33.-
UNA EXTRAÑA HISTORIA DE NAVIDAD.
Mi
nieto Andrés, 10 años, me ha pedido que escriba algo sobre la Navidad, en su postal
de felicitación navideña.
Los
deseos de mis nietos son órdenes ineludibles para mí, así que comencé de
inmediato a poner en marcha mi imaginación, a fin de cumplir su pretensión de
la mejor manera.
Pronto
me di cuenta de que la tarea de relatar algo original no era sencilla. Hay
tanto escrito sobre la Navidad que cada historia que venía a mi mente ya la
había oído, visto o leído antes.
Decidí
entonces hurgar en mi memoria, intentando encontrar algún recuerdo, que pudiera
servir de guía o argumento, capaz de ayudarme a cumplir la destacada misión
encomendada.
Me
costó, pero al fin, en un remoto rincón de mis recuerdos, hallé, entre brumas,
una extraviada anécdota.
Tendría
yo alrededor de 8 años. Quizás 9, pero estoy seguro de no llegar a los 10.
Era
época navideña. Cada año solía pasar mis vacaciones, tanto las de verano como
las de invierno, en el pueblo de mi abuela -mi abuelo murió sin llegar a
conocerlo-, aprovechándome de que era su "ojito derecho" y, por
tanto, el favorito de todos sus nietos. Celebraba la Noche Buena en Huesca
junto a mis padres y hermanos, pero en los días siguientes, marchaba hacia el
pueblo, bajo la tutela de algún conocido adulto que viajara con el mismo
propósito y destino. Allí permanecía hasta vísperas de Reyes.
Aquel
día, mi abuela me encomendó una tarea muy delicada e importante: debería llevar
su silla-reclinatorio a la iglesia. En aquel pueblo, y supongo que en otros
muchos, no había bancos en el recinto eclesial. Solo unos pocos y muy sencillos
para los niños, en la parte delantera y algunos otros en el coro, que usaban
los hombres. Las mujeres utilizaban sillas de su propiedad.
La
de mi abuela se hallaba en su casa para realizar algún arreglo y yo debía
devolverla a su lugar de culto.
Era
un día frio, habitual en ese riguroso invierno del Somontano, cercano a la
Sierra. Había caído una preta boira -niebla
cerrada, en el habla del pueblo- y apenas se podía ver más allá de diez pasos,
a pesar de que rondaba el mediodía. Pero yo estaba acostumbrado a ella y
caminaba seguro hacia la iglesia, llevando la silla vuelta sobre mi cabeza, es
decir, patas arriba.
Encontré
la iglesia abierta -entonces solo se cerraba durante la noche-, desierta y en
penumbra, apenas iluminada por la lamparilla del Sagrario.
Después
de colocar la silla en el lugar adecuado, me dio por curiosear un rato por
aquel santo lugar, que además de sagrado, era a mis ojos tan místico y
misterioso, como poco comprensible, con multitud de enigmas que mi corta edad
no alcanzaba a explicar.
Uno
de los que más llamaba mi atención era el confesionario. Me intrigaba la
extraña forma de aquel raro armario y, sobre todo, el misterioso ir y venir de
las gentes hacia él, en las pocas ocasiones que estaba en funcionamiento. En
ese lugar, las mujeres y los hombres cuchicheaban reclinados, haciendo gala de
mucha piedad y recato. Ellas ante las dos rejillas laterales, mientras que los
hombres lo hacían por un hueco frontal, semi oculto por unas oscuras
cortinillas moradas.
Me
acerqué con precaución y miré en su interior. Apenas se podía ver algo, dada la
obscuridad que llenaba el sagrado recinto. Palpé, más que vi, un banco corrido,
pegado a la pared, y una especie de bufanda reluciente, que ya en otras
ocasiones había visto usar al cura, colgada en algo parecido a una percha.
De
pronto, escuché el chirrido de la puerta al abrirse. El ruido me asustó y di un
respingo. Tras él, no se me ocurrió otra
idea más feliz que ocultarme dentro del confesionario. En ese momento, me
sentía reo de algún delito indeterminado, a punto de ser pillado infraganti.
Con
la mayor precaución, asomé la nariz por entre las cortinas para ver quien
entraba y ,,, ¡horror, era el Miguelico, la persona que más temía del pueblo!
El
tal Miguelico era un ser muy extraño. No se relacionaba con nadie. Vivía solo y
apenas salía a la calle. Jamás iba a misa, ni siquiera en la Fiesta Mayor.
Tampoco
la gente del pueblo hacía esfuerzo alguno por remediar esa situación. En
resumen, este hombre vivía en el pueblo como un auténtico apestado. Mucho más
tarde, conocí la causa de esta situación. Algo, que no viene a cuento relatar
aquí, sucedió durante la guerra civil que no fue del agrado de sus vecinos y,
al parecer, éstos mostraron su reprobación, aplicándole aquel duro y radical
ostracismo.
Pero,
como digo, eso es otra historia. En aquella época de posguerra, la gente
trataba de paliar, con el olvido, las terribles heridas sufridas a causa de la
guerra y las barbaridades cometidas por muchos integrantes de los dos bandos
del conflicto. Sin embargo, a los niños no se les implicaba en estas historias
y no se hablaba de ellas en su presencia. Al menos en mi familia, a pesar de
que hubo abundante sufrimiento en ella, provocado en ambos lados de la
contienda. Era como una pesadilla que había que olvidar para poder rehacer sus
vidas, lejos del peligro, la angustia y la ruina ocasionada en aquella enconada
guerra.
Y
los chiquillos campábamos a nuestro aire, felices, libres de obligaciones
escolares, y siempre enredados en juegos, travesuras y aventureras correrías.
De
vez en cuando, los zagales, que eran de la piel del diablo -éramos, debo decir
mejor. Aunque yo, como forastero, fuera a remolque y de comparsa-, solíamos ir
a tirar piedras a las ventanas de la parte trasera de la casa de Miguelico, que
daba al campo.
Pocas
ventanas del pueblo tenían cristales, por lo que hacíamos poco daño. Ruido sí:
la pedrea sonaba en las contraventanas como una escuadra de tamborileros.
En
cuanto notábamos el menor movimiento en la casa, salíamos corriendo a la máxima
velocidad que podían imprimir nuestras cortas piernas, entre risas y gritos de
rechifla: Miguelico, Miguelico, agárrame
el melico.
Solo
en una ocasión pude verle a corta distancia y con detalle. Cruzaba yo por
delante de su casa, cuando apareció, de repente, por el siempre oscuro hueco de
la puerta de entrada.
Fue
una terrible visión que me aterrorizó. Era la imagen viva del hombre del saco o
del sacamantecas, tal como yo les había dado forma en mi mente, para
interpretar a esos dos terroríficos enemigos de las niños de aquella época.
No
era para menos. Contaba con una figura magra y encorvada, enfundada en ropas
demasiado holgadas que, sin llegar a la categoría de harapos, lucían sucias y
ajadas, mostrando a las claras el excesivo tiempo de uso y la mucha falta en
ellas de agua y jabón.
Su
cara era de película de miedo: tez renegrida, gesto contraído y hosco,
amenazante mirada y faz surcada por muchas profundas arrugas que asomaban por
entre una desaliñada y escasa barba, dando a su rostro un aspecto en verdad
temible. Remataba su cabeza con una boina que había perdido su original color
negro hacía mucho tiempo, de la que surgían unas greñas entrecanas, mal
cortadas y peor peinadas.
Salí
corriendo y no paré hasta llegar a mi casa.
No
es de extrañar que, al ver a este hombre penetrar en la iglesia, sintiera
entrar en mí un temor insuperable. Apenas respiraba por miedo a delatar mi
presencia.
¿Entraría
en la iglesia con el propósito de robar el cepillo de las limosnas? O peor aún
¿Me habría seguido con la intención de pillarme y hacerme mondongo?
Preso
de un miedo inevitable, y el corazón sonándome en el pecho y sienes, vi al Miguelico avanzar por el pasillo central, hasta llegar al altar mayor.
Allí,
ante la mayor de mis sorpresas, se arrodilló, se santiguó y estuvo rezando un
buen tiempo. En algún momento, lo hacía en voz alta, pareciéndome que
solicitaba el perdón del Altísimo. Después se levantó, besó el pie del Niño
Jesús que reposaba en su cuna a un lado del altar y, tras rebuscar en el
bolsillo de su raída chaqueta, dejó sobre la bandeja de las ofrendas dos perras
gordas y una chica. Es decir: un real. A continuación, salió por donde había
venido.
Hoy,
aquel dinero sería la sexta parte de un céntimo de euro. Puede parecer una
ofrenda miserable, pero en aquellos tiempos, aunque en el pueblo no faltaban
alimentos de cualquier clase, raro era poder ver un duro, ni tampoco una peseta para los más pequeños.
Poco
a poco me fui reponiendo del sofoco sufrido. Dejé transcurrir un tiempo, hasta
asegurarme que el Miguelico se habría alejado lo suficiente y entonces salí
disparado hasta la casa de mi abuela, envuelto en la densa niebla que me
enmascaraba.
No
revelé a nadie lo sucedido aquel día, pero jamás volví a tirar piedras a la
casa de Miguelico, ni permití que mis amigos lo hicieran. Además, aprendí una
lección que ya nunca olvidaría: jamás se debe juzgar a nadie por las
apariencias, ni por lo que digan de él. Solo los hechos deben ser capaces de
calificar a las personas.
Sin
embargo, treinta años más tarde pude comprobar cuán débil es la memoria de los
humanos -y humanas, que no deseo molestar a ninguna de ustedes...¿o debo decir
ustedas? ¡Uf, qué lío esto del feminismo!-, a la hora de mantener la promesa de
un buen principio o una correcta norma de conducta.
Sucedió
en México D.F. durante un viaje de trabajo. Caminaba junto a un colega por una
calle cercana a la conocida plaza del Zócalo, en busca de un reputado
restaurante, donde gustar la típica comida mexicana.
Al
poco tiempo, noté la presencia a mi lado de otro transeúnte, que caminaba
acompasado a nuestra marcha. Miré de soslayo y sufrí un fuerte sobresalto:
aquel hombre tenía el mayor aspecto y catadura de maleante y rufián que se
pueda describir. ¡Vaya, este tío nos va a asaltar! Pensé y me apresté a vigilar
con cuidado todos sus movimientos. Así anduvimos durante un rato, hasta que vi
cómo echaba mano a su bolsillo.
Mi
inicial sobresalto subió de tono. Estaba seguro que iba a sacar un arma para
asaltarnos y, tenso, me puse en guardia a fin de repeler el inminente ataque.
En ese momento, el sospechoso sujeto sacó la mano del bolsillo y...¡oh
sorpresa! la extendió y entregó las monedas que llevaba en ella a un mendigo
que pedía limosna unos metros más allá, sentado en el umbral de un portal.
Ante
aquel inesperado desenlace, sentí una vergüenza infinita. A buen seguro, mi
rostro enrojeció hasta cubrirse por completo. Por suerte no había comunicado
mis sospechas a mi colega, lo que me ahorró unir al bochorno sufrido por la
desatinada calificación de aquel ejemplar ciudadano, la segura chanza que me
habría de corresponder por "gachupín gallina", allí donde todos son
"muy machos".
Pero,
tanto aquella anécdota navideña, como esta última, me sirvieron para que,
durante el resto de mi existencia, rechazara cualquier clase de prejuicio, por
muy sutil o enmascarado que fuese.