sábado, 16 de mayo de 2020

41.- Relatos, Fábulas y Leyendas.



41.-LA GRAN BATALLA NAVAL DE CABO ORLANDO.
Duelo fratricida entre hermanos



ANTECEDENTES


El valioso y estratégico reino de Sicilia, que abarcaba, además de la isla de igual nombre, los territorios peninsulares de Nápoles, Calabria y Bari, había sido gobernado durante casi un siglo por la casa alemana de los Hohenstaufen, cuyos miembros primigenios ostentaron el título de emperadores del Sacro Imperio Romano.
Estos habían sucedido a los mercenarios normandos que, a las órdenes del papa Benedicto VIII, expulsaron a los musulmanes de Sicilia y más tarde a los  bizantinos  del  sur de Italia, en los primeros años del siglo XI. Los normandos crearon el reino de Sicilia con las tierras conquistadas y nombraron a Rogelio I su primer rey.
En 1220, el papa Honorio III coronó emperador a Federico II de Hohenstaufen, aunque pronto surgieron desavenencias entre los dos universales poderes que se disputaban el gobierno del mundo.
La confrontación entre el papado y el emperador tuvo en Italia un bien definido marco en las luchas de los güelfos, partidarios de la casa de Baviera, contra los gibelinos, partidarios de la casa Hohenstaufen, al optar ambos por el Sacro Imperio.
Ciudades como Florencia, Génova, Mantua y Bolonia se inclinaron hacia los güelfos, al lado del Papa. Pisa, Siena y Módena, entre otras, abrazaron la causa gibelina.
Al lado del bando güelfo estuvo siempre Francia junto al llamado imperio angevino –Anjou, Maine y Turena-, mientras que Aragón, Venecia y Bizancio se aliaron con el bando gibelino.
El emperador Federico II fue excomulgado por el papa Inocencio IV y al morir aquel en 1250 legó a sus descendientes, además del imperio que incluía el reino de Sicilia, una cruel e interminable guerra.
Conrado IV, su heredero, tuvo que luchar contra los nobles germanos que negaban su autoridad, muriendo en 1254 excomulgado.
Ese mismo año murió Inocencio IV pero antes concedió el reino de Sicilia a Carlos I de Anjou, hermano del rey de Francia Luis IX el Santo.
Carlos I guerreó contra Manfredo, hijo ilegítimo de Federico II, regente de Conradino, hijo único de Conrado, que contaba con dos años de edad al morir este.
La guerra entre Manfredo I, que se había auto titulado rey de Sicilia, y Carlos de Anjou tuvo diversas alternativas, pero finalmente fue el francés Carlos quien ganó la batalla definitiva de Benevento, donde murió Manfredo, en 1266.
Carlos I de Anjou fue coronado, victorioso, rey de Sicilia por el papa francés Clemente IV, durante aquel año. Y aún, como medida precautoria y para evitar reclamaciones posteriores, prendió e hizo cegar a los tres hijos varones de Manfredo.
Conradino, que ya contaba dieciséis años de edad, tomó la espada de su tío y a la cabeza de un ejército de sicilianos continuó con cierto éxito la lucha contra Carlos de Anjou.
Pero, el 23 de agosto de 1268 perdió su última batalla en Surcola y cayó prisionero del rey francés.
Fue decapitado en octubre, no antes de haber cedido los derechos sucesorios a su prima Constanza, hija del rey Manfredo I y esposa del Rey Pedro III de Aragón, llamado el Grande.
Pero muerto Conradino, Carlos I de Anjou se convirtió, sin oposición ya, en el rey, dueño absoluto y señor de Sicilia, junto al sur de Italia, parte continental de dicho reino.
La dominación francesa fue especialmente odiosa.
El nuevo rey inició su mandato con una sangrienta purga entre los sicilianos que le habían combatido.
Los mandatarios angevinos trasladaron la capital a Nápoles, desde Palermo, decisión que causó la indignación de los ciudadanos insulares.
Requisaron y entregaron a franceses las tierras cuya propiedad no estuviera bien avalada por algún documento legal, situación irregular en la que se encontraban casi todas las haciendas en aquella época.
Todos los puestos de poder fueron ocupados por franceses y miembros extranjeros del bando güelfo, desde donde gobernaron de una forma particularmente tiránica y cruel.
El rey Carlos no dudó en establecer unas leyes fiscales disparatadas por su dureza, que minaron la economía siciliana arruinando a sus ciudadanos. Con ellas pretendía financiar su extravagante sueño: la conquista del Imperio Bizantino, cuya propiedad le había concedido también el papa Clemente.
Estas circunstancias, y alguna más, hicieron que la población siciliana terminara por odiar a sus dominadores de manera total e irremisible.
Tantos sentimientos acumulados de rencor y rabia hacia los despóticos  dominadores  extranjeros,  terminaron por estallar en una cruenta rebelión, que pasó a la Historia como ejemplo de sangrienta insurrección popular, con el nombre de Vísperas Sicilianas.
Era el 30 de marzo de 1282, lunes de Pascua, y en la plaza de la iglesia del Espíritu Santo de Palermo se congregaban muchos fieles esperando el toque de vísperas, que señalaba el inicio de los oficios vespertinos.
En esto, apareció un grupo de soldados franceses con sus tripas generosamente regadas de vino. Uno de ellos, que era sargento, comenzó a molestar a una mujer casada con groseros requiebros. Su marido sacó una daga y acuchilló al ofensor, en el mismo instante en el que las campanas de la iglesia iniciaban su volteo.
Los demás soldados fueron a por él con ánimo de vengar a su sargento, pero entonces los paisanos presentes en la plaza se abalanzaron sobre ellos y les dieron muerte.
Fue la chispa que hizo prender la hoguera de la insurrección general.
El grito de ¡Morte al francese! se oyó hasta en el último rincón de la ciudad de Palermo. La noche se llevó la vida de más de dos mil franceses entre soldados, mujeres, niños y ancianos, muertos a manos de la población enfurecida.
La revuelta se extendió por las demás ciudades con igual resultado de violencia y muerte.
Solo Mesina resistió el popular embate y se mantuvo fiel al rey angevino, hasta que en abril la guarnición acabó por sucumbir y todo el territorio insular cayó en poder de los insurgentes.
De este modo la isla de Sicilia se proclamó estado independiente.
Por desgracia, la insurrección había elegido un mal momento para producirse. Carlos I estaba reuniendo un gran ejército en Nápoles, para marchar sobre Bizancio y decidió emplearlo para sofocar el levantamiento de la isla, antes de iniciar la expedición contra el Imperio Ortodoxo de Oriente.
Su escuadra, compuesta por más de 200 barcos de todo tipo, cercó Mesina por mar, mientras un poderoso ejército lo hacía por tierra, tras cruzar el estrecho que le separa de Calabria.
Conscientes los sicilianos de la imposibilidad de contener la ofensiva angevina, pidieron socorro al rey de Aragón, Pedro III, con la promesa de que, si aceptaba en defenderles, le tendrían por su legítimo rey. Dicha condición se justificaba al ser Constanza, su esposa, hija de Manfredo I y nieta, por tanto, del Emperador Federico II, que fue el legítimo rey de Sicilia.
El rey Pedro desembarcó en Trapani el 29 de agosto de 1282 y dos días después fue aclamado a su llegada a Palermo, donde fue coronado solemnemente por el pueblo de la ciudad, cuyos representantes le juraron lealtad como su único y legítimo rey. Contaba el rey Pedro con una escuadra de 200 barcos y un ejército compuesto por 20.000 almogávares, 8.000 ballesteros, 6.000 soldados de a pie y a caballo, junto a 1.000 caballeros de lo más granado del reino de la Corona de Aragón.
De este modo, dio comienzo una larga y sangrienta confrontación que habría de durar veinte años, hasta la firma de la Paz de Caltabellotta, el 31 de agosto de 1302.
Esta guerra tan prolongada en el tiempo ocasionó múltiples situaciones dramáticas de todo tipo, en las que la sangre, el encono, el odio, las atrocidades más extremas,  junto a innumerables actos de valentía y heroísmo fueron sus principales protagonistas. Las más significativas podrían resumirse del siguiente modo:
El Rey Carlos I de Anjou perdió todas y cada una de las batallas en las que se enfrentó a las huestes del Rey Pedro III de Aragón. Tanto en la mar como en tierra. Fue debido a causa de la superioridad de la flota aragonesa y la temible acción de sus aguerridos almogávares.  
Carlos nunca presentó una batalla total y definitiva. Tras cada derrota, retrocedía hacia el norte de Italia para obtener nueva ayuda de sus valedores güelfos, el Papa Martín IV y el Rey de Francia Felipe III.
Ante esta situación, el Papa Martín IV excomulgó a el Rey Pedro el 9 de noviembre de 1282, y le desposeyó de todos sus bienes y propiedades, otorgando el trono de Aragón a Carlos de Valois, hijo de Felipe III y sobrino de Carlos de Anjou.
Prestos a tomar la dádiva del Papa, un ejército francés atacó Aragón desde Navarra, Arán y el Rosellón. En este último lugar, el 6 de junio de 1285,  se presentó Felipe III, llamado el Atrevido, junto a sus hijos Felipe, rey ya de Navarra, y Carlos, el pretendiente al reino de Aragón, con un poderoso ejército. Las fuerzas combinadas de Aragón, Valencia y el condado de Barcelona frenaron la acometida francesa.
Ayudados por una terrible epidemia de peste, tenida por milagrosa por los aragoneses, que diezmó al ejército francés, provocaron su retirada hacia Francia, tres meses más tarde.
La peste se llevó también la vida del Rey Felipe III. Le sucedió su hijo primogénito Felipe IV el Hermoso, como rey de Francia y Navarra.
Por una de esas casualidades de la Historia, ese mismo año murieron los otros tres protagonistas del conflicto siciliano. Carlos de Anjou, Pedro III de Aragón y el mismo Papa Martín IV dejaron este mundo con pocos meses de diferencia.
Les sucedieron Carlos II Príncipe de Salerno, llamado el Cojo, en la pretensión papal al trono de Sicilia, Alfonso III el Liberal, como rey de Aragón y Honorio IV, que fue elegido para ocupar la Silla de Pedro. Los sicilianos continuaron retando al nuevo Papa, nombrando Rey de Sicilia al infante Jaime, hermano de Alfonso, con el título de Jaime I
El cambio de actores no supuso alteración alguna en la violenta representación escénica de tan desatinada obra de crueldades, desmanes y muertes.
El 18 de junio de 1291 murió el Rey Alfonso III. Su hermano Jaime regresó de Sicilia y fue coronado Rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Sicilia y Conde de Barcelona. En Sicilia quedó su hermano Fadrique como Gobernador General de la Isla.

SITUACIÓN DEL CONFLICTO QUE HEREDÓ EL NUEVO REY DE ARAGÓN
El nuevo Rey de Aragón, Jaime II, comprendió al fin que, tanto Sicilia como su propio reino, se hallaban en un grave e inminente peligro de perderse, en tanto no consiguiera acuerdos sobre el asunto siciliano con el Papa Bonifacio VIII, Sumo Pontífice en aquel tiempo.
Tras muchas conversaciones, ambas partes llegaron a un acuerdo que fue plasmado en el tratado de Anagni, firmado el 24 de junio de 1295. En él se reconocía la autoridad papal sobre Sicilia y la entrega del País a Carlos II, príncipe de Salerno, como su legítimo rey.
Sin embargo, los sicilianos, lejos de aceptar el acuerdo, volvieron a levantarse en armas y nombraron rey a Fadrique, hermano del rey aragonés Jaime II y Gobernador General de la isla. El nuevo monarca rebelde tomó el nombre de Federico II en memoria de su abuelo el Emperador y, sobre todo, para reivindicar su ascendencia Hohenstaufen.
En ese momento se produjo una enconada lucha fratricida entre los dos reales hermanos: Jaime y Federico.

LA BATALLA NAVAL DE CABO ORLANDO.
Siguiendo los requerimientos del Papa, el rey Jaime llegó a Nápoles con una gran armada compuesta por ochenta galeras y otras tantas naves auxiliares y de carga.
El 24 de agosto de 1298 partió para Sicilia, dispuesto a realizar la ofensiva definitiva y terminar, de una vez por todas, con la eterna disputa soberanista. Su escuadra había sido reforzada aún más por barcos angevinos. Al mismo tiempo, tropas combinadas de catalanes, aragoneses, gascones, provenzales, pisanos, toscanos y lombardos atacaron la Sicilia continental, conquistando en pocos días todo el territorio calabrés.
No obtuvieron el mismo éxito en su ataque a la isla. Allí, en su quebrado territorio, los aragoneses y catalanes fieles a Federico, junto a los fieros almogávares, protagonizaron una feroz y heroica defensa. Además, parte de la flota del Rey, mandada por Joan, el sobrino de Roger de Lauria, fue aniquilada por una flota siciliana en el estrecho de Messina.
Dieciséis galeras fueron apresadas, entre ellas la capitana. Joan de Lauria cayó prisionero  y más tarde fue ajusticiado.
Estos hechos obligaron al rey D. Jaime a suspender la ofensiva y a retirarse a Nápoles a fin de reorganizar sus fuerzas y preparar nuevos y mejorados planes de conquista.
No duró mucho la tregua. A finales de mayo de 1299, el rey D. Jaime volvió a la carga con un ejército todavía más poderoso que el anterior. Traía esta vez solo cincuenta y seis galeras, pero en ellas llevaba mucha y muy escogida gente de navegación y guerra y había armado sus naves con cuantiosos y mortíferos ingenios arrojadizos. Le seguían por tierra sus cuñados, Roberto, duque de Calabria y Filipo, príncipe de Taranto,  hijos del pretendiente Papal Carlos II, al mando de una gran armada.
Pues bien, al conocer Federico la inminente ofensiva del rey D. Jaime, decidió salirle al paso al frente de la escuadra siciliana, a fin de evitar la invasión de la isla que tanto dolor y penalidades había producido en la anterior incursión. Seguía el consejo de su almirante Conrado Lanza, que estaba ansioso de medirse con Roger de Lauria, el afamado almirante del rey D. Jaime, tenido por invicto.  Por su parte, los marinos sicilianos, eufóricos por la victoria obtenida ante el sobrino de Roger, ardían en deseos de entrar en combate.
Sancho de Estada, y Blasco de Alagón, lugartenientes aragoneses del rey Federico, trataron en vano de hacerle ver la imprudencia que suponía enfrentarse a Lauria en el mar, arriesgando en un único combate su reino y quizás su vida. Pero Federico no atendió sus razones. Quizás pensó que sus súbditos, y peor aún sus generales, pudieran tacharle de medroso al no atender las presiones de Lanza y sus hombres.
El 4 de julio de 1299 se avistaron las dos flotas a la altura del cabo Orlando, en el norte de Sicilia. Eran cincuenta y seis galeras del rey D. Jaime contra las cuarenta que pudo reunir Federico. El día anterior, las vanguardias de ambas flotas ya habían tenido una escaramuza sin consecuencias reseñables.
Tan pronto los vigías hicieron sonar sus tubacelos de alarma, las dos escuadras arriaron el trapo y los remeros ocuparon sus puestos, dispuestos a ejecutar las órdenes de sus respectivos mandos, a fin de adoptar la formación de combate habitual en las batallas navales de aquel tiempo: la disposición de las naves en forma de media luna.
Era aquel un día extremadamente caluroso, sin apenas brisa. Desde primeras horas del amanecer, el sol caía, inclemente, sobre los soldados y la marinería como si de plomo derretido se tratara, sofocándolos.
Las operaciones se iniciaron con el lanzamiento de grandes piedras mediante las poderosas balistas de abordo. Muy pronto hubieron de comprobar los sicilianos que los proyectiles enemigos alcanzaban mayor distancia y eran más grandes y pesados, al tiempo que sus tiros eran más precisos que los suyos, de tal manera que provocaban grandes estragos en sus cubiertas, y apenas molestar al enemigo con los suyos.
No tardó demasiado tiempo Conrado Lanza, el almirante de Federico II, en darse cuenta de la mala posición en que se encontraba su armada y ordenó un desesperado ataque frontal, a todo remo, a fin de anular la ventaja inicial de la flota real aragonesa.
A pesar de que todas las galeras sicilianas arremetieron en tromba contra el centro enemigo y derrocharon valentía, audacia y esfuerzo, el resultado de la batalla comenzó a inclinarse del lado del rey D. Jaime. La superioridad numérica y, sobre todo, la habilidad táctica de su almirante Roger de Lauria fueron ganado las turbulentas aguas de la batalla.
Roger había preparado diez galeras muy ligeras que maniobraron con rapidez, colocándose a popa de las galeras sicilianas trabadas en combate. De este modo, consiguió capturar pronto a varias galeras de Federico, con lo que la superioridad numérica fue aumentando todavía más, inclinando el combate a su favor, conforme este transcurría.
Era una batalla especialmente sanguinaria. Luchaban con un furor indescriptible catalanes, aragoneses y latinos, contra otros aragoneses, catalanes y sicilianos en una orgía de sangre fraterna, bajo un sol de justicia que mató a muchos soldados antes de caer heridos.
Y aunque las huestes del rey Federico luchaban con una valentía sin par, pronto supo éste que la batalla estaba perdida. Veía impotente cómo se perdían una a una sus galeras sin que nada pudiera hacer por evitarlo.
Llamó entonces a la galera de Blasco y le ordenó que se uniera a él para que, junto a la nave de Conrado Lanza, que combatía arrimada a su otra borda, se lanzaran las tres contra el grueso de la armada enemiga, en un ataque suicida, a fin de morir los tres juntos, peleando por su pueblo, pero vendiendo cara su vida.
En esto, el tremendo calor del mediodía o, tal vez, la tensa vigilia anterior al combate y la terrible agitación durante el mismo, hicieron que Federico tuviera un desmayo. El conde Hugo de Ampurias, que luchaba a su lado, decidió salvarle la vida y ordenó que la nave insignia abandonara el combate y se uniera a otras seis galeras de escolta para que se dirigieran a toda vela hacia Messina por la vía de Milazzo.
Sancho de Estada, que le acompañaba, dijo en su informe que jamás había sentido tanto dolor en su vida como aquel fatídico día, al tener que abandonar el combate, aunque fuera por salvar la vida del Rey. Y aún más al verle derrotado y sin fuerzas.
Blasco de Alagón, que vio el desmayo del Rey y escuchó la orden del conde Hugo de evacuarle, ordenó a Fernán Pérez de Arce, un caballero aragonés de los más valientes del reino, que llevara su pendón a la galera real para evitar que cayera en manos del enemigo. Este, que no quería abandonar el combate ni podía desobedecer a su capitán, se quitó el yelmo y se dio de cabezadas contra el mástil hasta caer muerto. Tal era la desesperación y amargura que embargaba a los valerosos hombres del rey Federico.
Todavía continuaron luchando durante dos interminables horas, rodeados de enemigos por todas partes, sin cejar en su heroico esfuerzo. Pero Blasco, que había quedado al mando de la mermada flota, tras la muerte en combate del almirante Conrado Lanza, al ver que solo le quedaban once galeras y era esfuerzo inútil sacrificarlas, decidió abandonar el combate, para tratar de salvar así lo poco que restaba.
Dieciocho galeras quedaron en poder de Roger de Lauria. Otras cuatro habían sido barrenadas durante el combate.
Roger ganó una gran batalla, acrecentando su laureada leyenda de invencible. La crueldad con que Roger trataba a los vencidos que le presentaban dura resistencia quedó bien probada, pues ordenó matar a todos los prisioneros, tomando así cruel venganza por la muerte de su sobrino Joan de Lauria tras la batalla del cabo del Faro, en la entrada del estrecho de Messina.
La batalla del cabo Orlando, pasó a la historia como una de las más sangrientas. Fue un episodio tan cruel, que Rey D. Jaime, impresionado por la sanguinaria derrota de su hermano, decidió dejar la contienda y regresar a Cataluña con todos sus barcos y gentes. El Papa se lo recriminó, pero él contestó que ya había hecho más de lo exigible, que su hermano estaba derrotado y que fuera otro, y no él, quien lo rematara.
Pero Federico no se rindió. Al volver en sí, continuó la lucha hasta ser reconocido Rey de Sicilia, mediante el tratado de paz de Caltabellotta, el 31 de agosto de 1302, tras cuatro terribles años de guerra sin cuartel.