47.- HÉROES
DE POLIGNY: LOS ÚLTIMOS ESPAÑOLES DEL FRANCO CONDADO.
Fortaleza de Joux, en el Franco Condado.
Se
decidió realizarlo en automóvil, el Director General de la Compañía, junto a el
Director Comercial y yo, en calidad de Director Técnico.
El
plan era lograr un acuerdo de colaboración para ofrecer a los fabricantes
europeos más importantes de automoción y aeroespacial equipamientos
herramentales completos, de una manera conjunta, en sus nuevos proyectos de
fabricación.
Estábamos
convencidos de que la propuesta era muy beneficiosa para las dos Empresas.
Ellos eran especialistas en un tipo de productos y nosotros en otros
diferentes. Nos complementamos en un alto porcentaje y realizar ofertas
conjuntas nos permitiría gozar, ante nuestros comunes competidores, de una
confortable posición hegemónica en la dura lucha por ganar mercado. Pero esta
clase de acuerdos no se pueden cerrar por teléfono.
Aun
teniendo noticia de la gran calidad de sus productos, era necesario tratarse,
conocerse, sentir que se puede entablar una relación de confianza y seguridad
con nuestros oponentes, hasta convertirlos en colaboradores. No solo había que
tener un conocimiento de las personas, sino también de sus instalaciones y
procesos. Pero, sobre todo, era necesario convencerlos de que nuestro plan
tenía todas las condiciones necesarias para alcanzar un sensible y gratificante
éxito.
Salimos
temprano de San Sebastián. Comimos en La Junquera y continuamos por Perpignan y
Montpellier, hasta alcanzar el valle del Ródano. Tras dejar atrás Lyon y
abandonar la frecuentada Autoroute du
Soleil, enfilamos la carretera hacia Poligny, con unos 100 kilómetros por
delante antes de llegar a nuestro destino.
Al
cruzar la pequeña localidad de Coligny, alcanzamos a ver un restaurante, a un
lado de la carretera, bien iluminado y con bastantes coches en su parquin. Era
ya tarde y decidimos hacer un alto para cenar allí, ya que, aunque no quedaba
ya demasiado trayecto para finalizar el viaje, quizás nos resultara difícil
hacerlo en Poligny, dada la tempranera costumbre francesa de celebrar la cena.
Fue
un acierto y cenamos muy a gusto. A decir verdad, y en honor a la cocina
francesa, debo manifestar que siempre he comido bien en Francia. Lo hice en
muchas ocasiones, en regiones muy diferentes y en restaurantes de distintas
categorías, pero nunca salí defraudado. En España, Alemania e Inglaterra, sí.
Lo
he pensado mucho, pero al final no he podido resistir la tentación de referirme
a un desdichado incidente que me sucedió en esta ocasión, a cuenta de la
calidad alimentaria de algunos restaurantes.
Antes
de continuar la crónica de dicho incidente, quiero recalcar que este largo
viaje resultó bastante llevadero, gracias a que el Director General, que iba al
volante, era un excelente conductor. Manejaba el automóvil con una suavidad y
maestría admirables. Además era un auténtico traga millas. A pesar de que había
conducido durante todo el día una enormidad de kilómetros, parte de ellos de
noche, llegaba al final del trayecto más fresco que una lechuga.
Bien,
después de puntualizar lo anterior, reanudaré mi relato:
Al
llegar al bonito hotel, que el propietario de la fábrica objeto de nuestra
visita, había reservado, y tras bajar del coche, noté que mis tripas no andaban
con la normalidad debida ni habitual.
Ya
en recepción, sentí un fuerte apretón intestinal. Aceleré cuanto pude los
trámites y salí disparado hacia mi habitación. Por suerte no estaba muy lejos.
Corrí por un breve pasillo, salté un corto tramo de escalera de tres en tres y
... ¡me cagué! Así de claro. Para qué dar rodeos o buscar eufemismos: mi
delicado esfínter no pudo con aquella tumultuosa catarata y me lo hice encima,
antes de poder hallar refugio seguro en la habitación.
¡Y
no fue poca la inundación que se produjo!
Terrible
asunto, porque en mi pequeña bolsa de viaje, solo llevaba el estuche de aseo,
pijama, pañuelos, un par de calcetines y una camisa de repuesto. Suficiente
para un viaje rápido de una noche de hotel.
Significa
que tuve que lavar y perfumar muy bien mi ropa interior y secarla como Dios me
dio a entender. Era época de buen tiempo, no había calefacción y debí hacerlo
al calor de las lámparas de la habitación.
De
inmediato pensé en la comida de La Junquera, como el elemento desencadenante de
la tragicomedia que había protagonizado. Ahora no recuerdo todo el menú
elegido, solo las lentejas con butifarra -como un palmo de hermosa butifarra,
por cierto- del primer plato.
Fue una elección arriesgada, teniendo en
cuenta los gases que suelen provocar y las horas que debería soportar sin poder
aliviarme. Pero no lo pensé, ambos productos me encantan y me serví un buen
plato.
Desayunamos
temprano al siguiente día y, tan pronto nos reunimos, me apresuré a preguntar a
mi colega el comercial -sin mostrar demasiado interés, por supuesto, como
dejándolo caer-, qué tal le habían sentado las lentejas. Solo los dos las
habíamos comido.
-¡Calla,
calla! -me respondió, enfadado- ¡Me he pasado la noche visitando el puñetero
váter!
¡Bingo!
Tenía razón. Allí estaba el cuerpo del delito. Solo el plato de lentejas fue el
alimento común ingerido. Y solo la jo...robada butifarra catalana podía estar
en mal estado. Amigos, ojo cómo y dónde las pedís.
Suerte
que no hubo testigos, pero perdí confianza en mí. ¿Y si me volviera a suceder
en lugar más embarazoso?
Bueno,
aparte de este incidente, la entrevista fue muy positiva. Los propietarios de
la empresa, una bonita compañía familiar, nos recibieron con afecto y un trato
cálido, amistoso y constructivo.
Expusimos
nuestra idea y, más tarde, giramos una detallada visita a los talleres. Era una
planta bien ordenada, con los medios de producción adecuados y bien dispuestos,
además de contar con los instrumentos de revisión y control más modernos. La
organización de la producción era algo convencional, aunque parecía suficiente.
Por
el momento, las cosas marchaban bien. Seguramente no se debía tanto a nuestra
habilidad negociadora, como al crédito que nos confería el prestigioso nombre
de la compañía multinacional alemana que representábamos, pero todo ayuda y en
este caso se trataba de una baza decisiva.
Fuera
por una causa, la otra o ambas, el caso era que el asunto rodaba bien y la
relación entre ambas partes no podía ser más amistosa y colaboradora.
Nos
invitaron a una comida de trabajo para seguir hablando sobre los términos de
nuestra posible futura colaboración.
El
ágape se celebraría en el hotel donde nos alojábamos. Este era un amplio
edificio, construido en las afueras de la localidad, a la manera de los
caserones típicos de la cercana región alpina, con una fachada animada por
multitud de plantas en flor. Y el comedor de respeto seguía la misma pauta. Era
una sala donde destacaba la madera natural en techo, muebles, suelo y
carpintería en general, que lo hacían cálido e informal.
Éramos
seis a la mesa. Nosotros tres, el dueño de la fábrica, su hijo, que llevaba los
asuntos técnicos y el comercial. El dueño del hotel, íntimo amigo del primero,
no dejó de atendernos durante toda la comida, explicando las particularidades
del condumio servido y compartiendo mesa con nosotros en los postres.
El
almuerzo de trabajo se convirtió en un auténtico agasajo por parte de nuestro
anfitrión. Lamento no recordar el extenso, variado y excelente menú servido, a base de especialidades borgoñesas.
Fue regado con un buen vino de Borgoña, que se adornaba con sus clásicas
cualidades de finura, elegancia y exquisitez.
Sí
puedo hacerlo con uno de sus entrantes, debido a su peculiaridad.
Era
un platito de caracoles del Jura, muy diferentes a los nuestros: gordos y
sabrosos, con un tamaño como el doble de los de aquí, salteados con setas de la
región y una salsa que no supe identificar.
Advierto
que nuestros caracoles a la vizcaína, de cuya preparación soy especialista,
saben, a mi juicio, menos refinados, pero mucho más ricos.
También
recuerdo algo de los postres. Sacaron una gran fuente de quesos, algo que no
puede faltar en una mesa francesa. Soy poco, o nada, experto en quesos, así que
elegí un par con aspecto que me pareció conocido. Añadí a la pareja otro con
muy buena "pinta".
¡Por
qué lo haría! Al llevarme a la boca un pedazo de este último, noté un olor
repugnante, que me hizo recordar al del incidente la noche anterior. El sabor
no era mejor: era un asco. Siento no haber preguntado por su clase o tipo, pero
bastante tenía con tragar aquella asquerosidad
sin echarme a llorar.
Moraleja:
en cuestión de quesos, y más si es francés, no se dejen llevar por las
apariencias. pueden llevarse una desagradable sorpresa.
Salvado
este pequeño incidente, el hotelero, un hombre simpático y parlanchín, sacó una
botella de un vino blanco dorado y nos ofreció una copa con mucha ceremonia.
-¿Qué
les parece este vino? -preguntó, mientras lo catábamos.
-¡Pero
este es un vino de Jerez! -conteste de inmediato, sorprendido, al tiempo que
mis colegas asentían. Nadie que haya probado un Jerez lo olvida.
No
había duda. Era un vino seco, de grado, con el inconfundible color acaramelado
del amontillado y el típico sabor a madera de esta modalidad jerezana. Por otra
parte, yo conocía bien la finura y elegancia de los vinos de Borgoña, gracias a
la cortesía de un proveedor de Grenoble, que durante varias Navidades, tuvo la
amabilidad de enviarme algunas botellas. Y no, no tenían nada que ver con aquel
otro.
El
hotelero sonrió y nos ofreció una detallada explicación sobre el origen de este
curioso vino.
-Este
es un vino muy especial, que solo se elabora en Poligny y sus alrededores. Como
Vds. sabrán, los españoles estuvieron aquí durante dos siglos. Ellos trajeron
sus cepas de España y nos enseñaron a criar estos preciados caldos aquí. Desde
entonces, nuestros antepasados aplican las enseñanzas aprendidas sobre el
cuidado de las viñas y la elaboración del vino, trasmitidas de generación en
generación, hasta llegar intactas hasta nuestros días.
Por
supuesto, ninguno de los tres españoles que allí había, un catalán, un vasco y
un aragonés, habíamos oído hablar de que nuestros compatriotas hubieran estado
en aquella remota región y, mucho menos, que su dominio, sobre aquellas
tierras, hubiera durado casi dos siglos.
El
buen hombre debió captar nuestras miradas de asombro e ignorancia y se aprestó
a ampliar la información, con la suficiencia del profesor que explica la
lección de historia a una caterva de alumnos aborregados e incultos.
-Pues
sí. La Borgoña perteneció al Sacro Imperio Romano Germánico y pasó a la corona
de España cuando Carlos V lo heredó.
Detrás de nuestra casa, hacia el norte, verán una colina, cubierta de
vegetación. Allí estaba el castillo y en él la guarnición española.
-Aunque
pueda parecer extraño, los españoles no estaban aquí como invasores, sino como
protectores y la relación con los paisanos fue siempre cordial. Se puede
afirmar que se llevaban muy bien con la población -dijo, para responder a la
pregunta de uno de nosotros, sobre el comportamiento de nuestras tropas.
Respiramos
aliviados, dada la acostumbrada acusación de brutalidad de los nuestros por
tierras europeas.
-Todo
fue así, hasta que Luis XIV decidió anexionar la Borgoña a su reino. Hubo una
cruenta guerra y Poligny fue la última plaza en caer. Después de un largo
sitio, los cañones del Rey redujeron a escombros el castillo y en el asalto
final, un numeroso ejercito acabó con toda resistencia. Ningún defensor
sobrevivió.
Nuestra
cara de sorpresa debió de ser tal, que el hotelero dejó la mesa y regresó con
un librito -poco más que un folleto- que tuvo la gentileza de regalarnos, como
suvenir de nuestro paso por la ciudad.
Anduve
listo, alargué la mano y me hice con él. Ya os lo pasaré, dije a mis colegas, a
modo de excusa. Lo guardé y me sentí feliz al ponerlo a buen recaudo.
Su
título: Histoire de la Presénce Espagnole
à Poligny. y estaba profusamente ilustrado con dibujos a plumilla, emulando
grabados antiguos.
Esta
historia llegó a mi memoria mientras escribía el artículo 45 de mi blog sobre
la espada de San Cosme y he decidido propagarla por idéntica razón.
¿De
qué estúpida, cuando no mísera o maligna pasta estamos hechos los españoles,
para denigrar las hazañas de nuestros héroes históricos, aceptando sin
rechistar todas las fechorías que se nos achaca?
¿Qué
aplicamos, sin piedad, nuestra brutal violencia en Flandes, Francia, Italia y
América? Sí, como todos en aquella época -y aún antes y después-. ¿O es qué, en
alguna ocasión, ha existido una guerra sin que ambos contendientes aplicaran la
mayor violencia que estaba en su mano, o lo hicieran sin cometer desmanes y
atrocidades? Sí, está mal, pero sin distinciones.
¿Qué
acabamos con la cultura indígena en América? A ver ¿De qué cultura me hablan?
¿La de comerse el corazón palpitante de sus enemigos vencidos o la de ofrecer sacrificios
humanos a sus dioses? Podría hacer una larga lista de beneficios que los
nativos obtuvieron de nuestros conquistadores, pero no hace falta. Solo necios
o malignos pueden ignorarlos.
En
fin, sucedió que aquella buena gente, en lugar de recibirnos con resquemor o
distancia, lo hicieron con todo lo contrario: celebraron nuestra visita con
evidente agrado. No se cansaron en demostrarlo, durante toda nuestra estancia,
con una más que sobrada amabilidad y afecto. Cabe resaltar que lo hicieron, no
por ser gente de negocio más o menos importante, sino por nuestra condición de
españoles.
Los
acuerdos alcanzados se rubricaron en una visita posterior de estos nuevos
colaboradores a nuestras instalaciones. A partir de entonces, realizamos juntos
muy buenos negocios.
Por
mi parte, tan pronto pude, me leí de un tirón el librito regalado. Era una
verdadera joya, fechada en 1897. Trataré de hacer un resumen de su contenido,
lo más ajustado posible al texto francés, lamentando la desdichada
circunstancia, de que solo pueda ser conocido por el reducido número de
lectores que siguen mis escritos. Si pueden, p.f., denlo a conocer.
Tras
una somera descripción de los antecedentes históricos borgoñeses, con más
particularidad los de la región del Jura y la ciudad de Poligny, el autor se
centra en la presencia de los españoles en la ciudad.
Esta
se inicia al recibir Felipe -llamado el Hermoso-, Príncipe de los Países Bajos,
el Condado de Borgoña, en el mítico año 1492, al renunciar a su gobierno
Maximiliano I, su padre. El Condado, en realidad pertenecía a María de Borgoña,
esposa del Emperador, que había fallecido diez años antes.
Felipe
tenía seis años al morir su madre, por lo que Maximiliano actuó como regente,
hasta la cesión del gobierno del Condado, al cumplir el Príncipe los 16 años.
Los
borgoñeses recibieron la noticia con verdadero entusiasmo y el evento fue
celebrado con alegría a lo largo y ancho de todo el Condado.
Por
fin, podían considerarse miembros de pleno derecho del potente Sacro Imperio
Romano Germánico, con las enormes ventajas que esa privilegiada situación les
reportaba. La monarquía francesa debería cesar en su eterno acoso al Condado y
en sus continuos intentos de anexionarlo a su reino. Ahora no se arriesgarían a
desafiar al Emperador, y afrontar así las seguras e inmediatas represalias de
su poderoso ejército.
Pero
Felipe valoró, en muy poco, todos aquellos unánimes sentimientos de adhesión y
agrado.
El
buen mozo gustaba más del fasto, el galanteo y la relajada vida que le ofrecían
las suntuosas fiestas de Amberes y Malinas, que de ocuparse del tedioso deber
de gobierno de un oscuro condado de agricultores.
De
hecho, lo aceptó como un adorno más a la copiosa lista de títulos que poseía:
Además de Príncipe heredero del Imperio, era Señor de Amberes y Malinas, Conde
de Flandes, Habsburgo, Tirol, Artois, Henao, Holanda y Zelanda, junto a Duque
de Flandes, Brabante y Luxemburgo.
Todas
las damas de la corte flamenca -y aun otras sin tratamiento alguno-se rifaban
al bello y vanidoso joven. Y él nunca rechazó a las ganadoras.
Cuatro
años más tarde se celebró el matrimonio del Príncipe con Doña Juana I de Castilla y Aragón, convirtiéndose en Rey -sic- de España,
hecho que provocó la unión del Condado de Borgoña a la Corona de España. El
nuevo evento agradó a sus ciudadanos y fue bien aceptado.
No era para menos. La entrada del importante Reino de España en el Sacro Imperio Romano Germánico, en la persona Felipe, su heredero, suponía un importante refuerzo para la seguridad del Condado.
Sin
embargo, Felipe solo acudió a Borgoña en una ocasión, en 1503.
Visitó
las principales ciudades del condado, en especial Besançon, la capital. A pesar
del continuo desaire de su proceder para con sus súbditos, la población entera
se volcó para concederle un apoteósico recibimiento, afanándose en aclamar y
vitorear al paso de su Señor y de su brillante cortejo.
El
Príncipe no pasó por Poligny. La ciudad no era tan importante como para que el
arrogante joven perdiera su preciado tiempo en ella.
Pero
sus ciudadanos no se lo tomaron en cuenta. La ciudad se quedó semi vacía, al
organizarse una nutrida caravana en dirección a Dole, ciudad situada a unos 45
kilómetros de Poligny, en donde sí se esperaba la llegada del Príncipe.
Los poliñeses, ganados por la expectación que el afamado príncipe había despertado
con la visita a sus tierras y ardiendo en
deseos de conocerle y aclamarle, formaron una auténtica peregrinación
hacia la segunda ciudad en importancia de Borgoña.
Viajaban
en toda clase de carruajes, desde elegantes berlinas a humildes carromatos.
Muchos lo hicieron sobre caballo, mula o borrico y los más a pie. Nadie quería
perderse el histórico acontecimiento.
El
evento quedó descrito en los anales de la ciudad con todo detalle, junto a la
relación de obsequios que los notables llevaron para ofrecer a su estimado
Señor.
Al
parecer, y según se relata en el librito que nos regalaron en Poligny, la
estima que sentían los borgoñeses por Felipe era real y sincera.
Habían
depositado en él la esperanza de que su gobierno redundara en un largo período
de próspera estabilidad. Guardaban el grato recuerdo, trasmitido de padres a
hijos, de la valerosa lucha que sostuvo el Conde Carlos I el Temerario, contra
Francia y Suiza, por mantener la independencia del condado. Valeroso esfuerzo
que le costó la vida en la batalla de Nancy.
Y
los Borgoñeses anhelaban ver en Felipe a su admirado, además de llorado, héroe
Carlos como adalid de su autonomía, ante su codicioso vecino, el reino de
Francia. No era el caso de Flandes y aun menos el de España.
En
Flandes se vio envuelto en los muchos incidentes y refriegas que ocasionaron
partidarios y detractores a su persona y a la legitimidad de su titulación. Las
revueltas llegaron hasta el punto de que por poco no perdió la vida en una de
ellas.
En
España, tanto la mayoría de la nobleza como la totalidad del pueblo llano,
sentía muy poco aprecio por él. Se le reprochaba el desairado trato que
otorgaba a su querida reina Juana, su carácter altanero y distante, y, sobre
todo, el poco interés que mostraba en el conocimiento de los usos y costumbres
españoles de la época. Al rodearse de una corte de amigos flamencos, ofendía a
la española, y la no integración en el país le
incapacitaba, de hecho, para conseguir y retener la Corona de España,
que con tanto fervor deseaba.
La
suma de tantos inconvenientes provocarían lo inevitable: la muerte temprana del
rey consorte en 1506, en extrañas circunstancias, entre las cuales no era
arriesgado intuir la cercana presencia del veneno.
Por
tanto, las ilusiones los borgoñeses acabaron pronto. Heredó el condado su hijo
Carlos con seis años de edad. Dada su tierna edad, tomó el gobierno de Borgoña
su tía Margarita de Austria en calidad de regente, hasta la muerte de su padre
Maximiliano en 1519, al sucederle en el trono de Emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico su nieto, con el título de Carlos V. Tres años antes, a la
edad de 16 años, había accedido al trono del reino de España, como Carlos I.
La
Regente Margarita fue acogida con cierto recelo en el Condado. En Poligny, que
llevaba décadas dejada de la mano de Dios, se recibió la noticia del
nombramiento con desilusión y un franco disgusto. Preveían nuevos lustros de
abandono.
Sin
embargo, pronto hizo cambiar de opinión a sus súbditos. Supo ganárselos
realizando una intensa y provechosa labor de gobierno, logrando lo que ningún
otro gobernante anterior había conseguido: guiar a su pueblo por el camino de
la estabilidad y la bonanza.
No
fue tarea fácil, al coincidir su gobierno con la subida al trono del ambicioso
rey de Francia, Francisco I, delicada relación de vecindad que supo manejar con
maestría, pero también con la necesaria firmeza.
Firmeza
solo respaldada por una hábil e intensa acción diplomática, ya que la defensa
del Condado estaba encomendada a unidades de animosos civiles, mal armados y
escasamente entrenados.
El
acceso de Carlos V a la soberanía del Condado, cambió esa situación de una
manera radical.
Estableció
las normas y leyes necesarias para dotar al Condado de una autonomía real y
efectiva. Un Consejo de notables gobernaría en nombre del Emperador y fijaría
libremente los impuestos a entregar. Era el Franco Condado.
Consciente
de la importancia estratégica del territorio borgoñón, organizó una adecuada
defensa del mismo, sembrándolo de castillos y fortalezas o reforzando las
existentes, al tiempo que establecía guarniciones de tropas españolas en las
principales ciudades.
De
hecho, el territorio del Franco Condado proporcionaba un camino seguro para el
paso de las tropas españolas entre Nápoles, el Ducado de Milán y Flandes. De
allí que se conociera al Condado como "El
Camino Español" con Felipe II
Aquellas
medidas llegaron también a Poligny. Se mejoraron las defensas y baluartes del
viejo castillo y se estableció una guarnición permanente de españoles para su
defensa.
Siento
que la forzada necesidad de condensar el interesante relato de aquel librito
francés, no me permita reflejar aquí la admiración, gratitud, cariño y
auténtica devoción con que el autor describe la amistosa relación que existió
entre los soldados españoles y la población civil. Los españoles no estaban
allí como conquistadores sino en el papel de defensores de su amada autonomía.
Durante
la presencia española, la composición de la fuerza variaba según los avatares
políticos -que fueron muchos y muy críticos- desde 30 a 200 efectivos,
Un
sargento mandaba la compañía. Era la máxima autoridad militar de la plaza. De
uno a tres cabos, según la cantidad de tropa existente en el momento,
ayudaban en el mando de aquel, siendo
estos asistidos, a su vez, por varios "soldados viejos", veteranos de
guerra de los Tercios en los distintos frentes europeos. En tiempos de guerra,
la guarnición era reforzada por tropas venidas de Flandes o Milán, a las
órdenes de un capitán, originario de algún grado de nobleza.
Parte
de la fuerza estaba formada por soldados profesionales, suizos, alemanes,
milaneses o valones, provenientes de los famosos "Tercios Españoles".
La
gran mayoría de estas selectas tropas profesionales abandonaron la milicia
española durante el reinado de Felipe IV y todavía antes, debido a que España,
arruinada por la intervención en tantas guerras como se vio envuelta y, sobre
todo, esquilmada por la voracidad de validos y arribistas políticos, se
encontró en la vergonzosa situación de no poder pagar sus sueldos.
A
partir de entonces, la defensa del Franco Condado quedó encomendada al
exclusivo esfuerzo de los soldados españoles.
La
defensa del fuerte contaba, además, con una dotación de artilleros que servían
a los tres cañones, de a 4 pulgadas instalados en él.
El
resto de los soldados eran infantes, alabarderos y algunos arcabuceros.
Los
soldados eran relevados, por lo general, cada cinco años por mitades. Sin
embargo, no era extraño que algunos se reengancharan, hasta el punto de que
varios se casaron con mozas del lugar, para formar una familia y establecerse
definitivamente en Poligny. Varios de sus apellidos lo muestran.
Era
de esperar. Los españoles eran admirados por la aureola de invencibles que
habían cosechado en tantas victoriosas batallas, como acometieron por tantas tierras de Europa. Al
menos hasta la triste derrota de Rocroy en 1643, que marcó el final de los
victoriosos Tercios de Flandes, cinco días después de la muerte del rey de
Francia Luis XIII, cuando reinaba en España Felipe IV.
Lo
cierto es que los españoles llevaban una vida plácida, segura y de buen trato
en Poligny. Su apartada situación geográfica y la poca importancia política de
la villa, les alejaba de los muchos conflictos que acontecieron en el Condado,
durante los dos siglos de permanencia de los españoles en la ciudad.
Solo
en dos ocasiones tuvieron que batirse seriamente con las tropas francesas. El
resto fueron escaramuzas de menor importancia.
La
primera se produjo en 1595. El rey de Francia Enrique IV declaró la guerra a
España e invadió el Franco Condado. Ganó la mayor parte del territorio, pero la
mayoría de las plazas importante resistieron, entre ellas Dole, Besançon y
Arbois. La pequeña guarnición de españoles de Poligny se cubrió de gloria en su
heroica defensa. La poderosa reacción del ejército de Felipe II provocó la
retirada de las tropas francesas.
Desde
entonces y mientras duró el reinado de Felipe II, el Franco Condado conoció el
más largo período de paz y prosperidad. La estabilidad política se notó en
Poligny y sirvió para reforzar la relación entre paisanos y soldados, dando
lugar a intercambios de costumbres y conocimientos agrícolas y artesanales.
El
segundo conflicto serio aconteció durante el reinado de Felipe IV. En el año
1636, Richelieu, conocedor de la debilidad española, invadió el Condado. De nuevo,
la heroica resistencia de la capital Dole y otras, entre ellas Poligny, dieron
tiempo al ejército imperial para organizar una fuerza de socorro que hizo
abandonar el territorio, a toda prisa, a la tropa del Rey Luis XIII.
La
llegada de Luis XIV al trono de Francia en 1643, marcaría el comienzo de la
decadencia política y militar de España en Europa, situación que fue
aprovechada por "El Rey Sol" para sucederle en la influencia y predominio
sobre el resto de estados europeos.
Todo
su reinado estuvo dirigido a convertir a Francia en la mayor y más poderosa
potencia europea,
En
1665 murió Felipe IV. Mal momento para España. A la quiebra de la hacienda, los
múltiples conflictos en que estaba comprometida en Europa y el cúmulo de
necesidades de gobierno que requerían las colonias, dispersas por medio Mundo,
se vino a unir la tierna edad de su heredero Carlos II que contaba con solo 3
años.
Su
madre, Mariana de Austria fue nombrada Regente, hasta la mayoría de edad de su
hijo Carlos, en 1675, abriendo un oscuro periodo de incertidumbre y
desgobierno.
Era
la ocasión soñada por Luis XIV y tardó muy poco en aprovechar la profunda y
evidente debilidad española. Preparó un poderoso ejército y, en 1668, ordenó a
su general Condé irrumpir en Flandes y el Franco Condado, en un sorpresivo e
imparable ataque.
La
fulminante ofensiva francesa pilló desprevenido al Consejo de Gobierno de Dole,
la capital del Condado en aquel momento, y no dio tiempo a organizar la
encarnizada defensa que tuvo lugar en el anterior ataque, dirigido por
Richelieu, treinta y dos años antes.
En
menos de tres semanas, todo el territorio del Condado y gran parte de los
Países Bajos españoles cayó en manos del ejército francés.
También
Poligny vio llegar al ejército francés, aunque la guarnición española se
refugió en el castillo y su bandera siguió ondeando en lo alto de sus murallas.
Por
suerte, los llamados "Municipios Libres de los Países Bajos",
encuadrados en la Triple Alianza -Suecia, Inglaterra y estos mismos
"Municipios"-. temerosos de que la ofensiva francesa continuara sobre
sus territorios, llamaron en su ayuda a los demás componentes de la Alianza y
forzaron a Francia a firmar el tratado de Aquisgrán, tres meses más tarde, el
día 2 de mayo de 1688.
En
él se obligaba a Francia a devolver a España el Franco Condado y parte de los
Países Bajos españoles ocupados.
Pero
la ambición de Luis XIV era incontenible. En 1673 se reanudaron las
hostilidades. Para él, esta guerra representaba una legítima cruzada, que
nominó "La Guerra de Devolución".
Pero en esta ocasión, los defensores del Franco Condado presentaron una
resistencia tan firme y sangrienta como heroica. Las principales plazas
resistieron en principio, a pesar de la enorme superioridad numérica del
ejército francés.
Durante
los 11 meses siguientes, el Condado se convertiría en un auténtico infierno, y
sus ciudadanos sufrirían toda clase de terribles padecimientos.
La
resistencia que oponían los defensores obligó al Rey Sol a dirigir
personalmente los combates. Acción que a poco le cuesta la vida en el sitio a
Besançon. En venganza, ordenó crueles represalias. En Arcey, sus defensores
fueron quemados vivos al no querer rendirse. En otras plazas se acuchillaban a
los paisanos y se colgaba a la gente principal rebelde.
Así,
las ciudades iban cayendo, una a una, ante la poderosa fuerza desplegada por
los invasores.
Mientras
el general Condé se ocupaba en rendir las plazas más importantes, envió a su
sargento mayor para tomar Poligny con una fuerza de 3000 efectivos.
Componían
la defensa de la ciudad 80 españoles de guarnición, reforzados por 150
voluntarios del pueblo y unos 100 soldados más, que llegaron en retirada,
huyendo del imparable avance de las numerosas tropas francesas.
A
la llegada de las tropas invasoras, los defensores se encerraron en el
castillo, dispuestos a resistir en él, a la espera de la llegada de las tropas
españolas de rescate, tal como había sucedido en las otras intentonas
francesas.
Con
esa misma esperanza, la mayoría de los habitantes huyeron a la cercana Suiza o
se retiraron a los montes y a los intricados bosques del Jura. Ellos estaban
seguros de que los españoles volverían algún día y podrían regresar, de nuevo
libres, a sus hogares.
Vana
creencia. El ejército español no estaba en condiciones de ayudar a nadie.
Bastante tenía con intentar frenar al ambicioso Rey Sol en Cataluña y Navarra.
Tan
pronto las tropas francesas llegaron a Poligny, iniciaron las maniobras para
asaltar el castillo.
Los
defensores lograron rechazar a los asaltantes en su primer intento, causándoles
numerosas bajas. Un segundo ataque terminó con idéntico desenlace.
El
mando francés tuvo que desistir de nuevos intentos, ya que, a las primeras de
cambio, había perdido más del 15% de sus efectivos. Según los expertos, solo
cabía un recurso para anular sus defensas: cavar zapas y minar los cimientos de
las murallas.
Lo
probaron por varios sitios, pero aquella colina era, toda ella, de granito
puro. El horadar túneles tan largos como para llegar a la base del castillo,
llevaría meses de duro trabajo continuado. Y no disponían de ese tiempo. Por
tanto, establecieron el sitio y esperaron refuerzos.
Mientras,
la totalidad del territorio del Condado caía en manos francesas. Cuando Luis
XIV recibió la noticia de que todavía quedaba una pequeña plaza por conquistar,
en un apartado rincón del Condado, montó en cólera y decidió acabar en persona
con aquellos infelices que habían osado desafiar su poder.
Esta
es la crónica de cómo se desarrollaron los hechos que marcaron el fin de la
presencia española en el Franco Condado
El
Rey Sol, se presentó ante el castillo de Poligny, en persona, al mando de un
ejército de 10.000 soldados. Tenía la intención de que su rotunda replica,
sirviera de colofón a su victoriosa campaña y, a su vez, de aviso a todo aquel
que intentara desafiar su inmenso poder.
Sin
embargo, al recibir el informe de los mandos del asedio, decidió no arriesgar
más tropa.
Ordenó
traer artillería y demoler el castillo. "La
toma de este taudis -casa miserable- no merece ni una gota de sangre de un
soldado francés". Dijo, al parecer.
Tras
una semana de tregua, seis baterías, formadas con los nuevos cañones de bronce,
que tan buen trabajo habían realizado en la toma de Besançon, comenzaron a
vomitar proyectiles sobre el castillo, desde los cuatro puntos cardinales.
Diez
días más tarde, no quedaba piedra sobre piedra de las defensas españolas.
Al
día siguiente, varias compañías de infantes asaltaron las ruinas en que se
había convertido el castillo. No esperaban hallar enemigo alguno vivo, tal era
el metódico estrago llevado a cabo por la artillería.
Sin
embargo, se equivocaban. Por entre los sillares derruidos, aparecieron grupos
de defensores, luchando con un una ferocidad extrema, sin dar cuartel, en una
heroica demostración de valor sin límite.
En
realidad, las ruinas del castillo favorecían la defensa de los españoles y
dificultaban el avance de los asaltantes. Estos debieron retirarse al no lograr
la quiebra defensiva y sufrir, en cambio, grandes pérdidas.
Todavía
lo intentaron por otro lugar que parecía más desprotegido, pero allí la suerte
favoreció a los defensores, en su mayoría exhaustos, heridos o muertos. Un alto
muro interior se derrumbó sobre los asaltantes, cuando estos ya habían ganado
la brecha a espaldas de los defensores. Tres compañías enemigas quedaron sepultadas y la brecha resultó
cerrada por las piedras y cascotes caídos sobre ella.
Todavía
Luis XIV intentó la rendición de los defensores, en la creencia de que, al
encontrarse en una situación desesperada, sin posibilidad de resistir nuevos
ataques y con la moral muy fracturada, aceptarían de buena gana. Trataba así de
ahorrar efectivos en una causa que ya tenía ganada, para emplearlos en nuevas y
más importantes contiendas.
A
tal fin, envió parlamentarios para que ofrecieran, en su nombre, la libertad de
los soldados, además de un pasaporte para viajar por paso franco hasta Milán,
si se rendían y entregaban las armas.
A
la negativa de los parlamentarios de aplicar esas mismas medidas a los
voluntarios civiles, que contaban con la consideración de traidores a Francia,
los soldados españoles rehusaron la oferta y se negaron a rendirse.
Enfurecido, el Rey decidió terminar, de una
vez por todas, con aquel fastidioso episodio y ordenó un ataque general a lo
largo de todo el perímetro defensivo y mantenerlo hasta que no quedara en pie
ningún ser vivo.
Así
fue. Nadie sobrevivió a este último asalto. Los defensores, tanto heridos como
enfermos, soldados o civiles, murieron con las armas en la mano. Nadie
sobrevivió porque nadie se rindió.
Tampoco
nadie, ya fueran compatriotas o enemigos, honró -ni ha honrado que yo sepa-, el
heroísmo y entrega de aquellos valientes que dieron su vida en la defesa
encomendada de aquel minúsculo pedazo de tierra, eventualmente española.
Esa
misma tierra que, caída sobre sus cuerpos en
una fosa común de los alrededores, condenó al olvido la heroica gesta
protagonizada.
Ni
siquiera las ruinas del castillo sirvieron para recordar los valiosos y
valerosos hechos producidos durante el paso de los españoles en ese apartado
rincón
Pasado
el tiempo, los habitantes de Poligny emplearon los derribados sillares en la
construcción de sus casas -circunstancia que ya habíamos advertido al cruzar la
calle mayor, camino del hotel, y ver muchas casas de piedra en ella-. En la
colina donde estuvo asentado el castillo, creció una abundante vegetación, que
ocultó para siempre toda traza de su existencia.
Pero
el recuerdo de la larga presencia española en la pequeña ciudad, que hoy
alberga alrededor de 4.000 habitantes, perdura en algunas tradiciones, cultivos
y productos, típicos de España.
Además
del vino, el aceite, la miel y otros, me ha llamado la atención el cultivo que
realizan del cardo, apenas conocido en ninguna otra región de Francia y la
costumbre de consumirlo por Navidad, producción y uso muy extendido, en cambio,
en muchas sitios de España.
Algunos
civiles continuaron la guerra en los montes y bosques -los lobos del bosque-, esperando la llegada de las tropas
españolas, pero en 1678, el tratado de Nimega concedió la soberanía definitiva
del Franco Condado a Francia que ya nunca abandonaría.
Los
partisanos, desesperados, pidieron a sus propios que, al morir, fueran
enterrados boca abajo, por no ver franceses pisando su tierra, ni sentir la
refulgencia emanada por el "Rey
Sol"
Si
la suerte, el paso o el capricho les llevan a esta pequeña ciudad, no duden en
hacer un alto en su viaje. Podrán gozar de unos bellos paisajes y de una
pintoresca y rica gastronomía. Y no dejen de anunciar que son españoles: serán acogidos
con especial afecto. De manera muy especial por la gente mayor