martes, 5 de junio de 2018

29.- Relatos, Fábulas y Leyendas


29.- LA PANDEMIA DEL SIGLO XXI.





Esta última semana, me he visto presionado desde varios frentes, en relación con la ausencia del dichoso WhatsApps en mi móvil.
Mis nietos me urgen a tenerlo, pues no me pueden incluir en el "grupo", y esto debe ser algo muy serio.
Mi hermano me acaba de decir: Te enviaría alguna cosa interesante, pero como no tienes "gua-sap"...
-Pero, hombre. Mándamelo por email -contesto.
-Es que desde que tengo el Smartphone apenas conecto el ordenador. Solo uso aquel. Es más práctico.
Para rematar la faena, me escribe "X" un buen amigo, y, entre otras cosas, me recomienda que me actualice. En Europa, dice con mucha guasa, ya solo quedan dos personas sin WhatsApps, tú y un viejo nonagenario que vive en una aldea perdida de la tundra bielorrusa.
Lo tremendo es que otro amigo, que pertenece al mismo grupo de correo electrónico, y recibió también el email, apostilló el asunto con un lacónico: Haz caso a "X"
El término de tremendo está justificado. Hasta hace muy poco, este otro amigo, "Y", un serio y cabal hombre de Leyes, echaba pestes de la gente que no paraba de usar el Smart en todo tiempo y lugar. Sobre todo, cuando, en cualquier reunión de amigos, las señoras acababan por echar mano de sus inseparables aparatos, y se empeñaban, con un entusiasmo irrefrenable, en mostrar las fotos de sus nietos haciendo gracias. Pero contaminado, tal vez, por ese virus inevitable de la smartmanía, hoy disfruta también de ese "indispensable" aparatito y me lo recomienda. Ver para creer.
La sugerencia del amigo "X" no me extraña. Resulta natural y hasta lógica, ya que es hombre al que le gusta estar a la última en el campo de la tecnología comunicativa. Pero lo de "Y" me produce preocupación y alarma. Si este amigo ha podido contaminarse, nadie está libre de sufrir el insidioso acoso de esta irresistible plaga y de caer atrapado por ella.
Hace muy poco tiempo, asistí a la celebración de un evento acompañado de mi mujer. Éramos 16 comensales de ambos sexos que formaban un amplio abanico de edades.
Pues bien, no había persona allí, a excepción de mi esposa y yo mismo, que resistiera la tentación de echar un vistazo a su Smart cada cinco minutos...o menos.
Entre plato y plato, estos aparatitos circulaban de mano en mano, mostrando las " interesantes" fotos del último viaje de sus propietarios, las poses más graciosas de sus agraciados nietos o las radiantes imágenes de su queridísima prole. Amén de las últimas noticias sobre los más peregrinos asuntos que, por otra parte, me importaban lo mismo que el hidrocultivo del pepino maltés.
Pensé que la llegada de los postres pondría fin a esta saturación de mensajería digital y entraríamos en ese grato período de sobremesa, donde el coloquio y la tertulia amenizan la mente y enriquecen -por lo general- el entendimiento. Vana esperanza. Una vez consumidos aquellos y servidos los consiguientes cafés, infusiones y licores, se produjo una auténtica orgía smartofónica. Cada cual trató de mostrar al resto de los presentes las bondades de su aparato y se dedicó a explicar, con todo detalle y entusiasmo, las admirables particularidades de sus muchas aplicaciones para toda clase de función, o efecto. ¡Qué horror! No sé cómo pude resistirlo.
Pero en este tema voy de sorpresa en sorpresa. La semana pasada, me topé en la calle con una amiga que llevaba su Smart bien agarrado en la mano, como manda la costumbre, según observo.
-¡Oye, qué te ha salido en la mano! -exclamé, simulando alarma.
Ella, que es inteligente, captó en seguida la ironía y me contestó, sonriendo:
-Bueno, suelo llevar el aparato en la mano porque si lo dejo en el bolso no sé cuando me llega un mensaje.
-Ya, pero podrías esperar a llegar a casa y leerlos allí tranquilamente ¿no?
-Imposible -me contestó-, entonces me encontraría con un montón de mensajes y no tendría tiempo para contestar a todos.
Claro, esta mujer está integrada en seis u ocho grupos, compuestos de familiares, amigas y amigos, colegas de trabajo y varios más de asociaciones y clubs.
Ahora me explico la proliferación de peatones -que yo llamo smartzombis- embebidos en el entusiasmado trafago dactilar de sus aparatitos, circulando con la mirada fija en él, ajenos por completo del mundo que les rodea. Y lo hacen con una habilidad asombrosa. Caminan a buen paso y, sin dejar de mover los pulgares a velocidad endiablada, ni levantar la vista de la pantallita, sortean cuantos obstáculos encuentran a su paso, justo a un par de metros antes de chocar con ellos, mediante un ligero o apurado quiebro.
Parece como si una poderosa e ineludible fuerza les obligara a leer el mensaje en el mismo momento de recibirlo, y a contestarlo o establecer conversación de inmediato, como si aquella comunicación fuese anuncio de vida o muerte.
No es extraño presenciar en cualquier reunión, conferencia o ceremonia -incluso en las más solemnes, tanto religiosas como cívicas o castrenses-, la inoportuna escena de alguien que deja el lugar ocupado, muy serio -eso sí-, desaparece y al rato vuelve a aparecer, sin el menor gesto de disculpa. Tan fresco.
No crean que han sido víctimas de alguna perentoria necesidad fisiológica. ¡Ni hablar! Se trata de recibir y contestar algún nuevo mensaje. Operación que, como digo, es necesario realizar al momento, dada la suma importancia del asunto a tratar. ¡Faltaba más!  
 Conste que no tengo nada contra el uso del teléfono móvil. Muy al contrario, me parece uno de los grandes inventos de este siglo. Sobre todo en mi caso, que solo pude disponer del teléfono fijo hasta bien entrado en años, sin sospechar siquiera que llegaría un día en el que lo podríamos llevar en el bolsillo.
Yo lo uso siempre que salgo de viaje o cojo el coche. Más no. No lo necesito y la ausencia del dichoso WhatsApps en él me proporciona una dicha inmensa, producto de una paz sin límites. Por otra parte, me resulta molesto llevarlo en el bolsillo. Claro, supongo que los aparatos modernos son algo más cómodos de llevar que mi antediluviano móvil.
Me parece que demasiada gente acaba por sufrir esa perversa adición que les obliga a estar atado al indispensable aparatillo en todo momento. Ya se ocupan bien sus fabricantes en urdir tantas y tan variadas aplicaciones destinadas a cubrir cada posible necesidad del usuario, bien sea real, imaginada, eventual o, por demás, innecesaria. Y, por supuesto, todo su tiempo.
Sí, es cierto, generalizo, pero me obliga a ello el encuentro con tanta gente incapaz de reprimir el impulso de echar mano a su aparato, a la menor oportunidad, para mostrar alguna foto que ilustre su conversación, tras una tediosa y extensa interrupción, necesaria para encontrarla entre miles de ellas, no muy bien archivadas.
Hasta aquí, he presentado un pequeño catálogo de inconveniencias que, naturalmente, pueden ser evitadas por aquellas personas de firme carácter o con cierta racionalidad en su discurrir, pero ¿qué me dicen de ese engendro que ha dado en llamarse "las redes sociales"?
Poca experiencia tengo de ellas, pero esa poca ha bastado para conducirme hacia el hastío, cuando no a la alarma o la indignación.
Mi impresión personal es que se trata de un inmenso y desordenado pozo de memez, incultura y gratuita especulación, donde se compran, venden u originan falsas noticias, se falsean seguidores a bajo precio y donde campean el populismo, la demagogia barata, la irresponsabilidad y el sensacionalismo.
De esta forma, un fantástico invento se ha ido convirtiendo, poco a poco, en una peligrosa pandemia que actúa e influye, finalmente, como principal agente de la formación -deformación, más bien- de la irreflexiva y todopoderosa "opinión pública", mediante la cual, el ciudadano medio piensa, vota, se expresa y se comporta de la manera irreflexiva e irresponsable que el aparatito, pegado a su mano, le ofrece.
Por tanto, amigos míos, no os extrañe que, cual "Llanero Solitario", siga la senda seguida por aquellos héroes de nuestra juventud, capaces de "Morir con las botas puestas", al hallarse "Solos ante el Peligro".
En mi caso, será con mi vetusto móvil en la mesilla de noche. Apagado, por supuesto.