Infanzones de Sobrarbe.
Crónica de una epopeya olvidada.
Es el relato de unos hombres, a los que las circunstancias del momento histórico que les tocó vivir, les enfrentaron a un inevitable dilema: convertirse en héroes luchando hasta perder la vida, o vivir como esclavos bajo el yugo del invasor oriental.
En ese eterno combate por ganar la libertad, en tiempos despiadados de hierro, sangre y fuego, antes incluso de la creación del reino de Aragón, se forjaron aquellos duros, valerosos y fieles guerreros, que ganaron el honor de Infanzones y perpetuaron su honroso nombre, hasta alcanzar nuestros días.
Valga este capítulo anexo como muestra de la presente narración
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Capítulo XVIII
Continúa la ofensiva
Oscurecía ya por el Oriente, cuando las tropas cristianas al mando de
Juan, su capitán, avistaron las defensas de Troncedo. Todavía les dio tiempo
a revisarlas antes de vivaquear en las alturas cercanas.
El poderoso enclave de Troncedo estaba situado en un
declive de la sierra del Turón, a más de mil doscientas varas de altitud, junto
al barranco del Salinar. Se hallaba inmerso en una abrupta orografía, que se abría a un lado de su
posición, para dar paso al valle de La Fueva.
La ciudadela estaba fortificada en parte por recias
murallas, aprovechando las fachadas posteriores de unas cuantas casas bien
arrimadas para completar su cierre.
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En el extremo oeste, se hallaba
situado el castillo, construido sobre una sólida base de grandes sillares y
provisto de una elevada torre pentagonal, desde la que
sus defensores podían comunicarse visualmente con Muro de Roda y Samitier.
Todo el conjunto se asomaba al sur y al oeste desde
una escarpadura, que le otorgaba una considerable ventaja defensiva sobre quien
tratara de emprender un ataque por ese lado. En cambio encontraron varias zonas
algo más vulnerables por la parte norte y este.
Al día siguiente montaron el sitio. Juan distribuyó
sus tropas frente a los lugares de más fácil acceso y puso una fuerte
vigilancia alrededor de aquellos otros en los que no solo el ataque, sino
también la salida de los defensores, resultaban más difíciles o imposibles.
Animado por el éxito obtenido en Buil, hizo plantar
muchas más tiendas de las necesarias para dar cobijo a sus soldados. Cuando se
hizo la noche, ordenó encender una gran cantidad de fuegos, de forma que la
moral de los sitiados quedara minada ante la presunción de tener un gran
ejército a sus puertas.
Transcurrió un día más sin incidentes, pero en el
tercero, se abrió la puerta de la ciudadela y un grupo de jinetes salió de
pronto por ella, cargando contra el campamento cristiano.
No fue un ataque demasiado consistente, pues tan
pronto encontraron resistencia, volvieron grupas y corrieron a refugiarse tras
los muros de la fortaleza.
Era una buena señal. Trataban, sin duda, de
averiguar la firmeza del cerco, tentando sus fuerzas. La maniobra en sí, y aun
más su pronta retirada, daban a entender que el mando moro había caído en el
engaño urdido por Juan, y rebelaba su temor a enredarse en un combate con
fuerzas que creían muy superiores.
Durante los siguientes días, estudiaron con detalle
los lugares más adecuados para efectuar los ataques y la forma más conveniente
de llevarlos a cabo. Prepararon escalas y comenzaron a construir un poderoso
ariete con el que derribar la pesada puerta de entrada.
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No había otro modo de vencer la resistencia
musulmana que asaltar sus defensas, pues a diferencia de Buil, allí no había
campo abierto suficiente como para llevar el combate hasta él y aprovechar la
superioridad de la infantería propia.
Se estaba gestando, por tanto, una encarnizada
batalla con un más que previsible, y notable, número de bajas por ambas partes.
Era esta la forma de combatir que menos agradaba a Juan, pero nada podía
hacerse para evitarlo.
En tanto se hacían estos preparativos, grupos de
arqueros de ambos bandos intercambiaban sus tiros de arco, con la diferencia de
que, mientras las flechas de los defensores daban en tierra, las que lanzaban
los sitiadores con sus nuevos y poderosos arcos llegaban con insólita fuerza
hasta las almenas, ensartando a más de un soldado imprudente o mal guardado.
Juan estaba convencido de que esta otra ventaja,
cierta por demás, sería definitiva para aumentar el desánimo de sus
adversarios, facilitando con ello la efectividad de sus propios ataques.
No andaba descaminado. Ya se encontraban dispuestos
para iniciar el primer asalto, cuando, de improviso, aparecieron sobre las almenas
unos cuantos soldados musulmanes dando voces y agitando enseñas y estandartes.
Al mismo tiempo se abrieron los batientes del portón principal y salieron
algunos otros con aspecto de jefes, que arrojaron sus armas al suelo en
evidente señal de rendición.
Un grito de triunfo y alegría se alzó en el campo
cristiano. Habían conseguido la victoria sin necesidad de cruzar una sola
espada con el enemigo y este hecho les llenaba de orgullo y de entusiasmo,
exteriorizándolo con toda clase de ruidosas y enardecidas muestras de satisfacción.
Al instante, Juan se adelantó a caballo y se fue
hacia ellos, escoltado por Azlor, Sucirón y Urdos, junto a otros jinetes de su
guardia.
Uno de los que aparentaban ser gente principal, a
causa de la riqueza de sus atavíos, hizo
de portavoz del grupo y le
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manifestó la
decisión del jefe
de la fortaleza
de rendirle la plaza junto a su espada, franqueándole la entrada e
invitándole a recibirlas en la plaza de armas, con la mayor solemnidad.
Entró el grupo mandado por Juan en la rendida
fortaleza revestidos de un gran empaque. En una plazuela inmediata a la puerta
de entrada, les aguardaba el gualí o gobernador de la fortaleza y del
territorio aledaño, rodeado de sus escoltas y lugartenientes. Mantenía su
dorada cimitarra asida con sus dos manos extendidas en señal de ofrecimiento y
su cabeza inclinada hacia delante en prueba de acatamiento.
Pero en el mismo instante que Juan detuvo su caballo
ante ellos, un griterío se alzó desde las alturas de adarves, murallas, cubiertas
y parapetos, y una lluvia de flechas cayó sobre ellos.
Juan encabritó su caballo gritando con todas sus
fuerzas:
-¡Traición!¡Retirada, soldados, retirada!
¡¡Retirada!!
Al tiempo de iniciarse el ataque, otro grupo de
soldados enemigos corrió hacia la puerta con la intención de cerrarla y dejar
aislados, dentro del recinto, a los mandos cristianos y su guardia,
descabezando así el ejército cristiano y situándolo en trance de inminente y
segura derrota.
Por fortuna, Fierro que se hallaba cerca del portón,
les hizo frente con ocho de los suyos resuelto a defenderlo y a facilitar la
huida de los supervivientes de aquel alevoso engaño.
Juan y algunos otros consiguieron salir indemnes de
la encerrona. Lucharon con denuedo por abrirse paso hasta la puerta que
mantenía abierta Fierro, defendiéndola con un enorme derroche de coraje y
valentía. No fue así con más de la mitad de los hombres que le habían
acompañado. Sobre las frías losas de la plaza quedaron tendidos sus cuerpos,
víctimas de la felonía y falta de honor del mandatario moro.
Salieron de allí a galope tendido y en cuanto Juan
se vio a salvo, frenó su montura y se volvió hacia la fortaleza.
Miró hacia la puerta y vio a Fierro y sus hombres,
rodeados de enemigos, luchando desesperadamente para defender la entrada que
todavía mantenían abierta.
Sus contrincantes no podían con ellos.
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Habían decidido ofrecer su vida a cambio de
la de sus compañeros, pero estaban dispuestos a morir matando para venderla muy
cara.
La mayoría se
encontraban heridos –el mismo Fierro combatía con, al menos, tres flechas
clavadas en su cuerpo- y sin embargo mantenían a raya a sus enemigos, sin que
por ello mermaran el coraje y la fortaleza con que aplicaban sus poderosos
golpes de espada.
La visión de tan heroica contienda enardeció a Juan
y al resto de la tropa. Un grito de rabia se escapó de su garganta y sin
pensarlo más, espoleó su caballo y se lanzó de nuevo al combate en ayuda de
Fierro.
Los demás soldados fueron tras de él movidos por su
valiente ejemplo y arrebatados por su misma rabia.
Unos recogieron a Fierro, herido ya de muerte, y a
los demás lesionados. Otros escalaron las alturas defensivas y atacaron a los
arqueros. Los demás, en especial los montañeses, entraron en la fortaleza
desafiando la nube de flechas que lanzaban contra ellos.
Presos de una enloquecida sed de venganza, nada
podía detenerles. Se extendieron por el recinto luchando como demonios
exterminadores, llevando la muerte hasta el último de sus rincones.
Los montañeses, pasaron a cuchillo a toda la
población musulmana, sin que Juan moviera un solo dedo por evitarlo. Soldados y
paisanos; mujeres y niños; y hasta animales, todos perdieron la vida a sus
manos.
El castillo cayó en su poder del mismo modo. Una vez
tomado, nada se libró de la furia de los atacantes: incendiaron muebles, ropas
y enseres y destrozaron cuanto encontraron a su paso, culminando de tal suerte
la cruel represalia.
Y cuando las luces del día se apagaron, las
vengadoras llamas todavía seguían enmarcando troneras y arcadas con sus
cambiantes juegos de sombras y brillos.
Aquella noche Juan no durmió.
La victoria le fue servida, en esta ocasión, como
un amargo brebaje, en vez de la gozosa
y dulce ambrosía que el triunfo depara.
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Fierro
murió horas después en sus
brazos. Con él dejaron la vida en la trampa, y durante el posterior combate, Sucirón, Urdos y treinta y
cuatro soldados más.
Juan, entristecido, meditaba sobre los sangrientos
hechos acaecidos en aquella infeliz jornada. Velaba con el ánimo afligido, al
sentir en lo más íntimo de su conciencia un gran dolor, una enorme tristeza y
un hondo sentimiento de culpabilidad.
Había perdido a tres grandes guerreros y amigos,
junto a casi un tercio de sus hombres. Además había participado en una horrible
matanza provocada por la ira y la venganza.
Y la peor amargura que inundaba su alma era la
ineludible convicción de que todos esos sucesos se habían producido a causa de
una imperdonable falta suya de previsión y de cuidado.
Nunca debió dejarse enredar en la trama urdida por
su pérfido enemigo. Ahora comprendía, demasiado tarde, que la soberbia de
sentirse vencedor, la arrogancia ante el enemigo derrotado y el orgullo de
recibir los honores de este, mermaron su buen juicio y le llevaron a cometer la
imprudencia de entrar en la fortaleza sin haber asegurado su toma. Con ella dio
paso a los demás desgraciados sucesos posteriores.
Los montañeses habían montado un túmulo en el centro
de la plaza, donde colocaron el cuerpo de Fierro ataviado con sus armas, escudo
y arreos. Durante toda la noche estuvieron entonando cánticos de antiguos ritos
visigóticos en honor a su jefe muerto y Juan. al escuchar esas afligidas
músicas de duelo, no podía dejar de sentirse culpable y de sufrir por ello.
Durante toda la noche oró al Señor Dios para
solicitar el perdón de sus pecados, y derramó amargas lágrimas de contrición y
arrepentimiento.
Sin embargo, días más tarde, al volver a Ainsa, fue
recibido como un héroe. Para todos los de allí solo cabía una valoración
posible: Había alcanzado el objetivo propuesto, a pesar de
ser empresa nada
fácil ni estar
al alcance de cualquier fuerza de combate.
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La muerte no era un hecho excepcional, sino el riesgo más probable en el arduo
camino para encontrar y conseguir el honor y la gloria.
Si la muerte amiga, aun sentida, era el pan de cada
batalla, la del enemigo representaba el mejor festín. Y cuantos más muertos
contrarios, mayor era la gloria y mejor la lid.
Con tales ideas se comprende que Juan no recibiera
reproche alguno –salvo el que su propia conciencia le dictara por los luctuosos
hechos acaecidos-, muy al contrario, obtuvo infinidad de alabanzas y
parabienes, no solo por conseguir rendir la estratégica plaza, sino, sobre
todo, por haber vengado como era debido la traición sarracena.
Pero pronto estos asuntos pasaron al olvido y otros
nuevos vinieron a sucederles.
Había que aprovechar la falta de reacción musulmana,
enredadas sus diferentes facciones en sus propias disputas, y continuar la
ofensiva, tomando todas las plazas y asentamientos enemigos situados al norte
de Troncedo. Entre ellas destacaban Muro Mayor y Morillo de Monclús como las
más importantes y las de mejores defensas.
Sin apenas descanso, Juan se vio de nuevo embarcado
en una nueva aventura. Fue encargado por Iñigo de explorar los alrededores de
Monclús y preparar un plan de asalto.
Partió de Ainsa, en una fresca madrugada de un
incipiente verano, acompañado de Azlor, que se había hecho su inseparable
ayudante, al mando de otros seis jinetes más.
Se acercaron a su objetivo, esquivando las numerosas
posiciones enemigas emplazadas en aquella zona, y al llegar a sus inmediaciones
se dividieron en dos grupos. Decidieron que Juan y dos soldados más examinarían
la zona norte, mientras que Azlor y los otros cuatro jinetes lo harían en la
parte sur.
En ese cometido se encontraba Juan, cuando se vio
asaltado por cerca de una docena de jinetes musulmanes. Seguramente habrían
sido descubiertos por algún vigía desde los muchos altos que jalonaban el
camino, y habrían destacado una partida para capturarles.
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Los tres cristianos se dieron a la fuga,
dispersándose cada uno por el lugar más ventajoso, al objeto de dividir la
fuerza atacante. Pero estos, alertados quizás por las mejores vestimentas de
Juan, que le delataban como persona de relieve, siguieron todos tras de él,
dejando de lado a los otros dos soldados.
La persecución se prolongó a lo largo de más de una
legua en una desenfrenada cabalgada, sin que Juan pudiera deshacerse de sus
acosadores, ni estos reducir su ventaja.
Poco a poco, el terreno se fue cerrando hasta que se
hizo imposible continuar a caballo. Juan entonces saltó a tierra y continuó la
huida a pie, monte arriba. Esta contrariedad no le preocupaba demasiado. Estaba
muy acostumbrado a corretear desde niño por los montes de Mendiur y, gracias a
esa circunstancia, tenía la seguridad de que mucho habrían de afanarse sus
enemigos si pretendieran capturarle.
Solo debía cuidarse de no permitir que le rodearan
ni introducirse en algún lugar sin salida. En ese caso sabía muy bien qué
hacer. Tal como actuó su bisabuelo, nunca permitiría que le capturaran vivo.
Lucharía, en cambio, hasta su último suspiro de vida.
En su larga y accidentada huida, Juan había llegado
a las estribaciones meridionales de Sierra Ferrera y ascendía por una serie de
collados a la mayor velocidad que le permitían sus piernas y pulmones.
Escuchaba los jadeos de los perseguidores tras él y
también sus voces marcando la dirección de su rastro o comunicando sus
posiciones entre ellos.
De pronto se topó con el paredón de un cerro rocoso
que le cerraba el paso. Imposible seguir huyendo –pensó- y se aprestó a
enfrentarse a sus perseguidores.
En ese momento, un hombre extraño de bastante edad,
con largas y enmarañadas greñas, vestido con un pardo sayal de ruda labor,
bastante ajado, salió de entre unas matas proporcionándole un buen sobresalto.
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-Calma hermano, soy amigo –se apresuró a manifestarle, pues ya Juan, repuesto de la
sorpresa, dirigía hacia él su espada. Después, le apremió a seguirle- ¡Pronto, venid conmigo!
-¿Quién sois? –preguntó Juan.
-Tiempo habrá para explicaciones –contestó-. Ahora
no perdamos más tiempo y salgamos de aquí.
Juan siguió al anciano que, a pesar de su avanzada
edad, se movía por el monte con la agilidad y soltura de un joven.
Caminaron por
veredas semiocultas entre gayubas, bojes y enebros, rodeando el cerro. Después
tomaron una zigzagueante y escondida trocha entre peñas y carrascas. Por fin,
siguiendo un camuflado arranque hacia el este, llegaron a una pronunciada
cuesta de rocas y gleras que enfilaba a una quebrada pared rocosa. Allí se
encontraba disimulada una espelunca de estrecha entrada que se ampliaba en el
interior, refugio y hogar de aquel extraño personaje.
Nada más penetrar en la espaciosa cueva, Juan notó
que se trataba de un eremitorio.
Había allí un oratorio acomodado a una pared de la
santa gruta, un rústico refectorio, una serie de huecos excavados en la roca
que servían de humilde lecho y, en lo más profundo, otro grupo de hoyos,
cerrados por grandes piedras, utilizados como osario. Todo ello se distribuía
alrededor de un pilar natural situado en el centro de la cueva.
-Me hallaba buscando algunas plantas medicinales y
recolectando frutos silvestres, cuando, desde la altura donde me
encontraba, os vi correr hacia un lugar sin salida, perseguido por varios
soldados musulmanes. Fui a vuestro encuentro y, gracias a Dios, llegué a tiempo
de sacaros del aprieto –explicó el anciano, una vez recuperado el resuello.
-Gracias a Él y a vos me encuentro a salvo y no sé
como podré pagaros tamaña merced –replicó Juan-. ¿Sois, por ventura, el eremita
de este rupestre cenobio?
-Así es. Aquí llevo viviendo doce años, rezando por
mis pecados y por los que se cometen en el orbe entero, y sobre todo alabando
la inmensa gloria de Nuestro Señor Dios.
A continuación hizo un relato de su vida.
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De nombre Guillaume, nació noble en la Aquitania.
Tuvo una infancia sencilla y feliz, pero más tarde, cumplida su adolescencia,
se dio a una vida de vicio y desorden.
Guerreó en la Normandía y en la Germania, donde
experimentó los horrores de la guerra. Saciado de pecado y sanguinaria labor, decidió dar un giro a
su vida y, ya en su madurez, se retiró al monasterio de Cluny, que se hacía
grande y famoso bajo la autoridad del afamado abad Odilón.
Poco duró su estancia en él. Su marcado espíritu
independiente e inquieto se llevaba mal con la rígida regla monacal y provocó
su abandono. Oyó hablar de un monasterio erigido en el Pirineo hispano, en
pleno condado de Sobrarbe, regido por unos monjes de santo renombre, con la
denominación de San Victorián de Asán.
Allá se fue en busca del ansiado remanso de paz que
su agitada alma tanto le solicitaba, pero tampoco en el pequeño monasterio duró
demasiado. Al final decidió ocupar la cercana, escarpada y antigua espelunca,
en ese tiempo abandonada, donde San Victorián (San Beturián al decir de
los naturales del país) inició su andadura como eremita en el siglo VI.
-Aquí encontré la paz que buscaba y sobre todo a
Dios.
-¿Mantenéis, buen anciano, que solo aquí lo habéis
podido encontrar? –preguntó extrañado Juan.
-Nuestro Señor está con nosotros en todo tiempo y
lugar, pero hoy en día es muy difícil verlo. El continuado pecar de los hombres
lo oculta. Es más fácil ver al diablo antes que a Dios en este mundo impío y
pecaminoso.
-Comprendo que la paz de este retirado lugar os
ayude a rezar más y mejor, pero creo que exageráis en el resto de vuestro
argumento –replicó Juan-. Estoy seguro de que el mundo no es tan perverso como
lo pintáis.
-Salid conmigo y contemplad, joven caballero,
aquello que me es dado en ver cada mañana al levantarme. Decidme después si no
habéis visto a Dios en ello.
En la pequeña plataforma anterior a la puerta de la
gruta, un espectacular panorama se ofrecía, generoso, a la mirada y se extendía hacia el sur hasta perderse de vista en la lejanía
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Desde la misma altura donde lo hacían el águila, el
alimoche y el buitre leonado, contemplaban como el pedregoso curso del Cinca
partía en dos el bosque de encinas, quejigos y arces que lo enmarcaban, hasta
ocultarse en el horizonte.
Por debajo de ellos cantaba la alondra, la tórtola,
el zorzal y las ruidosas chovas. Escondidos entre los árboles, pinzones,
jilgueros y ruiseñores, calandrias y verdecillos, desgranaban sus trinos, con
notas que ascendían, cristalinas y dulces, hasta la atalaya desde donde
ejercían su observación.
Entre las matas, y aun más difíciles de ver, andaba
el lirón, la garduña y el gato montés. Gracias a su mayor tamaño y osadía, a
veces se podía distinguir algún cauto zorro, feroz lobo o poderoso jabalí.
A sus pies, el monasterio de San Victorián –antes de
que el santo muriera en él tenía por nombre San Martín de Asán- centro cultural
y religioso del condado, mostraba las heridas de las últimas razias
musulmanas, pero, aun con ellas, sugería la esperanza de una nueva era de paz,
oración y docencia, gracias a que muchas de sus centenarias piedras habían
logrado mantenerse todavía erguidas.
Los bosques se abrían a las tierras de labor, tanto
en el amplio valle del Cinca, como en otros más reducidos, situados entre los montes adyacentes, añadiendo nuevas
formas y coloridos al paisaje. Desde los límites del arbolado partía el
sotobosque acercándose a las alturas, al modo de un precioso alfombrado de un
vivo colorido, formado por el amarillo, verde y azul, que contenían sus
aliagas, romeros, bojes y espliegos.
El firmamento, despejado y luminoso, cubría la
campiña hasta caer clareando por detrás de los últimos montes que desde allí se
avistaban; y el Sol, brillante y ya bastante alzado, ponía sobre ella sus
postreros retoques de luz y sombra.
Extasiado ante tan magnífico espectáculo Juan
exclamó:
-¡Cuánta razón tenéis, anciano! ¿Puede haber alguien
que, al contemplar esta maravilla, deje de ver a Dios en ella?
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-Ya empezáis a comprenderme. Pero no vine aquí solo para encontrarme con toda
esta belleza. Este prodigio, regalo de los sentidos, lo hallé de forma casual.
Fueron la vileza, la crueldad y la inacabable maldad del mundo, las que me
hicieron huir de él y refugiarme en estos apartados riscos.
-Sigo pensando que exageráis, pero si tal es vuestro
convencimiento, ¿no creéis más digno y valiente combatir el mal que huir de él?
-¡Ah, mi joven e iluso caballero! ¡Qué poco conocéis
de esta podrida manzana que es el mundo de hoy! Durante muchos años he creído,
al igual que vos, que era mi deber luchar contra el mal, pero está tan
extendido y tan metido en la raíz de la vida común de los hombres, que por
mucho que lo intenté, una y otra vez caí derrotado por él. Ahora ya no me
quedan fuerzas ni otros recursos que la oración y el sacrificio para, desde
este escondido lugar, solicitar la intervención del Señor en esa ardua empresa.
-No llego a comprenderos del todo y mucho me temo
que seguiré así, si no me hacéis la merced de explicaros mejor.
-Abriré los ojos de vuestra conciencia, si así lo
deseáis. Vos, soldado aguerrido y valeroso, matáis, destruís, os apropiáis de
lo ajeno en vuestras conquistas, esclavizáis a vuestros prisioneros y no veis
ningún mal en ello.
Estaba muy cercano el recuerdo de la triste noche de
Troncedo y una sombra de duda recorrió la conciencia de Juan. Aun así se
aprestó a contestar sin ninguna vacilación:
-Así es. Yo lucho con todas mis fuerzas por mi Rey,
ungido por la Santa Madre Iglesia, que ostenta el poder por la gracia de Dios;
y también para defender y propagar la Excelsa Fe de Nuestro Señor Jesucristo.
-¿Y estáis seguro que todo eso tiene más valor y
fuerza que el mandato divino? Él os dice “no matarás” y no añade ninguna
salvedad o condición en su contra.
-Mirad, venerable anciano, yo no entiendo de latines
ni de teologías. Me he esforzado en obedecer a mis padres, a mi Rey y a mi
Iglesia. ¿No os parece suficiente?
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-No, si olvidaste
obedecer a Dios, porque
su mandato está por
encima de cualquier
otro y es
bien claro y determinante. El rey se arroga el privilegio
de recibir el poder de manos de Dios, cuando en realidad lo hace, por lo
general, con la ayuda de la traición, la conjura y el crimen. Aquella
prerrogativa le sirve para justificar su ambición y la tiranía del poder
absoluto que ejerce sin tasa sobre las personas y sus bienes –y continuó sin
detener su discurso-. En las clerecías anidan la simonía, el gusto por las riquezas
y la buena vida, la fornicación y la mayor parte de todas las faltas, vicios y
depravaciones conocidos. Y aun la silla de Pedro está usurpada por gente
indigna, ansiosa de poder, que la ha convertido en trono temporal,
contraviniendo las enseñanzas de Jesucristo. Y vos que os decís justo, matáis
en nombre de toda esta podredura.
-¡Desvariáis, provecto ermitaño! –exclamó Juan, sin
poder reprimir la desazón que sus palabras le producían- ¡Tal parece como si
los años de soledad os hubieran dañado el juicio! Terminad ya con esta vesania,
os lo ruego.
-¡Qué más deseara yo que estas palabras fuesen
producto de una enajenación de mi mente o de un mal sueño! Tened la paciencia
de aguantar mi parlamento durante solo un poco más de tiempo.
A continuación le pormenorizó la experiencia
obtenida durante una peregrinación que hizo a Roma.
Hastiado por la corrupción generalizada que halló en
la Iglesia, al tratar de encontrar refugio y amparo en ella, después de una
vida impía y licenciosa, decidió emprender una peregrinación a la Ciudad Santa,
en el 1004, con el deseo de recibir el aliento, el consuelo y la bendición del
Santo Padre.
Su desilusión no pudo ser mayor.
Gobernaba Roma el patricio y cónsul Crescencio III.
Había hecho huir al emperador Otón III, que por entonces habitaba en Roma, y
expulsado al Papa Silvestre II. La familia de los Crescencios ponía y quitaba
Papas a su antojo y así lo hicieron también en este año con Juan XVIII, el
oscuro hijo de un sacerdote, que sirvió a su señor como una auténtica marioneta
durante los años 1004 a 1009.
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El santo eremita no ahorró palabras para describir los escándalos y
desafueros que presenció en la Santa Sede y la profunda aflicción que le
produjeron tales hechos
En el 1009, el Papa Juan XVIII cayó en desgracia y
fue sustituido por Sergio IV que trató de poner orden moral en la curia sin
conseguirlo. Murió de manera un tanto sospechosa en el año 1012, tras intentar
resistirse al sometimiento del cónsul.
Poco tiempo después murió el mismo Crescencio y se
hizo con el poder el conde de Túsculo. Este, elevó al papado a uno de sus hijos
con el nombre de Benedicto VIII, que gobernó la sede de Pedro hasta el 1024,
sin que al final resultara tan mal Papa como era común en los tiempos que por
entonces corrían.
Tuvo que pelear con el antipapa Gregorio que fue
nombrado por los Crescencios, disconformes con su elección. Más tarde guerreó
contra los musulmanes y bizantinos que ocupaban el centro y sur de la
península. Pero además de una intensa actividad política, también promovió una
importante reforma de la Iglesia convocando el Sínodo de Pavía, en el que se
prohibió la simonía, el concubinato y el duelo entre los clérigos e instituyo
“La Tregua de Dios”.
Así era,
a grandes rasgos,
el panorama eclesial
que
encontró el asceta Guillaume
en su visita a la Ciudad Eterna.