jueves, 15 de marzo de 2018

27.- Relatos, Fábulas y Leyendas

27.- OTRA  TONTA  AVENTURA



-Bueno, Isabel ¿Qué te ha parecido la narración que hice de tu aventura en Comillas?
-¡Genial! Me ha gustado mucho.
-Me alegra. Pero quiero compensarte y te voy a contar una historia mía, tan tonta o más que la tuya.
No puedo asegurarlo, pero creo que podemos situar esta historieta en una época muy próxima al año 1954. Como ya te he explicado en alguna ocasión, mi amigo Jesús y yo solíamos acudir a Vadiello, el sábado por la tarde, para dormir en el refugio. Al día siguiente, muy de madrugada, subíamos las clavijas que permitían ascender hasta un imponente circo, a espaldas de los mallos, para continuar hasta la cumbre del San Jorge.
Pero antes, una vez llegados al circo, debíamos realizar una travesía horizontal y doblar una ancha cresta, para ascender por una empinada cuesta de hierba y matojo, hasta llegar a un amplio collado que corona todo el conjunto pétreo de los mallos. Unos pocos metros de escalada, de poca dificultad, nos situaba en la cumbre del mallo más alto, el San Jorge.
El descenso se hacía aprovechando una estrecha y quebrada canal en la parte izquierda del mallo.
Por lo que he podido averiguar, las cosas son muy diferentes hoy. Han colocado una sirga de seguridad a lo largo de todo el recorrido de las clavijas y en algunos otros tramos de potencial peligro, como en parte de la travesía horizontal. También, una vez en la cumbre del San Jorge, en la peligrosa bajada al escalón, desde donde uno se puede asomar al abismo, experimentar la inenarrable sensación de estar al borde de un precipicio cortado a pico y contemplar el panorama desde la misma altura y la misma visión que el águila.
En nuestra época, hacíamos todo el recorrido a cuerpo limpio, sin ninguna ayuda adicional a la que nos proporcionaban las clavijas, que colocaron los animosos muchachos de Peña Guara en 1950, según creo.  
Pues bien, aquel día, mi amigo y yo, junto a tres experimentados escaladores, comandados por mi vecino Ángel Lorés, muy conocido, querido y admirado alpinista en los medios montañeros de la región, nos dispusimos a superar las famosas clavijas. Ellos nos acompañaron durante un trecho, pero tan pronto alcanzamos la meseta superior de los mallos, se separaron y fueron a realizar el trabajo que tenían previsto aquel día.
El itinerario se iniciaba en una pared de unos 15 metros hasta llegar a una repisa horizontal.
Una vez llegados hasta aquel pasaje horizontal, que lleva al pie de una larga y estrecha garganta vertical, uno de los montañeros gritó:
-¡Eh, mirad esa higuera!
Al lado de la pared por donde discurría la repisa horizontal, se abría un profundo escalón, de unos cinco a seis metros. Era como un gran hoyo abierto a la cara por donde antes habíamos ascendido. Allí, en la parte abierta del hoyo, crecía una frondosa higuera donde solo había piedra y donde solo Dios podía saber cómo pudo arraigar y progresar.
-¡Ostras, sí! -gritó otro- ¡Y tiene higos! ¿Vamos a ver si son buenos?
Todos estuvimos de acuerdo y nos apresuramos a bajar por una estrecha canal, prolongación de la garganta vertical que deberíamos atacar más adelante. En realidad, esta garganta era una torrentera, horadada durante siglos por la acción de las aguas, al caer desde el gran circo superior, durante las impresionantes tormentas que allí se dan.
Pronto descubrimos que los higos que daba aquella higuera insólita eran incomestibles y, después de un rato de chanzas y cuchufletas a cuenta de la borde higuera estéril, nos dispusimos a subir hasta la repisa, utilizando la misma vía seguida para bajar.
En ese momento comenzaron nuestras desdichas. La canaleta por donde habíamos bajado, utilizando pies, brazos y espalda, se hacía cónica al final y, al meter el cuerpo en ella, para subir, te escupía fuera.
Claro, al bajar habíamos evitado ese inconveniente dando un salto, pero eso no servía a la hora de subir.
Los cinco intentamos reiteradamente la subida sin éxito. Probamos a escalar la pared gateando, con el mismo resultado: la condenada estaba tan lisa como un espejo, sin el más mínimo resalte donde agarrarnos.
-¡Me cagüe´n la leche y los higos del puñetero carajo! ¡Estamos enrayados! -exclamó uno de los montañeros.
Enrayado es el término que usan los escaladores cuando se encuentran en una posición en la que no pueden subir ni bajar y tienen unos límites de maniobra muy cortos a derecha e izquierda.
-¿Y ahora qué hacemos? -se preguntó otro.
-¿Qué coño vamos a hacer, espabilao? Esperar a que pase alguien y nos eche una cuerda. ¡Si no hubieses enredao tanto con la puñetera higuera...! -acabó por sentenciar Lorés.
-¡Anda este! ¿Pa qué me habéis seguido? Si yo tengo culpa, vosotros más -así se defendía el inventor del asunto higuera, entre bromas, chanzas y chirigotas.
El problema se hacía insoluble ya que, en el colmo de la imprevisión, los tres montañeros se habían dejado las mochilas arriba, junto a todo su equipo de escalada: cuerdas, clavijas, martillos, estribos y mosquetones.
Para nosotros, mi amigo y yo, aquella situación, lejos de preocuparnos, nos divertía sobremanera. Aún más, al escuchar los jocosos comentarios que se lanzaban nuestros tres avezados -y cautivos- colegas. En cambio para ellos, con infinidad de escaladas en sus piernas y brazos, sobre las cumbres más afamadas de Europa, resultaba poco menos que una dolorosa afrenta, verse obligados a esperar para ser rescatados de una ridícula situación, en un absurdo paraje sin historia.
-¡Cagon´la! ¿Será posible que no podamos salir de aquí? -Se preguntaba otro, mientras inspecciona la pared palmo a palmo.
Imposible. No había manera. Intentaban encontrar con auténtica desesperación algún resalte, por mínimo que fuera, con el que conseguir un inicial apoyo, pero no lo había.
Poco a poco, la triste realidad fue calando en el grupo. Las bromas, fruto del buen humor que acompaña siempre a estas gentes de la montaña, fue decayendo y ya todos llegamos a la triste conclusión de que no saldríamos de allí, hasta que alguien llegara para rescatarnos. Huelga decir que en aquel tiempo no solo faltaban los móviles, sino que ni siquiera podíamos imaginar que algún día los hubiera.
Aún así, todavía alguno levantaba la mirada hacia la pared, tratando de vislumbrar algún punto de apoyo milagroso que le permitiera iniciar la subida salvadora.
Y fue de esta manera como uno de ellos lo encontró:
-¡Espera, espera! -dijo- Me parece que allí, a unos tres metros hay una pequeña grieta. Aguántame que voy a probar si llego.
En un momento, se subió a los hombros del más alto de los tres y se estiró, hasta meter las puntas de los dedos en un insignificante resalte.
Pero la maniobra solo había hecho que comenzar. El siguiente apoyo estaba fuera de su alcance y debía dar un salto para agarrarse a él.
Por dos veces lo intentó sin éxito, provocando otras tantas aparatosas caídas sobre el sufrido sustentador.
Al tercer intento lo logró, impulsado, seguramente, por los voces de ánimo que le dedicábamos. Una vez conseguido el segundo apoyo, pudo escalar el resto de la pared con menos dificultad, ya que ésta se inclinaba algo en la parte superior, hasta la repisa donde había quedado el equipo de los tres escaladores.
Aplausos y gritos de aclamación, celebrando el éxito alcanzado, se multiplicaron en mil ecos entre las rocas, y ascendieron, resonando, por la chimenea que conduce al gran circo superior, hasta perderse en él,
-¡Venga, tira una cuerda! -acució uno.
Pero el puñetero, una vez arriba, tomó su equipo y dijo con mucha guasa:
-Bueno, me voy, que se me hace tarde.
Ante nuestros denuestos, quejas y amenazas, intentó justificarse:
-Es que tengo prisa, oye, que se me va a echar la noche encima antes de hacer cumbre. Seguro que alguien pasa pronto y os echa la cuerda.
Era broma. Pronto estábamos arriba gracias a la anhelada cuerda y completábamos, con bien, todo el itinerario. Después de un reconfortante baño y comida,  aun tuvimos la ocasión, por la tarde, de ir con nuestro vecino, amigo y mentor Ángel Lorés hasta la primera garganta para reponer una clavija rota.
Pero antes, mientras nos refrescábamos la cara en un arroyuelo anterior al comienzo de las clavijas, llegó un patoso excursionista y puso su enorme botaza sobre mis gafas que reposaban junto a mí en el suelo, dejándolas planchadas. Poco vi de la reposición de la clavija, aunque peor fue la vuelta a Huesca en bici, al tener que luchar contra mis dioptrías y la falta creciente de luz, al estar ya anocheciendo.
En realidad, fue un hermoso día, digno de mantener en el recuerdo. La gran pena es que mis ochenta añazos me impiden repetirlo.