martes, 18 de septiembre de 2018

31.- Relatos, Fábulas y Leyendas


31.- UN ENCUENTRO INESPERADO.



Siempre que paso por Colonia, tengo la sana y feliz costumbre de alojarme en el Excelsior. Es un hábito y una inevitable manía. Creo que no podría estar cómodo en cualquier otro hotel.
Resulta un poco carillo, es cierto, aunque tampoco demasiado. Y puesto que me lo puedo permitir porque, normalmente, solo permanezco en él una o dos noches, considero que bien merece la pena "darse un homenaje" de vez en cuando, por ese precio.
Porque la verdad es que hospedarse en este hotel supone una auténtica gozada en todos los sentidos, tanto corporales como anímicos o emocionales.
Además, dispone de una situación inmejorable, en pleno centro de la ciudad, a un lado de la plaza que contiene su bella y famosa Catedral que, por cierto, nunca dejo de visitar en cada una de mis estancias. Es suficiente cruzar la calle que separa al hotel de dicha plaza, para encontrar la parada del bus que conduce al aeropuerto y se llega a la estación de ferrocarril con solo atravesarla. Facilidades estas -una, otra o las dos- que suelo utilizar en cada ocasión que debo viajar hasta esa preciosa ciudad alemana.
Pero en el Excelsior, lo mejor se encuentra en su interior. Es la impresión que recibe el viajero, tan pronto traspasa el umbral de su iluminada entrada y se sumerge en un mundo de elegancia y buen gusto, característico de los grandes hoteles europeos de principios del siglo pasado.
Y aun más agradable es el acogedor trato que dispensan todos los empleados, desde el sencillo ujier hasta su encumbrado director. Allí, el viajero -no digo ya el habitual residente- recibe una amable y ceremoniosa acogida, orquestada en un tono familiar, no exento de respetuosa cortesía, que hace sentir la consideración de ser una persona importante, más apreciada aun si no se es -como yo- ni se tiene la esperanza de llegar a serlo.
En mi caso, tan pronto termino los trámites de inscripción en recepción y, en cuanto comprueban que soy español, recibo el inmediato tratamiento de "Don Guillerrrmo", por cada uno de los empleados con quienes debo comunicarme. Trato que tiene su gracia, y me obliga a sonreír, al escuchar cómo arrastran la erre a causa del sonoro y estricto acento germano.
El hotel se construyó en el año 1863 y desde entonces, y tras sucesivas reformas, ha albergado a la mayoría de las personalidades más importantes de medio mundo. Bastará una ligera alusión al respecto a cualquier empleado del hotel, para que este, orgulloso, recite una larga lista de nombres a cual más historiado, selecto o rimbombante.
Aquella tarde de otoño, el tiempo se había puesto especialmente desagradable, al haber reunido, juntos, molestas ráfagas de insistente lluvia y un viento cortante y frío. Llegué al hotel a media tarde, bien remojado, tras atravesar a pie la gran plaza de la Catedral.
Hechas las formalidades de rigor en recepción y tras adecentarme lo estrictamente necesario, decidí no salir y quedarme en el confortable lounge bar del hotel. En él prepararía la entrevista de trabajo que debía realizar el día siguiente en una fábrica del grupo, situada en Amberg, pequeña ciudad cercana a Nuremberg, cenaría alguna cosa ligera y me retiraría a dormir pronto, pues debía madrugar a fin de tomar el primer avión con destino a la histórica y famosa ciudad de la Franconia.
En esto estaba, cuando vi entrar a un hombre que me resultó familiar al primer golpe de vista.
Dos segundos después lo había reconocido. Era Arturo, un buen amigo de nuestra bohemia y atolondrada época de estudiantes. El paso de los años habían modificado algo sus facciones, pero no tanto como para que resultara difícil identificarlo.
Le llamé por su nombre, pero no me hizo caso. Entonces, me levanté, fui tras él y alcé algo más la voz:
-¡Eh, Arturo! ¡Soy yo, Willy! ¿No me recuerdas?
Estaba seguro de que me reconocería ya que fue él quien me endosó ese apodo. Sin embargo, se volvió, me miró sorprendido y en un perfecto alemán me soltó esta desabrida respuesta:
-Entschuldigung, Sie verwechseln mich mit jemand anderem. -Lo siento, me confunde con otra persona.
Y como viera mi intención de seguir insistiendo, continuó sin ocultar un marcado tono de fastidio:
-Ich heisse nicht so! -¡No me llamo así!
En fin, que me dejó allí bien cortadito, de pie ante el displicente gesto y la hosca y reprobable mirada de la concurrencia, al considerarme reo de haber transgredido unas cuantas normas de la rígida cortesía germana.
La verdad, hubiera jurado que aquel hombre era mi amigo Arturo, ante cualquier tribunal. Más tarde, recordé haber leído que todos tenemos un sosia en alguna parte del mundo. De cualquier modo, aquella metedura de pata me empujó a recluirme en mi habitación y precipitó los preparativos para dar por concluida la jornada, meterme entre las suaves sábanas en mi confortable cama y tratar de olvidar aquel tonto suceso.
No logré mi propósito. Poco antes, unos firmes nudillos repicaron en mi puerta, obligándome a dirigirme a ella. Al abrirla recibí una de las mayores sorpresas de mi vida. Plantado en el umbral se hallaba el tipo del fallido encuentro con una botella de un espléndido Riesling GRÜNHAUSER de 10 años en una mano y dos grandes y brillantes copas en la otra.
No supe articular palabra. Solo una exclamación de sorpresa salió de mi boca. Fue él quien primero habló:
-Lo siento Willy, pero no podía darme a conocer.
-Entonces...yo estaba en lo cierto ¡Tú eres Arturo!
-Claro tontorrón ¿Quién si no? Por suerte te rendiste enseguida si no me hubieras puesto en un gran apuro. Ahora soy Rudolf Sieberg, un aventajado hombre de negocios. Pero, venga, ¡dame un buen abrazo!
En seguida me di cuenta de que Arturo había cambiado por completo. Menos en el físico que en su carácter, ademanes y forma de ser. Aquel joven simpático, amable y sencillo que yo conocí, había mutado en un hombre de firmes gestos, duro semblante y acerada mirada, aparente fruto de haber protagonizado una complicada vida de trasgresión, aventura y riesgo.
Hablamos mucho entre copa y copa. Pronto se interesó por mi vida personal y profesional, pero fue muy corto mi relato. Me llevó muy poco tiempo relatarle mi sencillo y lineal currículum: una misma empresa, una misma mujer y unos cuantos excelentes hijos y nietos.
-¡Todo lo contrario que yo...! -exclamó pensativo aunque sin mostrar emoción alguna.
Y sin esperar mi pregunta sobre aquella rotunda afirmación, comenzó a desgranar un incontenible chorro de experiencias vitales a cual más sorprendente.
-¿Recuerdas el bar donde nos refugiábamos entre clase y clase?
-¡Cómo no! La de partidas de mus que te tengo ganadas en aquel antro -contesté entre risas.
-No alardees, que no fueron tantas -replicó con idéntico buen humor y continuó-. Seguro que recuerdas a una chica alta que vivía cerca del bar y andaba siempre zascandileando por allí a la caza de algún estudiante.
-Claro, la recuerdo bien. ¡La cantidad de jocosos comentarios que solíamos hacer!
-Pues al final, fue a mí a quien pescó. Me casé con ella.
-¡Caramba! ¿Y cómo fue eso?
-¡Qué sé yo! Debió pillarme con la guardia baja. No, no puedo explicarlo. Tendré que recurrir a ese tópico de que el amor es ciego...¡ciego y tonto deberé añadir!
-Y...cómo te fue -pregunté azarado, por decir algo.
-Mientras hubo dinero en casa, nuestra relación caminó por cauces normales. Ella se había doctorado en gastar y lo hacía con un entusiasmo ejemplar. ¡No veas el aire que le daba a la nómina! Yo entré en la fundición X de Valladolid nada más terminar la carrera y ya tenía un puesto directivo cuando nos casamos.
-¡Ah, sí! Tenía mucho prestigio esa fundición. En cuarto curso nos llevaron a verla y me gustó mucho. Era tal como la habíamos estudiado con el profesor Arias, con cubilote incluido.
-Bueno, como te digo, todo fue bien mientras duró la pasta. Tuvimos dos hijos, pero no me atrevo a decir que fuéramos felices. Al menos en el concepto que yo tengo de una relación medianamente feliz. En fin, pasó el tiempo y en los años 70 hubo una gran crisis en la mayoría de las fundiciones. Los sistemas antiguos ya no servían y su actualización exigía una inversión muy fuerte. Los propietarios, gente mayor sin descendientes que desearan continuar con el negocio, no quisieron asumir la inversión necesaria y la empresa fue decayendo hasta que hubo que cerrarla. Por responsabilidad con mi gente aguanté hasta el final en el que todos nos fuimos al paro.
-Leí la noticia del cierre de esa fundición, aunque ignoraba que trabajabas allí. ¿Cómo saliste del lío?
-Mal, con varios meses sin cobrar y las cuentas del banco temblando gracias a los dispendios de mi querida esposa. Desde ese momento las cosas fueron de mal en peor en nuestro matrimonio. Por suerte pude colocarme pronto en Fasa.
-Ah, eso estuvo bien. Trabajar en Fasa era el sueño de todo vallisoletano -apostillé
-Sí, pero no del todo. Media promoción nuestra había entrado allí nada más terminar la carrera y ya ocupaban puestos directivos, mientras que yo, que llegaba tarde, tuve que aceptar un puesto subalterno con menos responsabilidad y menos sueldo, por tanto. A mí me daba igual, pero a mi mujer se le llevaban los demonios cuando veía que no podía competir en gasto con las mujeres de nuestros compañeros y me lo reprochaba a la menor ocasión.
Al llegar a este momento de su relato, noté como se le ensombrecía el semblante. Tras un profundo suspiró, vació la copa que removía en su mano y continuó.
-Tras los reproches, llegaron los insultos y vejaciones. Ella no se recataba en lanzármelos en cualquier lugar y ante cualquier persona. "Eres un inútil" "No vales para nada" "Todos tus amigos han hecho carrera y tienen un buen puesto, mientras que tú te conformas con ese puestecillo de mierda que tienes" "Eres un calzonazos. Cómo puedes permitir que te manden unos compañeros con peor expediente que tú" Así eran las lisonjas que recibía de mi querida arpía.
-Bueno, lo dejamos ¿eh? -dije, ante el sombrío cariz que tomaba el relato de mi amigo.
-No te preocupes. Aquello solo fue el principio de mis desdichas, pero a estas alturas ya no me afectan. ¡Estoy curado de espanto!
Llenó de nuevo su copa, bebió un sorbo y continuó:
-En fin, que aquella bruja de mujer me hacía la vida imposible. Yo aguantaba por nuestros hijos y porque, tú bien lo sabes, mi carácter era más bien pacífico y me sentía incapaz de enfrentarme a ella...ni a nadie. Pero la cosa fue subiendo de tono. Mucho más cuando un amigo me confió, con todo lujo de detalles, que mi mujer llevaba tiempo poniéndome los cuernos. Aquello fue un auténtico mazazo. Ella solía llegar tarde a casa con la excusa de tener frecuentes reuniones con sus amigas, según decía. Sin embargo, tonto de mí, nunca sospeché que me pudiera engañar. Al llegar a casa aquella noche, le recriminé su conducta. Entonces ella, en vez de amilanarse, se enfrentó a mí con mayor virulencia. Me dijo que yo no le daba lo que ella necesitaba y por eso debía buscárselo fuera con un hombre de verdad. Perdí mi habitual flema y le llamé de todo. Entonces ella me atacó, me puso la cara como un cristo de arañazos y me dio varios mordiscos en el hombro y brazo. Yo, a mi vez, le aticé un par de buenos manporros. Los vecinos, alarmados por el escándalo que armábamos, llamaron a la policía y allí se armó una gorda. Mi mujer, en una interpretación magistral, me acusó de haberle agredido e intentar violentarla sexualmente. Y puesta a redondear su escena, declaró entre sollozos que llevaba sufriendo malos tratos desde el mismo momento de nuestra boda.
-¡Vaya historia, amigo! ¿Y al final, cómo terminó el incidente? -pregunté bastante acongojado, esperando algún mínimo motivo de bonanza para mi amigo.
-No acabó. En realidad, fue el comienzo de la más desesperante historia que puedas imaginar. El juez consideró coherente el relato de mi mujer y le creyó. Sus testigos fueron aceptados, los míos, en cambio, no se consideraron. Los arañazos y mordiscos se estimaron producidos por la lógica y necesaria defensa propia de la víctima. De allí salí con una orden de alejamiento hacia mi mujer y mis hijos, además de una posible condena de cárcel de entre dos y cinco años y el título de machista maltratador para el resto de mi vida. ¡Imagina, machista yo, que era incapaz de enfrentarme a una mosca!
-La verdad, me dejas de piedra -susurré, abrumado
-En un momento me vi sin casa y sin hijos. Era un apestado. Mis compañeros me hicieron el vacío en el trabajo. Los pocos amigos que aun me hablaban me esquivaban tanto como podían. Me negué a pagar la hipoteca del piso en el que vivían mi linda arpía y uno de sus amantes y me embargaron el sueldo. La situación me superó de tal manera que me resultaba imposible centrarme en el trabajo. Metí la pata varias veces de forma grave y acabé despedido. Pronto me vi sin dinero para pagar una pensión donde vivir y acabé comiendo cualquier cosa y durmiendo en el coche.
En aquel momento, mi semblante debía reflejar tanto espanto, que mi amigo soltó una carcajada y trató de animarme con una amistosa palmada en el hombro.
-Tranquilo Willy, aquello está muy lejos y hace mucho tiempo que no me afecta -y dicho esto continuó:
-Llegué a un estado de exasperación tal, que un día, preso de total enajenación, me fui al barrio de las drogas, compré una pistola con mis últimos euros y conduje hacia mi antigua casa con la intención de llevarme por delante a todo aquel que encontrara en ella.
-¡Pero hombre, cómo se te ocurrió esa barbaridad!
-No lo sé. Estaba ido, desesperado e incapaz de pensar en otra cosa que no fuera acabar con todo y con todos los que me habían arruinado la vida. Por suerte, en aquel momento estalló una enorme tormenta. La más grande que había conocido jamás. La lluvia se abatía sobre la ciudad como un torrente caído del cielo y pronto el agua llegó hasta la mitad de las ruedas del coche, anegando un pasadizo que debía cruzar para llegar a mi objetivo, unos quinientos metros más allá. Truenos y relámpagos sacudían la ciudad. Esperé dentro del coche a que pasara la tormenta y eso me dio tiempo a reflexionar y pensar en lo que iba a hacer. Supe que sería incapaz de cumplir mi sangriento propósito. En ese momento sufrí un bajón anímico y decidí pegarme un tiro para acabar, de una vez y para siempre, la triste desdicha de mi perra vida, sin añadir más dolor y tristeza a nadie más.
-¡Dios del Cielo! -apenas pude musitar-. ¿No tenías otras opciones más sensatas?
-No. Cuando se llega a ese nivel de exasperación no hay razón ni sensatez que valga. Una locura inmensa e irrefrenable se apodera de ti. Antes se llamaba "crimen pasional". Hoy las feministas y los políticos en busca de sus votos lo han rebautizado con el simplista título de "crimen machista": Es el hombre que lleva en sus genes el abuso a las mujeres  ¡como si ellas no abusaran!
-Hombre, no me parece justo lo que dices. Piensa en tantas mujeres que pierden la vida a manos de sus parejas -repliqué, aunque, debo confesarlo, con cierta timidez, tras escuchar la triste historia de mi amigo.
-No creas que no lo entiendo, ni dejo de lamentarlo, pero eso es hoy. Aquel día todo era distinto. Solo tenía un pensamiento: acabar con todo. Y el error de los responsables de evitar esa trágica situación consiste en que tratan de solucionar el problema acudiendo, desde el primer momento, solo a medidas represivas, cada vez más duras, que no hacen otra cosa que echar leña a la hoguera hasta hacerla incontrolable.
-Pero qué otra cosa se puede hacer. No querrás que quien transgreda se quede sin castigo.
-No, no digo eso. Quien la haga que la pague, pero los procesos se deberían realizar de forma más igualitaria, con las garantías que se aplican a cualquier acusado en cualquier otro tipo de juicio, sin leyes ni procedimientos especiales que favorezcan a una de las partes. Y, sobre todo, resulta fundamental la creación -no sé si existe ya pero si es así no funciona- una gran infraestructura de profesionales capaz de dar el cauce adecuado a los problemas de las parejas, para solucionarlos en su nacimiento, antes de que se enquisten o lleguen hasta producir una situación explosiva e irremediable. Porque no todos somos canallas, ni todas ellas son ángeles, como nos quieren hacer creer las organizaciones feministas y otros grupos de presión.
Francamente, no sabía qué decir. Escuchaba su discurso con ánimo encogido y deseos de que terminara.
-Te pondré un ejemplo -continuó con el tema muy a mi pesar- ¿Sabes, por casualidad, cuantas hombres mueren a manos de sus mujeres en tu país? Seguro que no, ese es un dato que no se publica. ¿Has oído que se haya producido alguna concentración de repulsa, tanto oficial como ciudadana, por ese motivo? Claro, son muchos menos...oficialmente, porque las mujeres matan de otra forma mucho más insidiosa. ¿Conoces la cifra de hombres que se suicidan en España? Yo te la voy a decir: cerca de tres mil al año. ¿Alguien se ha preocupado en averiguar las causas? Supongo que sí pero no te preocupes que no serán publicadas.   
-En fin, dejémoslo porque este asunto no tiene arreglo -¡al fin! pensé, mientras suspiraba aliviado porque la tensión y el acaloramiento de mi amigo estaba alcanzando cotas no recomendables-. Aquella noche metí el cañón de la pistola en la boca, cerré los ojos, apreté los dientes en el frio hierro, y accioné el gatillo. Nada sucedió. Repetí la operación y obtuve el mismo resultado. Desconcertado, miré el arma y me di cuenta que no había quitado el seguro. Bueno, en realidad creí haberlo hecho, pero mi falta de destreza en su manejo hizo que lo pusiera en vez de quitarlo. Tras este dramático incidente sufrí un derrumbe anímico total. Preso de angustia y desolación lloré a grito pelado como jamás lo había hecho. Después entré en un letárgico estado de postración. Sin embargo, con las primeras luces de la madrugada me rehíce. De pronto me sentí otro. Era como si me hubieran inyectado una nueva sangre, una nueva vida: era otro Arturo, aunque solo me quedaba la pistola y un coche con poca gasolina. Suficiente, pensé. Vi una sucursal del Santander al otro lado de la calzada y decidí atracarla. Esperé la llegada de los empleados y arramblé con todo el dinero que pude, sin mayor problema.
-¡Ostras, Arturo! Jamás lo hubiera pensado de ti.
-Te digo que era otro. Atrás quedaba el Arturo apocado y blandengue y nacía otro atrevido, implacable, despiadado y sin leyes, límites ni preceptos.  
-En fin -continuó-, Salí a toda mecha de allí y conduje día y noche, sin detenerme, con solo pequeñas paradas para echar gasolina y comer algún bocadillo en los restop del camino. No tenía destino. Solo pensaba en alejarme de allí tanto como pudiera, antes de que la policía lograra identificarme. No paré hasta que, casi desfallecido, sentí que no podía recorrer un kilómetro más. Las luces de la autovía indicaban la cercanía de una ciudad. Miré al panel indicador y un gran rótulo mostraba su nombre: Lublin.
-¡Caray, eso está en Polonia! -exclamé.
-Así es. Había recorrido más de 3.000 Km. y atravesado Francia, Alemania, Austria y casi toda Polonia, pero estaba medio muerto. En una gasolinera pregunté por un buen hotel, con el fin de pasar por "hombre solvente y de bien" y me recomendaron el Hotel Alter. Estaba situado en pleno centro y mostraba la calificación de 5 estrellas, aunque en España no pasaría de 3. Nada más llegar me acosté y dormí durante dos días seguidos.
Con el paso de la noche, me di cuenta de que mi amigo llevaba demasiado tiempo con la necesidad de sincerarse con alguien y yo le venía de maravilla para ese fin.
Había abierto el grifo de sus recuerdos y ya no podía cerrarlo. Tenía que echar toda aquella bilis fuera, ayudado, además, por el continuo consumo de aquel delicioso vino, cuyo nivel no cesaba de descender en su elegante frasco.
Y yo le escuchaba boquiabierto.
Continuó con el relato de sus andanzas por Polonia y el resto del mundo, sin omitir detalle alguno, por muy comprometedor o escandaloso que pudiera parecerme.
Al tercer día de su llegada a Lublin, buscó un desguace en las afueras y entregó su coche para achatarrarlo y borrar así una posible pista de la policía.
Pronto trabó buena amistad con el chatarrero, un regordete y simpático bielorruso, llamado Mirek, y consiguió que lo empleara por casi nada. Pero Arturo era un buen gestor y en poco tiempo se hizo con las riendas del negocio. Conoció los chanchullos del bueno de Mirek que traficaba, aunque a pequeña escala, con coches robados, junto a otros aparatos y electrodomésticos de procedencia irregular, además de alguna que otra escopeta, rifle o arma corta de similar origen.
Arturo amplió esa actividad con buenos resultados. Gracias a los contactos adquiridos en esta singular ocupación ilegal consiguió una nueva documentación que le dotó de una nueva personalidad. Más tarde, obtendría varias más, que utilizaría para adoptar la más adecuada al asunto a tratar o según en qué país necesitara realizar sus oscuros trapicheos. Poco después se independizó, para dedicarse por entero al tráfico de armas, tras constatar los grandes beneficios que reportaba ese negocio.
No necesitó muchos años para construir un gran imperio, con el apoyo de un pequeño ejército de sicarios, reclutados entre la gente del hampa rusopolaca más endurecida y osada.
Con mucho reparo, lo confieso, me atreví a preguntarle si no sentía una cierta desazón, o incluso culpabilidad, ante tantas víctimas como ocasiona ese sangriento comercio.
-En absoluto -me contestó, rotundo- Mira Willy, cuando la gente se quiere matar lo hace con lo que encuentra a mano: un fusil o una piedra. ¿No recuerdas las guerras tribales de Burundi, o la guerra de Hutus y Tutsis, entre otras? En ellas murieron cientos de miles de personas de ambos bandos, tanto civiles como militares, y lo hicieron por flechas, lanzas rudimentarias, palos y machetes, en su gran mayoría. Un tanto a mi favor: mis armas matan de manera mucho más rápida y, sobre todo, "civilizada". ¡Ja, Ja! -rió la siniestra gracia.
Mi capacidad para escandalizarme por las palabras de mi amigo estaba agotándose por momentos.
-Mira Arturo, en eso no me vas a convencer. En todas esas guerras hay muchas, demasiadas debo decir, personas inocentes que mueren sin culpa alguna y los traficantes de armas tienen una decisiva responsabilidad sobre esa sangre tan vilmente derramada.
-¡Qué poco sabes de este negocio, Willy! Mis armas sirven para ser utilizadas por combatientes contra combatientes. Se trata de armamento ligero: pistolas, fusiles automáticos, ametralladoras, lanzagranadas y misiles de corto alcance. Son armas de combate. No es mi culpa si hay asesinos que lo usan para otro fin.
-Lo siento Arturo, sigo estando en desacuerdo.
-¡Abre los ojos, hombre! Los que matan a la población civil, hombres, mujeres y niños, y destrozan infraestructuras, casas, hospitales y escuelas no son mis armas, sino los bombardeos sobre poblaciones que realizan cañones, aviones y misiles de largo alcance vendidos por los países llamados occidentales y, por tanto, civilizados, de manera oficial y muy dignamente, aunque eso sí, con escasa o nula publicidad. Y son ellos quienes más daños ocasionan al realizar esos terribles bombardeos en sus intervenciones bélicas en otros Estados, encaminadas a defender su hegemonía estratégica o sus intereses económicos. Eluden así recibir bajas y se empeñan en una cobarde guerra a distancia, justificando sus destrozos en vidas y edificios como ineludibles daños colaterales. Pero ellos, los jefes y responsables de esos Estados, son gente digna, honorable y considerada, mientras que nosotros somos delincuentes y gentuza. ¿Tú puede creerlo?
Yo ya no sabía qué creer ni qué pensar. Conforme mi amigo avanzaba en la descripción de sus actividades al margen de la Ley, yo me sentía cada vez más  intranquilo y tenso. Deseaba que aquella conversación terminara cuanto antes, pero Arturo no estaba por la labor. Estoy seguro de que sentía un placer especial en escandalizarme con sus andanzas.
Y no dudó en continuar su relato
-Cuando me independicé, busqué un lugar en el campo donde no hubiera policía y donde pudiera pasar por un rico y honorable industrial alemán, amante de la naturaleza y con fervientes deseos de descansar en ella. Lo conseguí al instalarme en un pequeño pueblo, llamado X -mejor que no conozcas su nombre-, cercano a las fronteras de Bielorrusia y Ucrania. Compré una propiedad alejada del pueblo que incluía una casa palacio en semiruina por poco dinero. Había pertenecido a un rico judío que fue apresado con toda su familia por los alemanes durante la guerra. Los aldeanos, muy supersticiosos en la región, aseguraban que la casa estaba embrujada y que los espíritus de sus antiguos propietarios.  rondaban por sus desvencijadas estancias.
-¿Y no sentiste un poco de aprensión al entrar allí?
-¡Ah, no! Líbrate, Willy, de los vivos, que de los muertos ya se ocupan los gusanillos y la madre naturaleza -y continuó imperturbable-. Tuve que hacer una gran reforma, casi una reconstrucción, pero el edificio quedó muy a mi gusto, muy seguro y con varias estancias secretas. Por cierto que la reforma no me resultó demasiado gravosa porque, al tirar un muro, aparecieron dos pucheros llenos, uno de Polsky Zloty de oro y el otro de Groschen de plata.
-¡Vaya suerte! -exclamé.
-Si te he de ser sincero, te diré que algo así esperaba al comprar la finca. Los judíos, antes de ser apresados, ocultaban sus pertenencias más valiosas, con la esperanza de recobrarlas al regresar, una vez terminada la guerra, pero muy pocos lograron sobrevivir en los terribles campos de exterminio nazis. Por lo que sé, hallazgos como el mío o similares, de más o menos valor, fueron frecuentes a lo largo y ancho de Polonia, Austria y Alemania.
-¿Quedan todavía rastros de la guerra allí?
-A este pueblo, como a todos los de la parte oriental de Polonia, llegaron los rusos primero, los alemanes después y, por último, otra vez los rusos. Así que hubo de todo. Los aldeanos no suelen hablar de estos temas y practican una especie de ley del silencio. Solo en una ocasión conseguí soltarle la lengua a un vejete borrachín. Sentados a la entrada de su casa, me relató historias de la guerra vividas por él. Me interesaba conocer algo de lo sucedido con los judíos del pueblo y poco a poco le fui sacando información.
A continuación Arturo me relató las confidencias del viejo aldeano. Los judíos eran los ricos del pueblo. Tenían las mejores casas y las más céntricas. Poseían la mayor parte de las tierras y eran dueños de la panadería y de la tienda. Es decir controlaban la economía del pueblo.
Durante la invasión rusa en septiembre del 39 no hubo demasiados problemas. Entraron sin encontrar resistencia y se desparramaron por el interior donde sí hubo fuertes combates hasta vencer y masacrar al ejército polaco. Pero aquel pueblo no tenía ningún valor estratégico y apenas los vieron ni los sufrieron. No ocurrió lo mismo en junio del 41, cuando las tropas alemanas atacaron la Unión Soviética. Cierto día apareció por allí un destacamento alemán y se llevó a todos los judíos del pueblo. El anciano confesó a mi amigo que los aldeanos no movieron un dedo por ayudarles. Es más, muchos se alegraron. Pensaron que quizás podrían apropiarse de las casas, haciendas y pertenencias abandonadas. Él mismo declaró que su casa actual había pertenecido a un judío.
A la pregunta de Arturo sobre el regreso de alguno de aquellos judíos apresados, contestó el viejo con una rotunda negativa: jamás volvieron a tener noticia de ninguno de ellos. De la larga dominación comunista poco o nada pudo saber. La reserva era casi absoluta. Pero esa misma ley del silencio era una ventaja impagable para él y sus negocios.
-Pronto me hice con la amistad del alcalde y del cura -prosiguió- y, al mismo tiempo, gané el aprecio y respeto de los habitantes del pueblo, bastante empobrecido y descuidado en aquel tiempo. Para conseguirlo, hice arreglar la escuela y construir un pequeño pero muy bien dotado hospital. Financié la remodelación de la iglesia que se hallaba en un alto grado de abandono y el firme de la plaza con sus calles adyacentes. Todo ello pagado con dinero de mi bolsillo.
-Vamos, que eres el mecenas del pueblo.
-Sin duda. Cualquier día me hacen una estatua. En serio, si alguien pregunta por mí en el pueblo, dirán que el alemán, como así me llaman, es la persona más buena y desprendida del mundo. Para ellos, soy un gran hombre de negocios, enamorado de la vida sencilla del campo, que un día Dios hizo llegar a su pueblo para su bien, como un bendito regalo de la Divina Providencia.
-¿Y no levanta sospechas tu tropa de sicarios?
-No, hombre. Tengo bien camuflados a todos mis guardaespaldas. Los he reclutado con mucho cuidado. Hacen de secretario, mayordomo, jefe de cocina, chofer, jardinero y un par de guardas de la finca. Las mujeres de varios de estos se encargan de la limpieza y la cocina. En mi casa solo entra gente de mi absoluta confianza.
A estas alturas, la botella del buen vino del Rhein había perdido hasta sus últimas gotas. Mi amigo seguía con sus tremendas confidencias sin que yo fuese capaz  de hacerle parar, a pesar de intentarlo una y otra vez...con la mayor suavidad y tacto posible, por supuesto. Con una frialdad que producía escalofríos en mi médula espinal, relataba sus aventuras para esquivar a los servicios secretos de medio mundo, así como a los pistoleros de la competencia, estos mucho más hábiles y peligrosos. Me habló de los tipos de armas que vendía y su destino. Este era muy fácil de adivinar: Allí donde había un conflicto armado, estaban las armas de Arturo, siempre que hubiera abundante dinero para pagarlas.
Era ya de madrugada, cuando mi amigo decidió dar por terminada la velada, seguro de haber dejado bien claro el cambio de carácter y personalidad producidos en él desde nuestros años estudiantiles.
Le acompañé a la puerta de la habitación y allí vi, sin sorpresa, a dos hombretones, con aspecto de lo que eran, que se habían mantenido de guardia durante toda nuestra entrevista, a la espera de la salida de su jefe.
Nos abrazamos. Así fue su despedida:
-Bueno Willy, me alegro de que las cosas te hayan ido bien, pero en la próxima ocasión que nos veamos, haz como si no me conocieras.
Le deseé suerte y aun quedé un rato mirando cómo se alejaba por el ancho y largo pasillo seguido por sus dos fieles guardianes. Ya no me acosté. La hora de partida del bus hacia el aeropuerto estaba demasiado cercana. Del día siguiente solo puedo decir que mi gestión no fue de las más brillantes de mi carrera.