro alcance. Nuestra única oportunidad es encontrar algún pozo de los que
toman agua los nómadas. No será fácil, pero si logramos descubrir alguno, es
posible que allí consigamos ayuda.
-¿Pero
has visto algo, alguna vegetación o la polvareda de alguna caravana? -preguntó
Helen, inquieta.
-No,
nada -negó Nashid-. Los viajeros tratan de no levantar polvo para evitar
asaltos. El que hacía nuestro coche alertó a los tuareg.
-Bien,
lo hecho, hecho está. La situación es la que es y hay que tomar decisiones
-apremió Rodríguez-. Hacia dónde crees que debemos dirigirnos.
-No
podemos hacer otra cosa que seguir haciendo a pie lo que hacíamos en coche:
seguir caminando por las veredas más asequible para el paso de camellos y
confiar que Alá nos permita encontrar un pozo, una caravana o algún grupo de
nómadas.
-Me
parece bien -afirmó Helen-. Se trata de luchar para intentar salvarnos en tanto
las fuerzas nos lo permitan.
-¡Eso
es! Ni por un momento debemos perder el ánimo ni la esperanza de salir de este
infierno -afirmó, rotundo, Rodríguez.
Pero
la cruda realidad se imponía a la determinación de la pareja. En muy poco
tiempo quedarían sin fuerzas para dar ni un paso y la alarma en El Cairo
tardaría varios días en producirse. Y aun entonces, la búsqueda sin radio, GPS,
ni transmisores, sería tan difícil como la de encontrar la aguja en el heno.
-Pues
si estamos de acuerdo -habló el intérprete en su nuevo y forzado papel de
guía-, agotaremos la gasolina y seguiremos a pie. Caminaremos en cuanto decline
el sol y descansaremos de noche. Tan pronto aclare el día continuaremos la
marcha, mientras el sol nos lo permita. Entonces, deberemos resguardarnos lo
mejor posible. Caminar bajo el sol del desierto, sin ropa adecuada, nos mataría
el primer día.
Consiguieron
recorrer unos veinte kilómetros antes de que el Toyota agotara la última gota
de carburante. El sol todavía brillaba por encima de las dunas más lejanas,
cuando los tres se dispusieron a emprender aquella incierta caminata. Antes,
repartieron el agua en sus tres cantimploras y destriparon, con un cuchillo que
llevaba oculto Nashid, los asientos para llevarse las fundas y usarlas como
protección. No quedaba nada más de utilidad, salvo un mechero, propiedad
también del beduino.
-¿Y
si nos quedáramos aquí en el coche, hasta que lleguen las ayudas? -preguntó,
todavía, Helen.
-Olvídate,
Helen. Creo que cuando lleguen, si llegan, nosotros ya estaremos tiesos. Nashid
tiene razón, debemos buscar nuestra salvación por nosotros mismos. Y si
descubren el coche a tiempo, también lo harán con nosotros, puesto que no
andaremos muy lejos.
Echaron
a caminar y aprovecharon hasta el último minuto que les permitió la caída de la
noche. Después durmieron arropados por las fundas del coche no más allá de
cinco horas.
El
beduino fue el primero en levantarse. Era todavía noche cerrada, cuando
iniciaron de nuevo la marcha, siguiendo el rumbo que había elegido Nashid.
Todavía tenían las fuerzas casi intactas y había que aprovecharlas para avanzar
lo más posible. Lo hacían sobre una vaguada pedregosa que les permitía andar
algo mejor y más rápidos que sobre la arena.
Pero
pronto, el implacable sol despuntó sobre la sucesión de altas dunas que hasta
entonces les habían resguardado. Helen propuso continuar andando por algún
tiempo más, pero el beduino negó su utilidad y advirtió:
-Debemos
ahorrar fuerzas. Mañana será un día mucho más duro.
Semienterrados
en la arena y protegidos por las fundas de los asientos del coche a modo de
sombrajos, aguantaron el paso del sol hasta que remitió y pudieron continuar el
camino.
No
lo hacían con las ganas y frescura del día anterior, La falta de alimento y la
escasez de agua, bebida a espaciados y cortos sorbos, empezaba a hacer mella en
los ánimos y fuerzas de los caminantes.
Cuando
se cerró la noche, se dejaron caer derrengados. El agradable frescor de la
noche, de días anteriores, se había convertido, ahora, en un gélido soplo que
se calaba hasta los huesos. Helen y Rodríguez durmieron apretujados tratando de
evitar perder el poco calor corporal que les quedaba.
Iniciaron
el segundo día con las fuerzas ya muy mermadas. Habían superado la vaguada
pedregosa y caminaban sobre la arena, ahora con bastante dificultad, por entre
un interminable campo de dunas.
El
avance se hacía lento y penoso. Además, las dunas eran de menor altura que el
día anterior y el sol les alcanzó antes. Tampoco consiguieron la misma
protección. El beduino aconsejó enterrarse completamente en la arena y proteger
lo más posible la cabeza. Era la única forma de sobrevivir, según él. Nashid,
durante el camino y en varias ocasiones, había oteado el horizonte, subido a la
duna más alta, pero en ninguno de sus intentos había logrado apreciar nada favorable.
Cayó,
por fin el sol, y pudieron continuar la marcha. Pero ya no caminaban.
Arrastraban penosamente los pies, al hundirse en la arena, todavía ardiente,
ocasionándoles un desgaste energético y anímico insoportable. Y lo peor era que
solo quedaba un par de sorbos de agua en sus cantimploras, con los que pasar la
noche.
El
beduino, un hombre enjuto, fibroso y acostumbrado a los rigores del desierto,
se mantenía medianamente entero, pero Helen y Rodríguez llegaron exhaustos al
final de la caminata del día. Se dejaron caer contra una alta duna y, sin
mediar palabra, se acurrucaron en la ladera, dispuestos a pasar la última
noche, vivos, en aquel inmenso y despiadado desierto.
Despuntaba
el día, y Rodríguez notó que Nashid se levantaba e iniciaba la subida a la duna
en donde se habían encamado. Pero no le quedaban ánimos ni para preguntarle a
dónde iba y para qué. Cerró los ojos, se abrazó a Helen y se sumergió, de
nuevo, en aquella atrapante semiinconsciencia.
De
pronto, unos desesperados gritos del beduino tuvieron la virtud de despejarles
en parte.
-Hey! hey! Come here! Hurry up! Hurry up! -gritaba conminándoles a que
se reunieran deprisa con él.
Escalaron
como pudieron la duna. Gateando, con frecuentes resbalones, tropiezos y retrocesos, lograron remontar la arenosa pendiente.
Tras
ella, en una pequeña vaguada, salpicada por varios ralos y semi secos arbustos,
hallaron a Nashid arrodillado, intentando abrir un hueco en la arena,
valiéndose de su sandalia con la que raspaba el suelo, movido por una auténtica
desesperación.
-¡Ayudadme,
que aquí hay agua! -aseguró preso de gran excitación.
En
efecto. En el fondo del pequeño hoyo que había excavado, aparecía ya una mancha
de arena mojada.
Toda
la fatiga almacenada en los dos días anteriores de duro peregrinaje desaparecieron
de repente. Ambos imitaron a Nashid. Se arrodillaron y cavaron como posesos,
con manos, hebillas, calzado y palos arrancados de los arbustos como
herramientas.
Su
esfuerzo tuvo recompensa. Pronto vieron brotar las primeras gotas de agua. Después
apareció un fino surtidor de preciado líquido, a través de un diminuto agujero
del fondo. Continuaron ahondando hasta conseguir formar un charquito, capaz ya
de mojar los pañuelos y escurrirlos sobre los resecos labios, lengua y cabeza
de los tres.
Después
de un primer refresco, ensancharon y profundizaron el pocillo hasta lograr un
charco con el que, tras filtrar el agua, llenar las cantimploras, beber y
remojarse con mayor entidad.
-Este
pequeño manantial indica que cerca de aquí tiene que haber un pozo -dijo el beduino-.
Quedaos aquí, mientras yo lo busco. Volveré en cuanto lo encuentre o antes de
anochecer, en todo caso.
Una
nueva sensación sacudió el ánimo de los dos socios y amantes. Por primera vez,
se hallaban solos en medio de aquel inmenso y hostil territorio arenoso. ¿Y si
Nashid no regresaba?
Y
esa tremenda sensación de soledad y abandono les encogía el corazón de una
manera tan agobiante e intensa, como
jamás antes habían conocido.
-No
hay que desesperar. Mañana, o pasado a más tardar, la falta de noticias hará
saltar todas las alarmas. Encontrarán el Toyota, seguro. Sabrán que hemos
viajado a pie, por lo que el área de búsqueda quedará reducido a un círculo muy
bien definido. Aquí tenemos agua y con ella podremos resistir unos cuantos días
más.
De
este modo, Rodríguez trataba de despejar los negros pensamientos que la forzada
soledad les ocasionaba, además de infundir ánimo a Helen y, por supuesto, a sí
mismo.
Faltaba
muy poco para caer la noche, cuando apareció Nashid. Y no venía solo. Traía una
hermosa serpiente de metro y medio y dos pequeños roedores que él llamó
"jarbos".
-¿Has
encontrado el pozo? -preguntaron, ansiosos, a la par.
-Sí,
pero está más lejos de lo que había supuesto -respondió el beduino-. Mañana nos
espera otro largo y duro día.
Pero
aquello importaba ya poco. La buena noticia les había hecho recobrar el ánimo
al instante. La "caza" aportada por Nashid no era una maravilla, pero
calmó sus tripas tan bien, como el mejor festín del mundo.
Nashid
despellejó a los bichos, preparó el fuego y los asó, con gran destreza. Y, a
pesar de que no disponían de ningún condimento, nadie le hizo ascos al magro y
pintoresco condumio.
Apenas
vieron clarear el día, partieron esperanzados en busca del pozo salvador, con
fuerzas renovadas. Habían dormido, comido y bebido y, sobre todo, caminaban
hacia el final de sus desdichas. Un sol inclemente les alcanzó antes llegar al
pozo, pero ya nada les podía frenar.
Alcanzaron
su destino achicharrados, pero pronto, el frescor del agua recién sacada les
hizo sentir el mayor deleite y regocijo de la Tierra.
-Aquí
estaremos a salvo y podremos resistir el tiempo que sea necesario, hasta que
llegue alguna caravana o alguna familia de nómadas arreando el ganado -comentó
Nashid, asentido sin reparos por la pareja.
Así
transcurrieron dos días, en los que Nashid realizaba sus expediciones de caza,
regresando con los más extraños bichos que ellos hubieran imaginado comer.
Hasta alacranes hubo en el menú.
Durante
el tercer día, apareció un grupo de beduinos que se dirigía al oasis de Mut, a
fin de vender la recua de seis dromedarios que llevaban, en su gran mercado de
animales. Lo componían tres hombres, un joven, dos niños, dos mujeres y una
jovencita. Eran una familia de modestos pastores del norte de la región de Biltine en
el Chad.
Montaron
dos grandes tiendas y, a pesar de su evidente modestia, les trataron como a
reyes, de mano del sehab, o jefe de famila, Tarek, y de su esposa Shaza. Fue
una noche memorable en la que comieron, bebieron y danzaron al son de las
canciones que entonaban los beduinos, alumbrados por el resplandor de una
hoguera, el reflejo de la luna y el brillo de infinitas estrellas, luciendo,
sin estorbo alguno, en el negro cielo.
Los
nómadas desmontaron temprano las tiendas y prepararon su partida con un ligero
desayuno.
-Os
llevaríamos con nosotros -dijo Tarek, traducido por Nashid-, pero os conviene
más uniros a una caravana que lleva mercancía al Cairo. Viene de Niger y viaja
más al norte. Nuestra ruta os desviaría demasiado.
-¿Conoces
bien el itinerario de esa caravana? -preguntó Nashid.
-Sí.
La esperaban cuando pasamos por el oasis de Al Kissu. Irán al pozo de Fuks, que
está a una jornada, justo al norte de este, en dos días.
Se
despidieron, al fin, con pesar y tras recibir más indicaciones sobre el
probable curso de la caravana. Los nómadas partieron hacia el este y Halen,
Rodríguez y Nashid hacia el norte.
Antes
de anochecer, ya se hallaban instalados en el pozo Fuks. Este estaba mejor
acondicionado que el anterior. Contaba con un cobertizo, un largo abrevadero y
un pequeño grupo de palmeras, lo que daba a entender un mayor uso y una mayor
frecuencia de paso de los usuarios.
Con
el alma en un hilo, esperaron la llegada de la ansiada caravana durante todo el
día siguiente, pero fue al amanecer del tercer día, tal como había pronosticado
Tarek, cuando se presentaron.
Estaba
compuesta por una nutrida reata de dieciséis camellos de carga y otros seis
dromedarios con la impedimenta. servida por una tropa de doce hombres, dos
mujeres y tres muchachos de 14 ó 15 años, unos a pie y otros montados.
Transportaban
un gran cargamento de sal, procedente de la región de Bilma, en Niger, y
algunas otras mercancías. Su destino era Bawiti. Desde esa ciudad, a unos 280
kilómetros de El Cairo, las mercancías proseguirían en camión hasta la capital.
La caravana regresaría a Niger, tan pronto reunieran la carga suficiente.
Los
beduinos acogieron a los tres extraviados con el agrado y hospitalidad que
caracteriza a los hombres del desierto. Disponían de una potente emisora
militar y se brindaron a pedir ayuda para que vinieran a recogerles. Sin
embargo, Helen insistió en solicitar acompañarles durante el resto de trayecto
hasta Bawiti.
-Cariño,
sabes que compartir unos días con los nómadas del desierto era mi sueño dorado en
New York -dijo a Rodríguez, tan pronto obtuvo la conformidad del jefe de la
caravana, y tras observar el ceño fruncido de su pareja-. Van a ser unos pocos
días más en el desierto, pero esta nueva
experiencia valdrá la pena. Ya verás.
Y su
sueño se hizo realidad. Acompañaron a los beduinos durante los diez días que
duró la marcha hasta Bawiti. Enfundados en la ropa que les proporcionaron,
mucho más adecuada que la suya para andar por el desierto, intentaron
comportarse como los propios beduinos. Y aunque eran tratados con deferencia,
ellos ayudaban en que fuera menester y ni el mismísimo Rodríguez escurría el
bulto en las tareas más duras.
Durante
esos días, Helen gozó como nadie de aquella apasionante aventura. Se la veía
marchando a pie o sobre algún dromedario, arreando el ganado, descargando los
aperos en los vivaques o ayudando a montar las tiendas. Era incansable. Y una
pesadilla para Rodríguez, que estaba obligado a mantenerse a su altura, para no
desmerecer su naturaleza de varón ante los ojos del resto de la comitiva.
Pero
era en los descansos para tomar el indispensable te, durante la cena o en las
tertulias nocturnas, antes de que el sueño deshiciera el grupo, cuando Helen
gozaba de verdad. Ayudada por Nashid, intervenía en todas las conversaciones
que se desarrollaban alrededor del fuego, tanto escuchando fascinada las
legendarias historias de los más viejos, como interrogándoles por sus
costumbres en todas y cada una de las facetas de su vida.
En
Bawiti les esperaba el mismo Hasaní en persona. Días antes habían avisado a la
agencia de su buen estado y de su decisión de seguir viaje con la caravana
hasta esa ciudad. Él se deshizo en disculpas y les aseguró que les buscaron
durante varios días, pero, perdida toda esperanza de hallarles con vida, acabaron
por suspender la búsqueda y darles por desaparecidos.
Aquella
noche durmieron en el complejo turístico, tras una cena de celebración, a la
que asistieron la mayoría de los miembros de la caravana, Antes debieron
aplicarse una necesaria, larga, reparadora y meticulosa ducha -apestaban a
camello-, para borrar las huellas dejadas por la escasez de agua, en su paso
por el desierto.
Al
día siguiente, llegaron al hotel Nile Ritz-Carlton, envueltos en la extraña
sensación de pertenecer a otro mundo. Eran dos personas muy diferentes a las
que cruzaron el hall, el primer día de su llegada a El Cairo. Les embargaba un
sentimiento raro, difícil de describir.
Tampoco
tenían la necesidad ni el deseo de hacerlo. Simplemente, se dejaban llevar por
aquella ambigua sensación, al contemplar con mirada nueva las cosas ya
conocidas del hotel: su brillante decoración, la sofisticación del servicio
y de las mismas comidas, incluso unas nuevas sensaciones al sentir el suave roce de las sábanas o el simple chapuzón en la piscina.
Sentían,
en fin, haber protagonizado la historia de su vida y percibían la clara
evidencia de ser distintos.
EPILOGO.
En
el hotel fueron recibidos con los honores de auténticos héroes. Tanto el
director del hotel, como un alto directivo de la agencia TourspreS, les colmaron
de agasajos y regalos, entre ellos una sustancial rebaja en las respectivas
facturas.
Así
mismo, el directivo de la agencia les regaló una preciosa reproducción de la
dorada máscara funeraria de Tutankamon, que se encuentra expuesta en el Museo
Egipcio. Regalo que arrancó una exclamación de asombro en Rodríguez:"Esto, Helen, debe costar un pico"
No
era de extrañar. La prensa local y nacional, así como varias agencias
informativas internacionales, se habían hecho eco de la penosa historia de la
pareja, Esta indeseada publicidad les acarreó más de un quebradero de cabeza,
al tener que evitar la pesada insistencia de varios periodistas, dispuestos a
conseguir, por todos los medios, la exclusiva de su aventura.
No
faltó la visita del teniente Amed. Se saludaron con afecto y, tras comentar las
vicisitudes sufridas por la pareja en el desierto, pasó a informarles de las
acciones realizadas, en los casos que dejaron abiertos.
-Gracias
a las pistas que Vds. nos ofrecieron, nuestro trabajo fue sencillo. Por medio
de Interpol, supimos que el cuñado de la víctima y su amigo habían dejado
Inglaterra dos días antes de la muerte de Troudeau y habían regresado otros dos
después. Entraron aquí con documentación falsa, pero a nuestro Servicio Secreto,
acostumbrado a pelear contra espías y terroristas de todo tipo, les costó
apenas nada descubrir el hotel donde se alojaron en El Cairo y seguir sus pasos.
Les apretamos las tuercas y cantaron como venditos: el amigo era, en realidad,
el amante de la viuda. Esta, al parecer, había tramado la muerte de su marido y
ellos habían ejecutado el siniestro plan. Les encontramos suficientes pruebas
para incriminarlos en documentos, tarjetas, el móvil y el famoso Rolex. Que,
por cierto, al examinarlo, encontramos un micro film en su interior, con las
claves de importantes depósitos de dinero en bancos extranjeros, y la dirección
de un almacén con abundantes armas de todo tipo en Alejandría.
-El
asunto olía mal desde el primer momento -aseguró Rodríguez-. Nos alegramos de
que hayan resuelto el caso. Troudeau era un malhechor pero no se merecía esa
muerte. Y díganos ¿qué fue de los traficantes?
-La
red en Egipto quedó desmantelada por completo -contestó el teniente Amed-.
Interpol está trabajando para combatir sus ramificaciones en Turquía, Grecia y
Oriente Medio. Resulta difícil llegar más allá, ya que las principales fuentes
de suministro, además de muy abundantes y variadas, suelen contar con la protección o convivencia de regímenes políticos permisivos.
La
conversación continuó en términos cordiales, continuando en el mismo tono hasta
la despedida.
-No
deje de contactar con nosotros si visita Nueva York. Recuerde que tiene allí a
dos amigos -dijo Rodríguez, al tiempo que Helen asentía al estrechar su mano.
Ya
de vuelta a casa, en el avión, Helen y Rodríguez hacían balance de sus
vacaciones.
-¡Vamos,
Helen! ¡Vaya, unas vacaciones moviditas que hemos "disfrutado"! Te
dije, o no te dije, que era mejor ir a visitar a tu abuelita de Wisconsin.
-Mira,
Luis, cariño. Estas vacaciones no las cambiaría yo por nada de este Mundo. Y te
digo una cosa: jamás olvidaré las noches pasadas en el desierto.
FIN