41.-LA GRAN BATALLA NAVAL DE
CABO ORLANDO.
Duelo fratricida entre
hermanos
ANTECEDENTES
El
valioso y estratégico reino de Sicilia, que abarcaba, además de la isla de
igual nombre, los territorios peninsulares de Nápoles, Calabria y Bari, había
sido gobernado durante casi un siglo por la casa alemana de los Hohenstaufen,
cuyos miembros primigenios ostentaron el título de emperadores del Sacro
Imperio Romano.
Estos
habían sucedido a los mercenarios normandos que, a las órdenes del papa
Benedicto VIII, expulsaron a los musulmanes de Sicilia y más tarde a los bizantinos
del sur de Italia, en los
primeros años del siglo XI. Los normandos crearon el reino de Sicilia con las
tierras conquistadas y nombraron a Rogelio I su primer rey.
En
1220, el papa Honorio III coronó emperador a Federico II de Hohenstaufen,
aunque pronto surgieron desavenencias entre los dos universales poderes que se
disputaban el gobierno del mundo.
La
confrontación entre el papado y el emperador tuvo en Italia un bien definido
marco en las luchas de los güelfos, partidarios de la casa de Baviera, contra
los gibelinos, partidarios de la casa Hohenstaufen, al optar ambos por el Sacro
Imperio.
Ciudades
como Florencia, Génova, Mantua y Bolonia se inclinaron hacia los güelfos, al
lado del Papa. Pisa, Siena y Módena, entre otras, abrazaron la causa gibelina.
Al
lado del bando güelfo estuvo siempre Francia junto al llamado imperio angevino
–Anjou, Maine y Turena-, mientras que Aragón, Venecia y Bizancio se aliaron con
el bando gibelino.
El
emperador Federico II fue excomulgado por el papa Inocencio IV y al morir aquel
en 1250 legó a sus descendientes, además del imperio que incluía el reino de
Sicilia, una cruel e interminable guerra.
Conrado
IV, su heredero, tuvo que luchar contra los nobles germanos que negaban su
autoridad, muriendo en 1254 excomulgado.
Ese
mismo año murió Inocencio IV pero antes concedió el reino de Sicilia a Carlos I
de Anjou, hermano del rey de Francia Luis IX el Santo.
Carlos
I guerreó contra Manfredo, hijo ilegítimo de Federico II, regente de Conradino,
hijo único de Conrado, que contaba con dos años de edad al morir este.
La
guerra entre Manfredo I, que se había auto titulado rey de Sicilia, y Carlos de
Anjou tuvo diversas alternativas, pero finalmente fue el francés Carlos quien
ganó la batalla definitiva de Benevento, donde murió Manfredo, en 1266.
Carlos
I de Anjou fue coronado, victorioso, rey de Sicilia por el papa francés
Clemente IV, durante aquel año. Y aún, como medida precautoria y para evitar
reclamaciones posteriores, prendió e hizo cegar a los tres hijos varones de
Manfredo.
Conradino,
que ya contaba dieciséis años de edad, tomó la espada de su tío y a la cabeza
de un ejército de sicilianos continuó con cierto éxito la lucha contra Carlos
de Anjou.
Pero,
el 23 de agosto de 1268 perdió su última batalla en Surcola y cayó prisionero
del rey francés.
Fue
decapitado en octubre, no antes de haber cedido los derechos sucesorios a su
prima Constanza, hija del rey Manfredo I y esposa del Rey Pedro III de Aragón,
llamado el Grande.
Pero
muerto Conradino, Carlos I de Anjou se convirtió, sin oposición ya, en el rey,
dueño absoluto y señor de Sicilia, junto al sur de Italia, parte continental de
dicho reino.
La
dominación francesa fue especialmente odiosa.
El
nuevo rey inició su mandato con una sangrienta purga entre los sicilianos que
le habían combatido.
Los
mandatarios angevinos trasladaron la capital a Nápoles, desde Palermo, decisión
que causó la indignación de los ciudadanos insulares.
Requisaron
y entregaron a franceses las tierras cuya propiedad no estuviera bien avalada
por algún documento legal, situación irregular en la que se encontraban casi
todas las haciendas en aquella época.
Todos
los puestos de poder fueron ocupados por franceses y miembros extranjeros del
bando güelfo, desde donde gobernaron de una forma particularmente tiránica y
cruel.
El
rey Carlos no dudó en establecer unas leyes fiscales disparatadas por su
dureza, que minaron la economía siciliana arruinando a sus ciudadanos. Con
ellas pretendía financiar su extravagante sueño: la conquista del Imperio Bizantino,
cuya propiedad le había concedido también el papa Clemente.
Estas
circunstancias, y alguna más, hicieron que la población siciliana terminara por
odiar a sus dominadores de manera total e irremisible.
Tantos
sentimientos acumulados de rencor y rabia hacia los despóticos dominadores
extranjeros, terminaron por
estallar en una cruenta rebelión, que pasó a la Historia como ejemplo de
sangrienta insurrección popular, con el nombre de Vísperas Sicilianas.
Era
el 30 de marzo de 1282, lunes de Pascua, y en la plaza de la iglesia del
Espíritu Santo de Palermo se congregaban muchos fieles esperando el toque de
vísperas, que señalaba el inicio de los oficios vespertinos.
En
esto, apareció un grupo de soldados franceses con sus tripas generosamente
regadas de vino. Uno de ellos, que era sargento, comenzó a molestar a una mujer
casada con groseros requiebros. Su marido sacó una daga y acuchilló al ofensor,
en el mismo instante en el que las campanas de la iglesia iniciaban su volteo.
Los
demás soldados fueron a por él con ánimo de vengar a su sargento, pero entonces
los paisanos presentes en la plaza se abalanzaron sobre ellos y les dieron
muerte.
Fue
la chispa que hizo prender la hoguera de la insurrección general.
El
grito de ¡Morte al francese! se oyó
hasta en el último rincón de la ciudad de Palermo. La noche se llevó la vida de
más de dos mil franceses entre soldados, mujeres, niños y ancianos, muertos a
manos de la población enfurecida.
La
revuelta se extendió por las demás ciudades con igual resultado de violencia y
muerte.
Solo
Mesina resistió el popular embate y se mantuvo fiel al rey angevino, hasta que
en abril la guarnición acabó por sucumbir y todo el territorio insular cayó en
poder de los insurgentes.
De
este modo la isla de Sicilia se proclamó estado independiente.
Por
desgracia, la insurrección había elegido un mal momento para producirse. Carlos
I estaba reuniendo un gran ejército en Nápoles, para marchar sobre Bizancio y
decidió emplearlo para sofocar el levantamiento de la isla, antes de iniciar la
expedición contra el Imperio Ortodoxo de Oriente.
Su
escuadra, compuesta por más de 200 barcos de todo tipo, cercó Mesina por mar,
mientras un poderoso ejército lo hacía por tierra, tras cruzar el estrecho que
le separa de Calabria.
Conscientes
los sicilianos de la imposibilidad de contener la ofensiva angevina, pidieron
socorro al rey de Aragón, Pedro III, con la promesa de que, si aceptaba en
defenderles, le tendrían por su legítimo rey. Dicha condición se justificaba al
ser Constanza, su esposa, hija de Manfredo I y nieta, por tanto, del Emperador
Federico II, que fue el legítimo rey de Sicilia.
El
rey Pedro desembarcó en Trapani el 29 de agosto de 1282 y dos días después fue
aclamado a su llegada a Palermo, donde fue coronado solemnemente por el pueblo
de la ciudad, cuyos representantes le juraron lealtad como su único y legítimo
rey. Contaba el rey Pedro con una escuadra de 200 barcos y un ejército
compuesto por 20.000 almogávares, 8.000 ballesteros, 6.000 soldados de a pie y
a caballo, junto a 1.000 caballeros de lo más granado del reino de la Corona de
Aragón.
De
este modo, dio comienzo una larga y sangrienta confrontación que habría de
durar veinte años, hasta la firma de la Paz de Caltabellotta, el 31 de agosto
de 1302.
Esta
guerra tan prolongada en el tiempo ocasionó múltiples situaciones dramáticas de
todo tipo, en las que la sangre, el encono, el odio, las atrocidades más
extremas, junto a innumerables actos de valentía
y heroísmo fueron sus principales protagonistas. Las más significativas podrían
resumirse del siguiente modo:
El
Rey Carlos I de Anjou perdió todas y cada una de las batallas en las que se
enfrentó a las huestes del Rey Pedro III de Aragón. Tanto en la mar como en
tierra. Fue debido a causa de la superioridad de la flota aragonesa y la
temible acción de sus aguerridos almogávares.
Carlos
nunca presentó una batalla total y definitiva. Tras cada derrota, retrocedía
hacia el norte de Italia para obtener nueva ayuda de sus valedores güelfos, el
Papa Martín IV y el Rey de Francia Felipe III.
Ante
esta situación, el Papa Martín IV excomulgó a el Rey Pedro el 9 de noviembre de
1282, y le desposeyó de todos sus bienes y propiedades, otorgando el trono de
Aragón a Carlos de Valois, hijo de Felipe III y sobrino de Carlos de Anjou.
Prestos
a tomar la dádiva del Papa, un ejército francés atacó Aragón desde Navarra,
Arán y el Rosellón. En este último lugar, el 6 de junio de 1285, se presentó Felipe III, llamado el Atrevido,
junto a sus hijos Felipe, rey ya de Navarra, y Carlos, el pretendiente al reino
de Aragón, con un poderoso ejército. Las fuerzas combinadas de Aragón, Valencia
y el condado de Barcelona frenaron la acometida francesa.
Ayudados
por una terrible epidemia de peste, tenida por milagrosa por los aragoneses,
que diezmó al ejército francés, provocaron su retirada hacia Francia, tres
meses más tarde.
La
peste se llevó también la vida del Rey Felipe III. Le sucedió su hijo
primogénito Felipe IV el Hermoso, como rey de Francia y Navarra.
Por
una de esas casualidades de la Historia, ese mismo año murieron los otros tres
protagonistas del conflicto siciliano. Carlos de Anjou, Pedro III de Aragón y
el mismo Papa Martín IV dejaron este mundo con pocos meses de diferencia.
Les
sucedieron Carlos II Príncipe de Salerno, llamado el Cojo, en la pretensión
papal al trono de Sicilia, Alfonso III el Liberal, como rey de Aragón y Honorio
IV, que fue elegido para ocupar la Silla de Pedro. Los sicilianos continuaron
retando al nuevo Papa, nombrando Rey de Sicilia al infante Jaime, hermano de
Alfonso, con el título de Jaime I
El
cambio de actores no supuso alteración alguna en la violenta representación
escénica de tan desatinada obra de crueldades, desmanes y muertes.
El
18 de junio de 1291 murió el Rey Alfonso III. Su hermano Jaime regresó de
Sicilia y fue coronado Rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Sicilia y Conde de
Barcelona. En Sicilia quedó su hermano Fadrique como Gobernador General de la
Isla.
SITUACIÓN
DEL CONFLICTO QUE HEREDÓ EL NUEVO REY DE ARAGÓN
El
nuevo Rey de Aragón, Jaime II, comprendió al fin que, tanto Sicilia como su
propio reino, se hallaban en un grave e inminente peligro de perderse, en tanto
no consiguiera acuerdos sobre el asunto siciliano con el Papa Bonifacio VIII,
Sumo Pontífice en aquel tiempo.
Tras
muchas conversaciones, ambas partes llegaron a un acuerdo que fue plasmado en
el tratado de Anagni, firmado el 24 de junio de 1295. En él se reconocía la
autoridad papal sobre Sicilia y la entrega del País a Carlos II, príncipe de
Salerno, como su legítimo rey.
Sin
embargo, los sicilianos, lejos de aceptar el acuerdo, volvieron a levantarse en
armas y nombraron rey a Fadrique, hermano del rey aragonés Jaime II y
Gobernador General de la isla. El nuevo monarca rebelde tomó el nombre de
Federico II en memoria de su abuelo el Emperador y, sobre todo, para
reivindicar su ascendencia Hohenstaufen.
En
ese momento se produjo una enconada lucha fratricida entre los dos reales
hermanos: Jaime y Federico.
LA
BATALLA NAVAL DE CABO ORLANDO.
Siguiendo
los requerimientos del Papa, el rey Jaime llegó a Nápoles con una gran armada
compuesta por ochenta galeras y otras tantas naves auxiliares y de carga.
El
24 de agosto de 1298 partió para Sicilia, dispuesto a realizar la ofensiva
definitiva y terminar, de una vez por todas, con la eterna disputa soberanista.
Su escuadra había sido reforzada aún más por barcos angevinos. Al mismo tiempo,
tropas combinadas de catalanes, aragoneses, gascones, provenzales, pisanos,
toscanos y lombardos atacaron la Sicilia continental, conquistando en pocos
días todo el territorio calabrés.
No
obtuvieron el mismo éxito en su ataque a la isla. Allí, en su quebrado
territorio, los aragoneses y catalanes fieles a Federico, junto a los fieros
almogávares, protagonizaron una feroz y heroica defensa. Además, parte de la
flota del Rey, mandada por Joan, el sobrino de Roger de Lauria, fue aniquilada
por una flota siciliana en el estrecho de Messina.
Dieciséis
galeras fueron apresadas, entre ellas la capitana. Joan de Lauria cayó
prisionero y más tarde fue ajusticiado.
Estos
hechos obligaron al rey D. Jaime a suspender la ofensiva y a retirarse a
Nápoles a fin de reorganizar sus fuerzas y preparar nuevos y mejorados planes
de conquista.
No
duró mucho la tregua. A finales de mayo de 1299, el rey D. Jaime volvió a la
carga con un ejército todavía más poderoso que el anterior. Traía esta vez solo
cincuenta y seis galeras, pero en ellas llevaba mucha y muy escogida gente de
navegación y guerra y había armado sus naves con cuantiosos y mortíferos
ingenios arrojadizos. Le seguían por tierra sus cuñados, Roberto, duque de
Calabria y Filipo, príncipe de Taranto,
hijos del pretendiente Papal Carlos II, al mando de una gran armada.
Pues
bien, al conocer Federico la inminente ofensiva del rey D. Jaime, decidió
salirle al paso al frente de la escuadra siciliana, a fin de evitar la invasión
de la isla que tanto dolor y penalidades había producido en la anterior
incursión. Seguía el consejo de su almirante Conrado Lanza, que estaba ansioso
de medirse con Roger de Lauria, el afamado almirante del rey D. Jaime, tenido
por invicto. Por su parte, los marinos
sicilianos, eufóricos por la victoria obtenida ante el sobrino de Roger, ardían
en deseos de entrar en combate.
Sancho
de Estada, y Blasco de Alagón, lugartenientes aragoneses del rey Federico,
trataron en vano de hacerle ver la imprudencia que suponía enfrentarse a Lauria
en el mar, arriesgando en un único combate su reino y quizás su vida. Pero
Federico no atendió sus razones. Quizás pensó que sus súbditos, y peor aún sus
generales, pudieran tacharle de medroso al no atender las presiones de Lanza y
sus hombres.
El
4 de julio de 1299 se avistaron las dos flotas a la altura del cabo Orlando, en
el norte de Sicilia. Eran cincuenta y seis galeras del rey D. Jaime contra las
cuarenta que pudo reunir Federico. El día anterior, las vanguardias de ambas
flotas ya habían tenido una escaramuza sin consecuencias reseñables.
Tan
pronto los vigías hicieron sonar sus tubacelos de alarma, las dos escuadras
arriaron el trapo y los remeros ocuparon sus puestos, dispuestos a ejecutar las
órdenes de sus respectivos mandos, a fin de adoptar la formación de combate
habitual en las batallas navales de aquel tiempo: la disposición de las naves
en forma de media luna.
Era
aquel un día extremadamente caluroso, sin apenas brisa. Desde primeras horas
del amanecer, el sol caía, inclemente, sobre los soldados y la marinería como
si de plomo derretido se tratara, sofocándolos.
Las
operaciones se iniciaron con el lanzamiento de grandes piedras mediante las
poderosas balistas de abordo. Muy pronto hubieron de comprobar los sicilianos
que los proyectiles enemigos alcanzaban mayor distancia y eran más grandes y
pesados, al tiempo que sus tiros eran más precisos que los suyos, de tal manera
que provocaban grandes estragos en sus cubiertas, y apenas molestar al enemigo
con los suyos.
No
tardó demasiado tiempo Conrado Lanza, el almirante de Federico II, en darse
cuenta de la mala posición en que se encontraba su armada y ordenó un
desesperado ataque frontal, a todo remo, a fin de anular la ventaja inicial de
la flota real aragonesa.
A
pesar de que todas las galeras sicilianas arremetieron en tromba contra el
centro enemigo y derrocharon valentía, audacia y esfuerzo, el resultado de la
batalla comenzó a inclinarse del lado del rey D. Jaime. La superioridad
numérica y, sobre todo, la habilidad táctica de su almirante Roger de Lauria
fueron ganado las turbulentas aguas de la batalla.
Roger
había preparado diez galeras muy ligeras que maniobraron con rapidez,
colocándose a popa de las galeras sicilianas trabadas en combate. De este modo,
consiguió capturar pronto a varias galeras de Federico, con lo que la
superioridad numérica fue aumentando todavía más, inclinando el combate a su
favor, conforme este transcurría.
Era
una batalla especialmente sanguinaria. Luchaban con un furor indescriptible
catalanes, aragoneses y latinos, contra otros aragoneses, catalanes y
sicilianos en una orgía de sangre fraterna, bajo un sol de justicia que mató a
muchos soldados antes de caer heridos.
Y
aunque las huestes del rey Federico luchaban con una valentía sin par, pronto
supo éste que la batalla estaba perdida. Veía impotente cómo se perdían una a
una sus galeras sin que nada pudiera hacer por evitarlo.
Llamó
entonces a la galera de Blasco y le ordenó que se uniera a él para que, junto a
la nave de Conrado Lanza, que combatía arrimada a su otra borda, se lanzaran las
tres contra el grueso de la armada enemiga, en un ataque suicida, a fin de
morir los tres juntos, peleando por su pueblo, pero vendiendo cara su vida.
En
esto, el tremendo calor del mediodía o, tal vez, la tensa vigilia anterior al
combate y la terrible agitación durante el mismo, hicieron que Federico tuviera
un desmayo. El conde Hugo de Ampurias, que luchaba a su lado, decidió salvarle
la vida y ordenó que la nave insignia abandonara el combate y se uniera a otras
seis galeras de escolta para que se dirigieran a toda vela hacia Messina por la
vía de Milazzo.
Sancho
de Estada, que le acompañaba, dijo en su informe que jamás había sentido tanto
dolor en su vida como aquel fatídico día, al tener que abandonar el combate,
aunque fuera por salvar la vida del Rey. Y aún más al verle derrotado y sin
fuerzas.
Blasco
de Alagón, que vio el desmayo del Rey y escuchó la orden del conde Hugo de
evacuarle, ordenó a Fernán Pérez de Arce, un caballero aragonés de los más
valientes del reino, que llevara su pendón a la galera real para evitar que
cayera en manos del enemigo. Este, que no quería abandonar el combate ni podía
desobedecer a su capitán, se quitó el yelmo y se dio de cabezadas contra el
mástil hasta caer muerto. Tal era la desesperación y amargura que embargaba a
los valerosos hombres del rey Federico.
Todavía
continuaron luchando durante dos interminables horas, rodeados de enemigos por
todas partes, sin cejar en su heroico esfuerzo. Pero Blasco, que había quedado
al mando de la mermada flota, tras la muerte en combate del almirante Conrado
Lanza, al ver que solo le quedaban once galeras y era esfuerzo inútil
sacrificarlas, decidió abandonar el combate, para tratar de salvar así lo poco
que restaba.
Dieciocho
galeras quedaron en poder de Roger de Lauria. Otras cuatro habían sido
barrenadas durante el combate.
Roger
ganó una gran batalla, acrecentando su laureada leyenda de invencible. La
crueldad con que Roger trataba a los vencidos que le presentaban dura
resistencia quedó bien probada, pues ordenó matar a todos los prisioneros,
tomando así cruel venganza por la muerte de su sobrino Joan de Lauria tras la
batalla del cabo del Faro, en la entrada del estrecho de Messina.
La
batalla del cabo Orlando, pasó a la historia como una de las más sangrientas.
Fue un episodio tan cruel, que Rey D. Jaime, impresionado por la sanguinaria
derrota de su hermano, decidió dejar la contienda y regresar a Cataluña con
todos sus barcos y gentes. El Papa se lo recriminó, pero él contestó que ya
había hecho más de lo exigible, que su hermano estaba derrotado y que fuera
otro, y no él, quien lo rematara.
Pero
Federico no se rindió. Al volver en sí, continuó la lucha hasta ser reconocido
Rey de Sicilia, mediante el tratado de paz de Caltabellotta, el 31 de agosto de
1302, tras cuatro terribles años de guerra sin cuartel.