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EL ENCANTO DE LA BUENA MÚSICA.
No
hace mucho tiempo, no más de ocho días, tuve la oportunidad de ver y escuchar,
por televisión, una sonata para piano de Beethoven, interpretada de forma
magistral por la famosa pianista ucraniana Valentina Lisitsa. Se trataba de la
Sonata nº 17, “La Tempestad”.
A
pesar de haberla escuchado ya varias veces en concierto, en esta ocasión, la
trasmisión televisiva me permitió experimentar nuevas y sugerentes sensaciones.
En
la sala de conciertos es difícil conseguir una situación tan cercana al
intérprete que permita distinguir o hacer seguimiento de los gestos o
manipulaciones del artista. La distancia impide apreciar su trabajo material y
obliga a pensar más en el autor y su obra que en el músico que la materializa.
Solo reparo en él si se trata de una ejecución magistral o, por el contrario,
me encuentro ante otra vulgar o discreta.
La
habilidad del intérprete, no se suele valorar durante la interpretación: se da
por hecha, sobre todo si se trata de un músico de campanillas. Solo al
finalizar se produce una eventual evaluación con más o menos aplausos, según la
huella emocional que haya causado su ejecución, que por fuerza, ha de ser
subjetiva y expuesta al estado de ánimo en ese momento.
Pero
los primeros planos de la retransmisión televisiva me llevaron a otro tipo de
evaluación.
Pude
contemplar, fascinado, el ágil revoloteo de las manos de la famosa pianista
sobre el teclado y la resuelta y vivaz caricia de sus delicados dedos al marfil
de sus teclas.
La
interpretación se componía de millares de precisos movimientos. Unas veces
acariciadores, otras enérgicos y, en algunas ocasiones, tan sutiles que
resultaban imperceptibles. Alternaban y jugaban entre sí los mecanismos
producidos por una frenética y exaltada celeridad con otros más lentos e
indecisos: torrentes bravíos junto a durmientes y encalmadas lagunas.
Caí
en la cuenta, y sentí entonces, que aquel sorprendente espectáculo desafiaba
las leyes de la Mecánica, o de la Física entera, que yo había estudiado.
Memorizar todo aquel inmenso conjunto de variadas pulsaciones, y reproducirlo
sin tacha, me pareció labor mágica más que humana. Y aún más, cuando al golpeo
de los martillos contra las cuerdas del piano hay que añadirles los
sentimientos que el autor puso en su obra.
Días
más tarde, tuve la suerte de contemplar, en la misma emisora, al insigne
violinista Yehudi Menuhin en una retransmisión retrospectiva del Concierto para
Violín y Orquesta nº 5 de Mozart, que realizó por primera y última vez con la
Orquesta de Berlín, bajo la batuta del no menos insigne director Herbert Von
Karajan.
No
es de extrañar que estos dos monstruos de la música no volvieran a coincidir.
El carácter de ambos no podía ser más opuesto. Karajan era estirado, seco,
elitista y terror de sus músicos, a los que fustigaba sin piedad hasta
conseguir lo que él consideraba la perfección. En cambio Menuhin, al que conocí
en persona, en el año 62, durante una charla-concierto que concedió a los
estudiantes en el Colegio Mayor Santa Cruz de Valladolid, se mostraba sencillo,
afable, cortés y cariñoso. ¡Los ensayos tuvieron que ser antológicos!
Y si
en la anterior interpretación sobre piano, había quedado maravillado por los
mágicos movimientos de las manos de la pianista, en esta ocasión sentí como mi
capacidad de descripción se anulaba, fascinado por los ágiles movimientos de
los volátiles dedos del artista.
A
pesar de que el realizador alternaba el tiempo de grabación con Von Karajan
-todo un espectáculo en sí mismo-, y otorgó también algún espacio a los
profesores de la orquesta, fue suficiente el concedido al Sr. Menuhin para
quedar aún más embrujado que en el concierto de piano.
Porque
en el violín todo era aún más sensitivo y táctil. Aquí no había teclas ni
trastes o divisiones donde pulsar y, sin embargo, sus dedos acudían con
precisión absoluta al lugar requerido por la partitura.
Además,
estos movimientos debían sincronizarse con el violento o delicado, según los casos,
roce del arco sobre las cuerdas.
Todavía
más. La conjunción de la pulsación sobre la cuerda y el roce del arco sobre la
misma, con el efecto añadido del oportuno o adecuado vibrato, debían producir,
sobre la nota debida, la preceptiva e infinita gama de sentimientos planeados
por el compositor, desde el áspero estremecimiento, hasta la más dulce
ensoñación, pasando por la brillantez de frecuentes y sublimes tonos de
carácter glorioso.
Y
todo ello, dentro del complejo trafago de la orquesta, para acoplarse a ella
con precisión milimétrica.
Entonces
comprendí que el trabajo de estos artistas no tenía nada que ver con cualquier
otro: no había parangón con el más preciso, el más delicado, el mejor valorado o el de mayor
complicación.
Sentí
que había en él un componente mágico, sobrepasando los límites de lo humano, y
que aquellos artistas estaban más cerca del Olimpo de los dioses que de la
inmediatez de la Tierra.