viernes, 19 de julio de 2013

CAMINAR HACIA DELANTE




Adelante

  
Es ciudadano del Mundo

quien viaja con poco peso,

pues no se puede andar mucho

si vas cargado en exceso.

 

Para ver tiempos mejores

son demasiado equipaje

raíces y tradiciones.

 

Lo que pasó ya se ha ido                  

y el molino no se mueve                                    

con agua que ya ha molido                

 

Quiero mirar adelante,

saber lo desconocido

que no es cosa valorable

saber lo que está sabido.

 

 
GBG     Enero 2005

domingo, 14 de julio de 2013

Infanzones de Sobrarbe


Infanzones de Sobrarbe.
Crónica de una epopeya olvidada.
 
Es el relato de unos hombres, a los que las circunstancias del momento histórico que les tocó vivir, les enfrentaron a un inevitable dilema: convertirse en héroes luchando hasta perder la vida, o vivir como esclavos bajo el yugo del invasor oriental.
 
En ese eterno combate por ganar la libertad, en tiempos despiadados de hierro, sangre y fuego, antes incluso de la creación del reino de Aragón, se forjaron aquellos duros, valerosos y fieles guerreros, que ganaron el honor de Infanzones y perpetuaron su honroso nombre, hasta alcanzar nuestros días.
 

Valga este capítulo anexo como muestra de la presente narración

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 Capítulo  XVIII
 
 Continúa la ofensiva
 

 

   

Oscurecía ya por el Oriente, cuando las tropas cristianas al mando de Juan, su capitán, avistaron las defensas de Troncedo. Todavía les dio tiempo a revisarlas antes de vivaquear en las alturas cercanas.


El poderoso enclave de Troncedo estaba situado en un declive de la sierra del Turón, a más de mil doscientas varas de altitud, junto al barranco del Salinar. Se hallaba inmerso en una abrupta  orografía, que se abría a un lado de su posición, para dar paso al valle de La Fueva.
La ciudadela estaba fortificada en parte por recias murallas, aprovechando las fachadas posteriores de unas cuantas casas bien arrimadas para completar su cierre.  
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En el extremo oeste, se hallaba situado el castillo, construido  sobre  una sólida base de grandes sillares y provisto  de  una elevada torre pentagonal, desde la que sus defensores podían comunicarse visualmente con Muro de Roda y Samitier.
Todo el conjunto se asomaba al sur y al oeste desde una escarpadura, que le otorgaba una considerable ventaja defensiva sobre quien tratara de emprender un ataque por ese lado. En cambio encontraron varias zonas algo más vulnerables por la parte norte y este.
Al día siguiente montaron el sitio. Juan distribuyó sus tropas frente a los lugares de más fácil acceso y puso una fuerte vigilancia alrededor de aquellos otros en los que no solo el ataque, sino también la salida de los defensores, resultaban más difíciles o imposibles.
Animado por el éxito obtenido en Buil, hizo plantar muchas más tiendas de las necesarias para dar cobijo a sus soldados. Cuando se hizo la noche, ordenó encender una gran cantidad de fuegos, de forma que la moral de los sitiados quedara minada ante la presunción de tener un gran ejército a sus puertas.
Transcurrió un día más sin incidentes, pero en el tercero, se abrió la puerta de la ciudadela y un grupo de jinetes salió de pronto por ella, cargando contra el campamento cristiano.
No fue un ataque demasiado consistente, pues tan pronto encontraron resistencia, volvieron grupas y corrieron a refugiarse tras los muros de la fortaleza.
Era una buena señal. Trataban, sin duda, de averiguar la firmeza del cerco, tentando sus fuerzas. La maniobra en sí, y aun más su pronta retirada, daban a entender que el mando moro había caído en el engaño urdido por Juan, y rebelaba su temor a enredarse en un combate con fuerzas que creían muy superiores.
Durante los siguientes días, estudiaron con detalle los lugares más adecuados para efectuar los ataques y la forma más conveniente de llevarlos a cabo. Prepararon escalas y comenzaron a construir un poderoso ariete con el que derribar la pesada puerta de entrada.
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No había otro modo de vencer la resistencia musulmana que asaltar sus defensas, pues a diferencia de Buil, allí no había campo abierto suficiente como para llevar el combate hasta él y aprovechar la superioridad de la infantería propia.
Se estaba gestando, por tanto, una encarnizada batalla con un más que previsible, y notable, número de bajas por ambas partes. Era esta la forma de combatir que menos agradaba a Juan, pero nada podía hacerse para evitarlo.
En tanto se hacían estos preparativos, grupos de arqueros de ambos bandos intercambiaban sus tiros de arco, con la diferencia de que, mientras las flechas de los defensores daban en tierra, las que lanzaban los sitiadores con sus nuevos y poderosos arcos llegaban con insólita fuerza hasta las almenas, ensartando a más de un soldado imprudente o mal guardado.
Juan estaba convencido de que esta otra ventaja, cierta por demás, sería definitiva para aumentar el desánimo de sus adversarios, facilitando con ello la efectividad de sus propios ataques.
No andaba descaminado. Ya se encontraban dispuestos para iniciar el primer asalto, cuando, de improviso, aparecieron sobre las almenas unos cuantos soldados musulmanes dando voces y agitando enseñas y estandartes. Al mismo tiempo se abrieron los batientes del portón principal y salieron algunos otros con aspecto de jefes, que arrojaron sus armas al suelo en evidente señal de rendición.
Un grito de triunfo y alegría se alzó en el campo cristiano. Habían conseguido la victoria sin necesidad de cruzar una sola espada con el enemigo y este hecho les llenaba de orgullo y de entusiasmo, exteriorizándolo con toda clase de ruidosas y enardecidas muestras de  satisfacción.
Al instante, Juan se adelantó a caballo y se fue hacia ellos, escoltado por Azlor, Sucirón y Urdos, junto a otros jinetes de su guardia.
Uno de los que aparentaban ser gente principal, a causa de la riqueza de sus atavíos, hizo  de  portavoz  del grupo y le
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manifestó  la  decisión  del  jefe  de  la  fortaleza  de  rendirle  la plaza junto a su  espada, franqueándole la entrada e invitándole a recibirlas en la plaza de armas, con la mayor solemnidad.
Entró el grupo mandado por Juan en la rendida fortaleza revestidos de un gran empaque. En una plazuela inmediata a la puerta de entrada, les aguardaba el gualí o gobernador de la fortaleza y del territorio aledaño, rodeado de sus escoltas y lugartenientes. Mantenía su dorada cimitarra asida con sus dos manos extendidas en señal de ofrecimiento y su cabeza inclinada hacia delante en prueba de acatamiento.
Pero en el mismo instante que Juan detuvo su caballo ante ellos, un griterío se alzó desde las alturas de adarves, murallas, cubiertas y parapetos, y una lluvia de flechas cayó sobre ellos.
Juan encabritó su caballo gritando con todas sus fuerzas:
-¡Traición!¡Retirada, soldados, retirada! ¡¡Retirada!!
Al tiempo de iniciarse el ataque, otro grupo de soldados enemigos corrió hacia la puerta con la intención de cerrarla y dejar aislados, dentro del recinto, a los mandos cristianos y su guardia, descabezando así el ejército cristiano y situándolo en trance de inminente y segura derrota.
Por fortuna, Fierro que se hallaba cerca del portón, les hizo frente con ocho de los suyos resuelto a defenderlo y a facilitar la huida de los supervivientes de aquel alevoso engaño.
Juan y algunos otros consiguieron salir indemnes de la encerrona. Lucharon con denuedo por abrirse paso hasta la puerta que mantenía abierta Fierro, defendiéndola con un enorme derroche de coraje y valentía. No fue así con más de la mitad de los hombres que le habían acompañado. Sobre las frías losas de la plaza quedaron tendidos sus cuerpos, víctimas de la felonía y falta de honor del mandatario moro.
Salieron de allí a galope tendido y en cuanto Juan se vio a salvo, frenó su montura y se volvió hacia la fortaleza.
Miró hacia la puerta y vio a Fierro y sus hombres, rodeados de enemigos, luchando desesperadamente para defender la entrada que todavía mantenían abierta.
Sus contrincantes no podían con  ellos.   
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Habían decidido ofrecer su vida a cambio de la de sus compañeros, pero estaban dispuestos a morir matando para venderla muy cara.
 La mayoría se encontraban heridos –el mismo Fierro combatía con, al menos, tres flechas clavadas en su cuerpo- y sin embargo mantenían a raya a sus enemigos, sin que por ello mermaran el coraje y la fortaleza con que aplicaban sus poderosos golpes de espada.
La visión de tan heroica contienda enardeció a Juan y al resto de la tropa. Un grito de rabia se escapó de su garganta y sin pensarlo más, espoleó su caballo y se lanzó de nuevo al combate en ayuda de Fierro.
Los demás soldados fueron tras de él movidos por su valiente ejemplo y arrebatados por su misma rabia.
Unos recogieron a Fierro, herido ya de muerte, y a los demás lesionados. Otros escalaron las alturas defensivas y atacaron a los arqueros. Los demás, en especial los montañeses, entraron en la fortaleza desafiando la nube de flechas que lanzaban contra ellos.
Presos de una enloquecida sed de venganza, nada podía detenerles. Se extendieron por el recinto luchando como demonios exterminadores, llevando la muerte hasta el último de sus rincones.
Los montañeses, pasaron a cuchillo a toda la población musulmana, sin que Juan moviera un solo dedo por evitarlo. Soldados y paisanos; mujeres y niños; y hasta animales, todos perdieron la vida a sus manos.
El castillo cayó en su poder del mismo modo. Una vez tomado, nada se libró de la furia de los atacantes: incendiaron muebles, ropas y enseres y destrozaron cuanto encontraron a su paso, culminando de tal suerte la cruel represalia.
Y cuando las luces del día se apagaron, las vengadoras llamas todavía seguían enmarcando troneras y arcadas con sus cambiantes juegos de sombras y brillos.
Aquella noche Juan no durmió.
La victoria le fue servida, en esta ocasión, como un   amargo brebaje, en vez de la gozosa y dulce  ambrosía que el triunfo depara. 
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Fierro murió horas después en  sus brazos. Con él dejaron la vida en la trampa, y durante el  posterior combate, Sucirón, Urdos y treinta y cuatro soldados más.
Juan, entristecido, meditaba sobre los sangrientos hechos acaecidos en aquella infeliz jornada. Velaba con el ánimo afligido, al sentir en lo más íntimo de su conciencia un gran dolor, una enorme tristeza y un hondo sentimiento de culpabilidad.
Había perdido a tres grandes guerreros y amigos, junto a casi un tercio de sus hombres. Además había participado en una horrible matanza provocada por la ira y la venganza.
Y la peor amargura que inundaba su alma era la ineludible convicción de que todos esos sucesos se habían producido a causa de una imperdonable falta suya de previsión y de cuidado.
Nunca debió dejarse enredar en la trama urdida por su pérfido enemigo. Ahora comprendía, demasiado tarde, que la soberbia de sentirse vencedor, la arrogancia ante el enemigo derrotado y el orgullo de recibir los honores de este, mermaron su buen juicio y le llevaron a cometer la imprudencia de entrar en la fortaleza sin haber asegurado su toma. Con ella dio paso a los demás desgraciados sucesos posteriores.
Los montañeses habían montado un túmulo en el centro de la plaza, donde colocaron el cuerpo de Fierro ataviado con sus armas, escudo y arreos. Durante toda la noche estuvieron entonando cánticos de antiguos ritos visigóticos en honor a su jefe muerto y Juan. al escuchar esas afligidas músicas de duelo, no podía dejar de sentirse culpable y de sufrir por ello.
Durante toda la noche oró al Señor Dios para solicitar el perdón de sus pecados, y derramó amargas lágrimas de contrición y arrepentimiento.
Sin embargo, días más tarde, al volver a Ainsa, fue recibido como un héroe. Para todos los de allí solo cabía una valoración posible: Había alcanzado el objetivo propuesto, a pesar de ser empresa nada fácil ni estar al alcance de cualquier fuerza de combate.  
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La muerte no era un hecho excepcional, sino el riesgo más probable en el arduo camino para encontrar y conseguir el honor y la gloria.
Si la muerte amiga, aun sentida, era el pan de cada batalla, la del enemigo representaba el mejor festín. Y cuantos más muertos contrarios, mayor era la gloria y mejor la lid.
Con tales ideas se comprende que Juan no recibiera reproche alguno –salvo el que su propia conciencia le dictara por los luctuosos hechos acaecidos-, muy al contrario, obtuvo infinidad de alabanzas y parabienes, no solo por conseguir rendir la estratégica plaza, sino, sobre todo, por haber vengado como era debido la traición sarracena.
Pero pronto estos asuntos pasaron al olvido y otros nuevos vinieron a sucederles.
Había que aprovechar la falta de reacción musulmana, enredadas sus diferentes facciones en sus propias disputas, y continuar la ofensiva, tomando todas las plazas y asentamientos enemigos situados al norte de Troncedo. Entre ellas destacaban Muro Mayor y Morillo de Monclús como las más importantes y las de mejores defensas.
Sin apenas descanso, Juan se vio de nuevo embarcado en una nueva aventura. Fue encargado por Iñigo de explorar los alrededores de Monclús y preparar un plan de asalto.
Partió de Ainsa, en una fresca madrugada de un incipiente verano, acompañado de Azlor, que se había hecho su inseparable ayudante, al mando de otros seis jinetes más.
Se acercaron a su objetivo, esquivando las numerosas posiciones enemigas emplazadas en aquella zona, y al llegar a sus inmediaciones se dividieron en dos grupos. Decidieron que Juan y dos soldados más examinarían la zona norte, mientras que Azlor y los otros cuatro jinetes lo harían en la parte sur.
En ese cometido se encontraba Juan, cuando se vio asaltado por cerca de una docena de jinetes musulmanes. Seguramente habrían sido descubiertos por algún vigía desde los muchos altos que jalonaban el camino, y habrían destacado una partida para capturarles.
 
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Los tres cristianos se dieron a la fuga, dispersándose cada uno por el lugar más ventajoso, al objeto de dividir la fuerza atacante. Pero estos, alertados quizás por las mejores vestimentas de Juan, que le delataban como persona de relieve, siguieron todos tras de él, dejando de lado a los otros dos soldados.
La persecución se prolongó a lo largo de más de una legua en una desenfrenada cabalgada, sin que Juan pudiera deshacerse de sus acosadores, ni estos reducir su ventaja.
Poco a poco, el terreno se fue cerrando hasta que se hizo imposible continuar a caballo. Juan entonces saltó a tierra y continuó la huida a pie, monte arriba. Esta contrariedad no le preocupaba demasiado. Estaba muy acostumbrado a corretear desde niño por los montes de Mendiur y, gracias a esa circunstancia, tenía la seguridad de que mucho habrían de afanarse sus enemigos si pretendieran capturarle.
Solo debía cuidarse de no permitir que le rodearan ni introducirse en algún lugar sin salida. En ese caso sabía muy bien qué hacer. Tal como actuó su bisabuelo, nunca permitiría que le capturaran vivo. Lucharía, en cambio, hasta su último suspiro de vida.
En su larga y accidentada huida, Juan había llegado a las estribaciones meridionales de Sierra Ferrera y ascendía por una serie de collados a la mayor velocidad que le permitían sus piernas y pulmones.
Escuchaba los jadeos de los perseguidores tras él y también sus voces marcando la dirección de su rastro o comunicando sus posiciones entre ellos.
De pronto se topó con el paredón de un cerro rocoso que le cerraba el paso. Imposible seguir huyendo –pensó- y se aprestó a enfrentarse a sus perseguidores.
En ese momento, un hombre extraño de bastante edad, con largas y enmarañadas greñas, vestido con un pardo sayal de ruda labor, bastante ajado, salió de entre unas matas proporcionándole un buen sobresalto.

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-Calma hermano, soy amigo –se apresuró a manifestarle, pues ya Juan, repuesto de la sorpresa, dirigía hacia él su espada. Después, le apremió a seguirle- ¡Pronto, venid conmigo!
-¿Quién sois? –preguntó Juan.
-Tiempo habrá para explicaciones –contestó-. Ahora no perdamos más tiempo y salgamos de aquí.
Juan siguió al anciano que, a pesar de su avanzada edad, se movía por el monte con la agilidad y soltura de un joven.
Caminaron por veredas semiocultas entre gayubas, bojes y enebros, rodeando el cerro. Después tomaron una zigzagueante y escondida trocha entre peñas y carrascas. Por fin, siguiendo un camuflado arranque hacia el este, llegaron a una pronunciada cuesta de rocas y gleras que enfilaba a una quebrada pared rocosa. Allí se encontraba disimulada una espelunca de estrecha entrada que se ampliaba en el interior, refugio y hogar de aquel extraño personaje.
Nada más penetrar en la espaciosa cueva, Juan notó que se trataba de un eremitorio.
Había allí un oratorio acomodado a una pared de la santa gruta, un rústico refectorio, una serie de huecos excavados en la roca que servían de humilde lecho y, en lo más profundo, otro grupo de hoyos, cerrados por grandes piedras, utilizados como osario. Todo ello se distribuía alrededor de un pilar natural situado en el centro de la cueva.
-Me hallaba buscando algunas plantas medicinales y recolectando frutos silvestres, cuando, desde la altura donde me encontraba, os vi correr hacia un lugar sin salida, perseguido por varios soldados musulmanes. Fui a vuestro encuentro y, gracias a Dios, llegué a tiempo de sacaros del aprieto –explicó el anciano, una vez recuperado el resuello.
-Gracias a Él y a vos me encuentro a salvo y no sé como podré pagaros tamaña merced –replicó Juan-. ¿Sois, por ventura, el eremita de este rupestre cenobio?
-Así es. Aquí llevo viviendo doce años, rezando por mis pecados y por los que se cometen en el orbe entero, y sobre todo alabando la inmensa gloria de Nuestro Señor Dios.
A continuación hizo un relato de su vida.
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De nombre Guillaume, nació noble en la Aquitania. Tuvo una infancia sencilla y feliz, pero más tarde, cumplida su adolescencia, se dio a una vida de vicio y desorden.
Guerreó en la Normandía y en la Germania, donde experimentó los horrores de la guerra. Saciado de pecado y sanguinaria labor, decidió dar un giro a su vida y, ya en su madurez, se retiró al monasterio de Cluny, que se hacía grande y famoso bajo la autoridad del afamado abad Odilón.
Poco duró su estancia en él. Su marcado espíritu independiente e inquieto se llevaba mal con la rígida regla monacal y provocó su abandono. Oyó hablar de un monasterio erigido en el Pirineo hispano, en pleno condado de Sobrarbe, regido por unos monjes de santo renombre, con la denominación de San Victorián de Asán.
Allá se fue en busca del ansiado remanso de paz que su agitada alma tanto le solicitaba, pero tampoco en el pequeño monasterio duró demasiado. Al final decidió ocupar la cercana, escarpada y antigua espelunca, en ese tiempo abandonada, donde San Victorián (San Beturián al decir de los naturales del país) inició su andadura como eremita en el siglo VI.
-Aquí encontré la paz que buscaba y sobre todo a Dios.
-¿Mantenéis, buen anciano, que solo aquí lo habéis podido encontrar? –preguntó extrañado Juan.
-Nuestro Señor está con nosotros en todo tiempo y lugar, pero hoy en día es muy difícil verlo. El continuado pecar de los hombres lo oculta. Es más fácil ver al diablo antes que a Dios en este mundo impío y pecaminoso.
-Comprendo que la paz de este retirado lugar os ayude a rezar más y mejor, pero creo que exageráis en el resto de vuestro argumento –replicó Juan-. Estoy seguro de que el mundo no es tan perverso como lo pintáis.
-Salid conmigo y contemplad, joven caballero, aquello que me es dado en ver cada mañana al levantarme. Decidme después si no habéis visto a Dios en ello.
En la pequeña plataforma anterior a la puerta de la gruta, un espectacular panorama se ofrecía, generoso, a la mirada y se extendía hacia el sur hasta perderse de vista en la lejanía 
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Desde la misma altura donde lo hacían el águila, el alimoche y el buitre leonado, contemplaban como el pedregoso curso del Cinca partía en dos el bosque de encinas, quejigos y arces que lo enmarcaban, hasta ocultarse en el horizonte.
Por debajo de ellos cantaba la alondra, la tórtola, el zorzal y las ruidosas chovas. Escondidos entre los árboles, pinzones, jilgueros y ruiseñores, calandrias y verdecillos, desgranaban sus trinos, con notas que ascendían, cristalinas y dulces, hasta la atalaya desde donde ejercían su observación.
Entre las matas, y aun más difíciles de ver, andaba el lirón, la garduña y el gato montés. Gracias a su mayor tamaño y osadía, a veces se podía distinguir algún cauto zorro, feroz lobo o poderoso jabalí.
A sus pies, el monasterio de San Victorián –antes de que el santo muriera en él tenía por nombre San Martín de Asán- centro cultural y religioso del condado, mostraba las heridas de las últimas razias musulmanas, pero, aun con ellas, sugería la esperanza de una nueva era de paz, oración y docencia, gracias a que muchas de sus centenarias piedras habían logrado mantenerse todavía erguidas.
Los bosques se abrían a las tierras de labor, tanto en el amplio valle del Cinca, como en otros más reducidos, situados  entre los montes adyacentes, añadiendo nuevas formas y coloridos al paisaje. Desde los límites del arbolado partía el sotobosque acercándose a las alturas, al modo de un precioso alfombrado de un vivo colorido, formado por el amarillo, verde y azul, que contenían sus aliagas, romeros, bojes y espliegos.
El firmamento, despejado y luminoso, cubría la campiña hasta caer clareando por detrás de los últimos montes que desde allí se avistaban; y el Sol, brillante y ya bastante alzado, ponía sobre ella sus postreros retoques de luz y sombra.
Extasiado ante tan magnífico espectáculo Juan exclamó:
-¡Cuánta razón tenéis, anciano! ¿Puede haber alguien que, al contemplar esta maravilla, deje de ver a Dios en ella?
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-Ya empezáis a comprenderme. Pero no vine aquí solo para encontrarme con toda esta belleza. Este prodigio, regalo de los sentidos, lo hallé de forma casual. Fueron la vileza, la crueldad y la inacabable maldad del mundo, las que me hicieron huir de él y refugiarme en estos apartados riscos.
-Sigo pensando que exageráis, pero si tal es vuestro convencimiento, ¿no creéis más digno y valiente combatir el mal que huir de él?
-¡Ah, mi joven e iluso caballero! ¡Qué poco conocéis de esta podrida manzana que es el mundo de hoy! Durante muchos años he creído, al igual que vos, que era mi deber luchar contra el mal, pero está tan extendido y tan metido en la raíz de la vida común de los hombres, que por mucho que lo intenté, una y otra vez caí derrotado por él. Ahora ya no me quedan fuerzas ni otros recursos que la oración y el sacrificio para, desde este escondido lugar, solicitar la intervención del Señor en esa ardua empresa.
-No llego a comprenderos del todo y mucho me temo que seguiré así, si no me hacéis la merced de explicaros mejor.
-Abriré los ojos de vuestra conciencia, si así lo deseáis. Vos, soldado aguerrido y valeroso, matáis, destruís, os apropiáis de lo ajeno en vuestras conquistas, esclavizáis a vuestros prisioneros y no veis ningún mal en ello.
Estaba muy cercano el recuerdo de la triste noche de Troncedo y una sombra de duda recorrió la conciencia de Juan. Aun así se aprestó a contestar sin ninguna vacilación:
-Así es. Yo lucho con todas mis fuerzas por mi Rey, ungido por la Santa Madre Iglesia, que ostenta el poder por la gracia de Dios; y también para defender y propagar la Excelsa Fe de Nuestro Señor Jesucristo.
-¿Y estáis seguro que todo eso tiene más valor y fuerza que el mandato divino? Él os dice “no matarás” y no añade ninguna salvedad o condición en su contra.
-Mirad, venerable anciano, yo no entiendo de latines ni de teologías. Me he esforzado en obedecer a mis padres, a mi Rey y a mi Iglesia. ¿No os parece suficiente?
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-No, si olvidaste  obedecer a  Dios,  porque  su  mandato está  por encima de cualquier otro y es bien claro y determinante. El rey se arroga el privilegio de recibir el poder de manos de Dios, cuando en realidad lo hace, por lo general, con la ayuda de la traición, la conjura y el crimen. Aquella prerrogativa le sirve para justificar su ambición y la tiranía del poder absoluto que ejerce sin tasa sobre las personas y sus bienes –y continuó sin detener su discurso-. En las clerecías anidan la simonía, el gusto por las riquezas y la buena vida, la fornicación y la mayor parte de todas las faltas, vicios y depravaciones conocidos. Y aun la silla de Pedro está usurpada por gente indigna, ansiosa de poder, que la ha convertido en trono temporal, contraviniendo las enseñanzas de Jesucristo. Y vos que os decís justo, matáis en nombre de toda esta podredura.
-¡Desvariáis, provecto ermitaño! –exclamó Juan, sin poder reprimir la desazón que sus palabras le producían- ¡Tal parece como si los años de soledad os hubieran dañado el juicio! Terminad ya con esta vesania, os lo ruego.
-¡Qué más deseara yo que estas palabras fuesen producto de una enajenación de mi mente o de un mal sueño! Tened la paciencia de aguantar mi parlamento durante solo un poco más de tiempo.
A continuación le pormenorizó la experiencia obtenida durante una peregrinación que hizo a Roma.
Hastiado por la corrupción generalizada que halló en la Iglesia, al tratar de encontrar refugio y amparo en ella, después de una vida impía y licenciosa, decidió emprender una peregrinación a la Ciudad Santa, en el 1004, con el deseo de recibir el aliento, el consuelo y la bendición del Santo Padre.
Su desilusión no pudo ser mayor.
Gobernaba Roma el patricio y cónsul Crescencio III. Había hecho huir al emperador Otón III, que por entonces habitaba en Roma, y expulsado al Papa Silvestre II. La familia de los Crescencios ponía y quitaba Papas a su antojo y así lo hicieron también en este año con Juan XVIII, el oscuro hijo de un sacerdote, que sirvió a su señor como una auténtica marioneta durante los años 1004 a 1009.
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El santo eremita no  ahorró palabras para describir los escándalos y desafueros que presenció en la Santa Sede y la profunda aflicción que le produjeron tales hechos
En el 1009, el Papa Juan XVIII cayó en desgracia y fue sustituido por Sergio IV que trató de poner orden moral en la curia sin conseguirlo. Murió de manera un tanto sospechosa en el año 1012, tras intentar resistirse al sometimiento del cónsul.
Poco tiempo después murió el mismo Crescencio y se hizo con el poder el conde de Túsculo. Este, elevó al papado a uno de sus hijos con el nombre de Benedicto VIII, que gobernó la sede de Pedro hasta el 1024, sin que al final resultara tan mal Papa como era común en los tiempos que por entonces corrían.
Tuvo que pelear con el antipapa Gregorio que fue nombrado por los Crescencios, disconformes con su elección. Más tarde guerreó contra los musulmanes y bizantinos que ocupaban el centro y sur de la península. Pero además de una intensa actividad política, también promovió una importante reforma de la Iglesia convocando el Sínodo de Pavía, en el que se prohibió la simonía, el concubinato y el duelo entre los clérigos e instituyo “La Tregua de Dios”.
Así era,  a  grandes  rasgos,  el  panorama  eclesial  que
encontró el asceta Guillaume en su visita a la Ciudad Eterna.