viernes, 20 de septiembre de 2013

Laspuña. Festín en Casa Sidora

 
Era una jornada de encuentro entre varios amigos que han conseguido mantener una sólida amistad, a lo largo de más de 60 años, desde los infantiles tiempos del colegio.

Habíamos acordado reunirnos este año en Laspuña, un precioso pueblo del Sobrarbe, en el norte de la provincia de Huesca, asentado en una altura, con su espalda apoyada en el formidable farallón de la Peña Montañesa, mirando de frente a Sestrales, Castillo Mayor y las nevadas cumbres de las tres Sorores, asomándose por encima de las estribaciones de la Sierra de Sucas.

Nos alojamos en Casa Sidora, una sencilla fonda de una estrella recomendada por uno de los amigos. Pronto descubrimos que aquel pequeño establecimiento hotelero era, en realidad, de una grandeza difícil de describir.

La regenta y trabaja una familia entrañable que ofrece su producto con amable simpatía, diligencia y delicadeza.

Las habitaciones son sencillas, cómodas y pulcras. Disponen de bar y restaurante. Solo cierran durante las Navidades.

El restaurante es amplio, bien dispuesto, con un lateral acristalado que permite gozar con el hermoso paisaje formado por los montes de enfrente antes citados.

Y la cocina...¡Ah la cocina! Allí nos topamos con una auténtica maravilla. El comensal encuentra una cocina casera, elaborada con delicadeza, amor e ingredientes naturales y frescos: nada de latas, botes, precocinados o congelados. Allí hallé los platos que cocinaba mi abuela, puestos al día con algunos pequeños y primorosos detalles que los enriquecían.

Buenas y completas las ensaladas. Equilibradas las migas, salpicadas de un chorizo excelente. Suaves las sopas y ligeras las legumbres.

Perfectas las chuletillas de cordero, acompañadas por unas sabrosas patatas a lo pobre y adornadas con unas finas hebras de pimiento.

Apetitosas croquetonas de carne, carne. Sin esconderla con un exceso de bechamel.

Un bacalao inmenso, grueso de tres dedos, de láminas suaves, rociadas con una ligera crema caramelizada.

El conejo en su punto, listo para chuparse los dedos, sin recato ni vergüenza.

El jabalí indescriptible. Cada bocado, tierno y gustoso, era como paladear un pedazo de monte, en el que el tomillo se peleaba con otras hierbas aromáticas, hasta conformar un auténtico perfume montañés, y convertir el montaraz alimento  en una suave delicia.

Y cuando parecía que nada podía superar a lo anteriormente servido, aparecieron unas maravillosas carrilleras de ternera. No sé cómo estaban hechas. Ni me importa. En su punto de guiso, se mostraban jugosas, tiernas, sabrosas y con una fina textura que las hacían irresistibles. A estas alturas, no tengo por qué exagerar, pero tampoco debo omitir que eran unas de las mejores carrilleras que yo he comido.

No voy a hablar de cantidades ni precios. Podría parecer una grosería después de lo dicho. Solo un dato: Nadie de las diez personas que allí estábamos, pudo acabar con lo servido.

Tampoco quiero decirlo, pero si me obligaran a valorar esta fonda en su conjunto, no me quedaría más remedio que dar un 10 a la relación calidad-precio.

Solo me resta celebrar la suerte de haber conocido y gozado de las atenciones de esta familia. Las agradezco con todo mi afecto y mi mayor entusiasmo.
 
                     Parte del paisaje visible desde mi habitación