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LA PANDEMIA DEL SIGLO XXI.
Esta
última semana, me he visto presionado desde varios frentes, en relación con la
ausencia del dichoso WhatsApps en mi móvil.
Mis
nietos me urgen a tenerlo, pues no me
pueden incluir en el "grupo", y esto debe ser algo muy serio.
Mi
hermano me acaba de decir: Te enviaría
alguna cosa interesante, pero como no tienes "gua-sap"...
-Pero,
hombre. Mándamelo por email -contesto.
-Es
que desde que tengo el Smartphone apenas conecto el ordenador. Solo uso aquel.
Es más práctico.
Para
rematar la faena, me escribe "X" un buen amigo, y, entre otras cosas,
me recomienda que me actualice. En
Europa, dice con mucha guasa, ya solo
quedan dos personas sin WhatsApps, tú y un viejo nonagenario que vive en una
aldea perdida de la tundra bielorrusa.
Lo
tremendo es que otro amigo, que pertenece al mismo grupo de correo electrónico,
y recibió también el email, apostilló el asunto con un lacónico: Haz caso a "X"
El
término de tremendo está justificado. Hasta hace muy poco, este otro amigo,
"Y", un serio y cabal hombre de Leyes, echaba pestes de la gente que
no paraba de usar el Smart en todo tiempo y lugar. Sobre todo, cuando, en
cualquier reunión de amigos, las señoras acababan por echar mano de sus
inseparables aparatos, y se empeñaban, con un entusiasmo irrefrenable, en
mostrar las fotos de sus nietos haciendo gracias. Pero contaminado, tal vez,
por ese virus inevitable de la smartmanía, hoy disfruta también de ese
"indispensable" aparatito y me lo recomienda. Ver para creer.
La
sugerencia del amigo "X" no me extraña. Resulta natural y hasta
lógica, ya que es hombre al que le gusta estar a la última en el campo de la
tecnología comunicativa. Pero lo de "Y" me produce preocupación y
alarma. Si este amigo ha podido contaminarse, nadie está libre de sufrir el
insidioso acoso de esta irresistible plaga y de caer atrapado por ella.
Hace
muy poco tiempo, asistí a la celebración de un evento acompañado de mi mujer.
Éramos 16 comensales de ambos sexos que formaban un amplio abanico de edades.
Pues
bien, no había persona allí, a excepción de mi esposa y yo mismo, que
resistiera la tentación de echar un vistazo a su Smart cada cinco minutos...o
menos.
Entre
plato y plato, estos aparatitos circulaban de mano en mano, mostrando las
" interesantes" fotos del último viaje de sus propietarios, las poses
más graciosas de sus agraciados nietos o las radiantes imágenes de su
queridísima prole. Amén de las últimas noticias sobre los más peregrinos
asuntos que, por otra parte, me importaban lo mismo que el hidrocultivo del
pepino maltés.
Pensé
que la llegada de los postres pondría fin a esta saturación de mensajería
digital y entraríamos en ese grato período de sobremesa, donde el coloquio y la
tertulia amenizan la mente y enriquecen -por lo general- el entendimiento. Vana
esperanza. Una vez consumidos aquellos y servidos los consiguientes cafés,
infusiones y licores, se produjo una auténtica orgía smartofónica. Cada cual
trató de mostrar al resto de los presentes las bondades de su aparato y se
dedicó a explicar, con todo detalle y entusiasmo, las admirables
particularidades de sus muchas aplicaciones para toda clase de función, o
efecto. ¡Qué horror! No sé cómo pude resistirlo.
Pero
en este tema voy de sorpresa en sorpresa. La semana pasada, me topé en la calle
con una amiga que llevaba su Smart bien agarrado en la mano, como manda la
costumbre, según observo.
-¡Oye,
qué te ha salido en la mano! -exclamé, simulando alarma.
Ella,
que es inteligente, captó en seguida la ironía y me contestó, sonriendo:
-Bueno,
suelo llevar el aparato en la mano porque si lo dejo en el bolso no sé cuando
me llega un mensaje.
-Ya,
pero podrías esperar a llegar a casa y leerlos allí tranquilamente ¿no?
-Imposible
-me contestó-, entonces me encontraría con un montón de mensajes y no tendría
tiempo para contestar a todos.
Claro,
esta mujer está integrada en seis u ocho grupos, compuestos de familiares,
amigas y amigos, colegas de trabajo y varios más de asociaciones y clubs.
Ahora
me explico la proliferación de peatones -que yo llamo smartzombis- embebidos en
el entusiasmado trafago dactilar de sus aparatitos, circulando con la mirada
fija en él, ajenos por completo del mundo que les rodea. Y lo hacen con una
habilidad asombrosa. Caminan a buen paso y, sin dejar de mover los pulgares a velocidad
endiablada, ni levantar la vista de la pantallita, sortean cuantos obstáculos
encuentran a su paso, justo a un par de metros antes de chocar con ellos,
mediante un ligero o apurado quiebro.
Parece
como si una poderosa e ineludible fuerza les obligara a leer el mensaje en el
mismo momento de recibirlo, y a contestarlo o establecer conversación de
inmediato, como si aquella comunicación fuese anuncio de vida o muerte.
No
es extraño presenciar en cualquier reunión, conferencia o ceremonia -incluso en
las más solemnes, tanto religiosas como cívicas o castrenses-, la inoportuna
escena de alguien que deja el lugar ocupado, muy serio -eso sí-, desaparece y
al rato vuelve a aparecer, sin el menor gesto de disculpa. Tan fresco.
No
crean que han sido víctimas de alguna perentoria necesidad fisiológica. ¡Ni
hablar! Se trata de recibir y contestar algún nuevo mensaje. Operación que,
como digo, es necesario realizar al momento, dada la suma importancia del
asunto a tratar. ¡Faltaba más!
Conste que no tengo nada contra el uso del
teléfono móvil. Muy al contrario, me parece uno de los grandes inventos de este
siglo. Sobre todo en mi caso, que solo pude disponer del teléfono fijo hasta
bien entrado en años, sin sospechar siquiera que llegaría un día en el que lo
podríamos llevar en el bolsillo.
Yo
lo uso siempre que salgo de viaje o cojo el coche. Más no. No lo necesito y la
ausencia del dichoso WhatsApps en él me proporciona una dicha inmensa, producto
de una paz sin límites. Por otra parte, me resulta molesto llevarlo en el
bolsillo. Claro, supongo que los aparatos modernos son algo más cómodos de
llevar que mi antediluviano móvil.
Me
parece que demasiada gente acaba por sufrir esa perversa adición que les obliga
a estar atado al indispensable aparatillo en todo momento. Ya se ocupan bien
sus fabricantes en urdir tantas y tan variadas aplicaciones destinadas a cubrir
cada posible necesidad del usuario, bien sea real, imaginada, eventual o, por
demás, innecesaria. Y, por supuesto, todo su tiempo.
Sí,
es cierto, generalizo, pero me obliga a ello el encuentro con tanta gente
incapaz de reprimir el impulso de echar mano a su aparato, a la menor
oportunidad, para mostrar alguna foto que ilustre su conversación, tras una
tediosa y extensa interrupción, necesaria para encontrarla entre miles de
ellas, no muy bien archivadas.
Hasta
aquí, he presentado un pequeño catálogo de inconveniencias que, naturalmente,
pueden ser evitadas por aquellas personas de firme carácter o con cierta
racionalidad en su discurrir, pero ¿qué me dicen de ese engendro que ha dado en
llamarse "las redes sociales"?
Poca
experiencia tengo de ellas, pero esa poca ha bastado para conducirme hacia el
hastío, cuando no a la alarma o la indignación.
Mi
impresión personal es que se trata de un inmenso y desordenado pozo de memez,
incultura y gratuita especulación, donde se compran, venden u originan falsas
noticias, se falsean seguidores a bajo precio y donde campean el populismo, la
demagogia barata, la irresponsabilidad y el sensacionalismo.
De
esta forma, un fantástico invento se ha ido convirtiendo, poco a poco, en una
peligrosa pandemia que actúa e influye, finalmente, como principal agente de la
formación -deformación, más bien- de la irreflexiva y todopoderosa
"opinión pública", mediante la cual, el ciudadano medio piensa, vota,
se expresa y se comporta de la manera irreflexiva e irresponsable que el
aparatito, pegado a su mano, le ofrece.
Por
tanto, amigos míos, no os extrañe que, cual "Llanero
Solitario", siga la senda seguida por aquellos héroes de nuestra
juventud, capaces de "Morir con las
botas puestas", al hallarse "Solos
ante el Peligro".
En
mi caso, será con mi vetusto móvil en la mesilla de noche. Apagado, por
supuesto.