-Bueno,
aquí está lo que buscamos -afirmó Bob Bryant, señalando el paquete de
documentación aportado por su antiguo equipo de agentes- Solo habrá que
investigar las operaciones más importantes que hizo Joe.
Transcurrieron
unos minutos mientras Margaret y Bob se dedicaban a revisar y clasificar aquel montón de
papeles, cuando de pronto, Margaret soltó una exclamación de sorpresa al
encontrar entre ellos una gruesa y envejecida carpeta, cuyo original color
había mutado en otro indefinible, debido al paso del tiempo.
-¡Mira,
es la carpeta que William me dio a guardar el día de su muerte! No sabía que se
la había llevado Joe
-¿Qué
contiene? -preguntó intrigado Bob.
-No
lo sé. Nunca quise saberlo. Su visión me hacía recordar la muerte de mi marido,
así que la guardé y no volví a mirarla, hasta el punto de haberme olvidado por
completo de ella. Por lo visto Joe quiso tener un recuerdo de su padre y se la
trajo.
-Veamos
qué contiene -dijo Bob y se dispuso a abrirla.
Lo
que hallaron en su interior les dejó totalmente asombrados. Estaba escrito en
un idioma de signos ininteligibles con gran profusión de esquemas, fórmulas y
diseños a cual más extraño.
-Parece
estar escrito en clave -apuntó Margaret.
-Más
que eso. Los extraños signos que componen este escrito tienen toda la apariencia
de ser un idioma desconocido. Quizás estén redactados en clave -concedió Bob-
pero sobre un idioma rarísimo. Esos signos no se pueden cifrar y mucho me temo
que tampoco descifrar.
-Mira,
aquí en la solapa hay una inscripción legible -advirtió Margaret- A ver...dice:
B-GE278-52P12-110. ¿Te imaginas qué puede ser esto?
-Me
suena mucho...Déjame pensar. Creo que es una dirección -dijo Bob, después de
cavilar un rato- Vamos a ver. GE278 tiene que ser la Interestatal 278, que en
Brooklyn recibe el nombre de Gowanus Expy. Así pues tenemos la primera parte
resuelta.
-¡Ah,
claro! Eso está en la zona de los muelles de Greenwood Heights, y P12 debe
significar Pier -muelle- Nº 12 -Margaret terminó triunfante- ¡Está clarísimo! ¡Muelle
nº 12, almacén nº110 en la 52nd Street, la calle transversal a la GE278 que
conduce al muelle! ¡Fantástico! Tenemos que ir y ver que hay allí.
-Calma
Margaret. Después de 26 años, quién sabe que habrá en ese lugar.
-Esa
parte de N.Y. no ha cambiado mucho. Además mira en esta otra solapa de la
carpeta. Aquí está el documento de propiedad, el rescate de los adeudos en la
fecha en que Joe llegó aquí y los recibos del pago de los impuestos desde
entonces. Ese almacén, o lo que sea, subsiste hoy en día. Vayamos ahora mismo a
verlo.
Dicho
y hecho. Los dos amigos tomaron el potente coche de Bob y fueron hacia la
dirección indicada en la misteriosa carpeta.
Conforme
subían por la 52nd St. en dirección a los embarcaderos, fueron comprobando que
Margaret tenía razón. Se veían muy pocas nuevas construcciones. En realidad,
toda aquella zona se hallaba inmersa en un alto nivel de degradación, con
muchos edificios abandonados o ruinosos, las calles sucias y los muelles
dedicados al trasiego de chatarras, basuras y residuos industriales. Nada
parecido a los pintorescos, modernos y relucientes puertos de Manhattan, ni
siquiera a los de la parte norte de Brooklyn. En este reinaba la mugre, la
basura y la herrumbre.
Así
llegaron a la nave 112. Estaba situada a la vuelta del final de la calle y era
una antigua construcción de una planta, que presentaba un acusado aspecto de
abandono, con escasa actividad en los establecimientos próximos y nadie a la
vista. Una robusta puerta metálica, junto a una gruesa cadena, cerrada por un
voluminoso candado, todo ello bien cromatado con abundante óxido, habían
evitado, quizás, el pillaje o la habitual acción vandálica que recae sobre los
edificios abandonados.
No
disponían de llave y Bob, a pesar de su gran experiencia en la apertura de toda
clase de cerraduras, tuvo que luchar a brazo partido con el oxidado mecanismo
del candado, hasta lograr abrirlo.
Lo
que descubrieron en el interior de aquel almacén les dejó atónitos y
maravillados a la vez. Allí, cubierto todo por una gruesa capa de polvo, se
hallaba un laboratorio repleto de aparatos y dispositivos de lo más extraño y
sofisticado.
-Es
evidente que Joe no ha estado aquí. Y si estuvo fue hace mucho tiempo. Seguro
que ignoraba la utilidad de estos aparatos. ¿William no te dijo nunca nada
sobre esto?
-Nada
-contestó Margaret- Creo recordar que, en cierta ocasión, me habló de que
estaba trabajando en un proyecto importante con dos científicos. Creo recordar que eran rusos...no sé. Ya te
he dicho que no solía hablar conmigo de sus trabajos. Decía que así yo estaba
más segura.
-Mira,
Margaret. Si no te parece mal, voy a fotografiar estas cosas y nos volvemos a
tu casa para estudiar las imágenes, junto a la documentación de la carpeta. A
ver si así conseguimos sacar algo en claro de todo esto.
Rodríguez
regresaba al hotel, cruzando bajo la desembocadura del East River por el Brooklyn
Battery Tunnel, con Helen conduciendo, cuando de pronto, al llegar a la
confluencia con la gran avenida que le acercaba a su alojamiento, dio un
respingo en el asiento, al tiempo que se daba con la palma de su mano en la
frente.
-¿Te
pasa algo? -preguntó sobresaltada Helen, ante el brusco gesto de su compañero.
-No,
no. No es nada. Es que, de repente, me he acordado de algo. Pero no es nada
importante -respondió Rodríguez tranquilizándola.
Pero
en esos momentos la máquina de pensar del español estaba funcionando a presión.
Me cagüen la leche, se decía, si seré idiota. Lo tenía ante mis narices.
¡Tantas veces como lo había visto y sin enterarme!
En
efecto, allí, en un cartelón bien grande, estaba indicado el nombre de la
concurrida autovía de 6 carriles que iban a tomar: GE 278.
Llegó
al hotel y despidió a Helen con la advertencia de que no volviera a buscarle al
día siguiente, con la disculpa de dedicar la jornada a realizar algunas
compras. Inmediatamente después, tomó un plano turístico de la ciudad, que
había traído de Madrid, y se puso a estudiarlo con sumo cuidado.
Poco
tiempo tardó Rodríguez en descifrar la misteriosa inscripción. No del todo,
pues su falta de conocimiento del idioma inglés le impidió identificar la P de
Pier con la palabra Muelle. Pero sabía que era una dirección y que, fuera lo
que fuese aquello, se hallaba situado en la calle 52 a solo unos dos km de su
hotel.
Pensó
en acercarse hasta aquel lugar paseando, pero recordó que le habían advertido
que transitar a pie, fuera de las calles céntricas de cualquier ciudad
americana, le convertiría en sospechoso de algún delito y sería detenido e
interrogado por la policía, en cuanto le echaran la vista encima.
Se
decidió por alquilar un coche y marchó con él
a investigar qué tendría el buen Christopher Keane, el nombre falso de
Joe Foster, por aquellos andurriales. Ignoraba el significado de P12-110,
aunque no tenía duda de que se trataba de la identificación del inmueble.
¿Polígono
12, nave 110, quizás? Pronto lo sabría. Como Rodríguez solía decir: Preguntando
se va a Roma.
CAPÍTULO XVI
Cuando
ambos amigos regresaron a la casa de Margaret, ninguno de los dos podía imaginar la importancia de
lo que habían visto en el antiguo laboratorio de William, ni del formidable
descubrimiento que encerraba aquella extraña carpeta, que el azar había
rescatado del olvido y puesto en sus manos, después de estar abandonada durante
un cuarto de siglo.
No
solo ellos. Nadie, ni la más calenturienta e imaginativa mente sería capaz de
sospechar, ni en sueños, el enorme avance científico que se había producido en
aquel modesto local, perdido entre las ruinas de una cultura industrial
envejecida, desfasada y caduca.
Margaret
y Bob dedicaron la tarde a trabajar en la identificación de todas las imágenes
fotografiadas, comparándolas con las figuras que aparecían en la carpeta de
William. Era una labor ardua. La imposibilidad de conocer el significado de los
textos convertían su trabajo en un complejo rompecabezas enigmático y agotador.
Tras
una pequeña pausa, destinada a consumir una ligera cena en frío, sin otra
preparación que la de disponer de los alimentos almacenados en el frigorífico,
y en la que hablaron más que comieron, reanudaron el trabajo.
Pero
con el paso de las horas, el desánimo comenzó a hacer mella en el intenso
interés inicial de ambos amigos, al no conseguir avances significativos en su
investigación.
-Creo
que deberíamos abandonar nuestra pretensión de entender estos procesos tan oscuros y complicados. Tengo la
impresión de que jamás llegaremos a comprender todo este lío -aseguró Margaret-
Me parece que lo más práctico será centrarnos en el producto final.
-¿Quieres
decir que volvamos a estudiar el asunto empezando por el final?
-Eso
es. Veamos si toda esta literatura ininteligible ha servido para algo práctico.
En caso contrario, lo mejor que podemos hacer es guardar esta dichosa carpeta y
dejarla dormir en un rincón, como ha hecho hasta ahora. En cuanto al
laboratorio ya veremos con calma qué se puede hacer con él.
El
cambio de orientación en el estudio de la documentación produjo algunos
avances. Lograron identificar un tipo de tejido, así como varios aparatos que
parecían emisores y receptores de algún tipo de radiación.
Pero
la noche estaba ya muy avanzada y había que dejarlo.
-Es
muy tarde -dijo Margaret- será mejor que pases aquí esta noche.
-¡Ah,
muy bien! Creí que no me lo pedirías nunca -aceptó Bob con una pícara sonrisa.
Margaret
rió de buena gana la gracia de Bob. Le tenía un gran cariño, aunque siempre lo
vio como el padre que apenas conoció, ya que murió cuando ella tenía solo cinco
años de edad.
-Bueno,
bueno, viejillo. Olvídate de flirteos que no te cuadran bien. Con los años que
tienes encima ya no estás para esos trotes -dijo Margaret, al tiempo que daba
una cariñosa palmadita en la cara de Bob.
-Lo
dirás tú. No puedes ni imaginar lo que es capaz de hacer un viejo gallo como
yo, con una tierna gallinita como tú.
Lo
que no sabía, ni podía imaginar Margaret, era que Bob estaba enamorado de ella,
desde el mismo instante en que la conoció, durante la ceremonia de su boda con
William. Ella era una jovencita encantadora de 22 años, mientras que él era un
hombre ya maduro que le llevaba 17 años. En cuanto la vio no pudo reprimir una
exclamación: My God! ¡Qué suerte tiene
este condenado de William!
-¡Venga,
Bob! No lo estropees más y compórtate -volvió a reír Margaret la nueva salida
de su amigo- si no, vas a tener que dormir en el jardín.
-¡Vaya
por Dios! -exclamó Bob, componiendo en su rostro un cómico gesto de
resignación- Definitivamente hoy no es mi día. Vamos, dime cual es mi sofá.
Ambos
durmieron un agitado sueño. Peor el de Bob, que durante horas le mantuvo en
vela la incomodidad del lecho, y aun más la amarga certidumbre de que Margaret
jamás podría corresponder a su callado amor.
Al
día siguiente, muy temprano, regresaron al laboratorio de William. Habían
llegado a identificar los productos que, en su día, William y sus dos ayudantes
fueron capaces de construir, gracias a aquellos complejos e indescifrables
procesos y el empleo de las extrañas máquinas y aparatos del sofisticado
laboratorio. Sin embargo, ignoraban para qué servían y cómo se empleaban.
-¡Caray!
-exclamó Bob, risueño -Esto es como tener un mueble de Ikea sin el folleto de
las instrucciones de montaje.
Sin
embargo no había necesidad de discurrir demasiado. En un armario cerrado con
llave, que hubo que descerrajar debido a lo complicado de la cerradura,
encontraron un equipo completo, ya montado,..de lo que fuere. Nada en él hacía
sospechar su naturaleza y utilidad.
-Es
evidente que se trata de un equipo de uso personal -aventuró Bob- Me lo voy a
colocar, a ver qué pasa.
-¿Estás
seguro de no correr un riesgo innecesario? Ten mucho cuidado que podría ser
peligroso.
Bob
no hizo caso de la advertencia de Margaret. Se colocó una especie de grueso
chaleco, ajustable en la cintura, con solo huecos para ella, la cabeza y los
brazos. Las partes delantera y trasera eran de unos cinco centímetros de
grueso, y en cada una de ellas estaban montados lo que aparentaban ser un
receptor junto a un emisor de alguna clase de luminiscencia. Sobre este conjunto, había que
enfundarse un extraño mono gris muy oscuro, de un tejido extremadamente
elástico y una textura indefinible.
Este
atuendo era, en realidad, una funda que cubría todo el cuerpo, incluida la
cabeza y también los pies, y se ajustaba a él a la perfección. Contaba con una
abertura en la espalda y un elemento de cierre parecido al velcro. El tejido abría su trama en la zona de la cara, permitiendo
ver y respirar sin demasiada dificultad. Lo mismo ocurría en la parte del
emisor y del receptor.
En
la parte delantera derecha del chaleco había instalado un interruptor. Bob lo
pulsó y... no ocurrió nada.
-Es
lógico -dijo Bob- esto tiene que funcionar con alguna batería y por fuerza ha
de estar descargada después de tanto tiempo.
-O
no consiguieron hacer funcionar este invento -añadió Margaret.
Bob
se quitó la funda y comprobó que en la parte izquierda del chaleco había un
cajetín, dispuesto de arriba abajo, con una longitud de 40 centímetros. En él
había un acumulador prácticamente deshecho.
-Tiene
el aspecto de ser un acumulador de ion de litio, embebido en polímero. William
y sus hombres tuvieron que fabricar este, porque en aquel tiempo todavía no
existían. Me pregunto si lograremos encontrar uno con las características
adecuadas para que esto funcione.
-Este
asunto se está complicando demasiado ¿Por qué no lo dejamos?
-Ahora
yo ya no puedo abandonar -dijo Bob- Tengo que saber qué demonios es esto. Este
enredo ha logrado llevar mi curiosidad hasta el infinito. Ahora mismo vamos en
busca de un batería que pueda servirnos.
Los
dos amigos salieron del laboratorio y se dirigían al coche de Bob, cuando una
voz sonó a sus espaldas.
-¡Hola
Doña Márgara! O debo llamarla Muriel.
CAPÍTULO XVII
-Halt,
halt! Hands up! -gritó Bob, tras los primeros instantes de sorpresa, al tiempo
que empuñaba su pistola automática y la apuntaba hacia la cabeza del sujeto que
había interpelado a Margaret.
-Calma,
amigos. Vengo en son de paz -respondió Rodríguez a la orden de Bob, y aunque no entendía el significado de aquel grito, no dudó en levantar los brazos dos palmos por encima de su cabeza- No teman, estoy
desarmado.
-Don´t
worry! -exclamó Margaret posando su mano en el brazo armado de su amigo- It´s a
Spanish policeman. I met him in Madrid.
-Tranquilos
-volvió Rodríguez a tratar de calmar la excitación de Bryant, que se resistía a
bajar el arma, usando un tono de voz reposado y amigable- Solo quiero tener una
conversación con la Sra. Márgara.
-Creo
que nos podemos fiar de él -dijo Margaret a Bob- Cuando le conocí en Madrid, me
pareció un hombre digno de confianza.
-¿Quién
nos garantiza que no se trata de una trampa? -preguntó inquieto y desconfiado
Bob.
-¡Pero
hombre! ¿No cree que si hubiera querido hacerles algún mal, no lo habría hecho
ya? ¿Quién me lo hubiera impedido? -preguntó a su vez Rodríguez impacientado-
He querido venir solo, sin el agente de enlace con la policía de aquí, para
poder hablar con entera libertad de los temas que preocupan a la policía
española y para que todo lo que hablemos quede entre nosotros. Solo les pido
que me consideren un aliado y vayamos a un lugar reservado y seguro, de su
entera confianza, para intercambiar información. Y...por favor: Déjenme bajar
los brazos que se me están durmiendo. Además, estamos dando el cante y como
pase alguien por aquí se va a armar una gorda.
Todavía
Margaret y Bob discutieron un rato los pros y los contras de atender la
petición de Rodríguez. Al final prevaleció el criterio de ella y decidieron ir
los tres hasta su casa en Queens.
Ya
en la casa de Margaret, Rodríguez puso sus cartas encima de la mesa.
-Mire
Márgara, Vd. puso una denuncia en nuestra comisaría por la desaparición de su
hijo Christopher. Pronto supimos que tanto él como Vd. vivían con identidades
falsas. Lo ocurrido a su hijo era competencia de la policía neoyorquina, pero
nosotros debíamos investigar que la falsa identidad de Vds. no encubría
actividades ilegales en España. Esta es la principal razón para que me hayan
enviado aquí.
-No
le creo tan ingenuo como para pensar en que mi amiga se va a declarar culpable
de algo, sin más ni más -observó Bryant.
-No
pretendo tal cosa. Sabemos que su hijo se dedicaba a realizar negocios al
margen de la ley y sospechamos que Vd., Márgara, también. En una lista que
posee la policía de aquí he reconocido a una compañía de Barcelona, la ServiPiX,
SA. Me conformo con que me proporcione la información necesaria para encausar a
esta y a otras compañías en su misma situación.
-Bueno,
puedo facilitarle información detallada sobre algunos asuntos, no todos, porque
en este caso tendría que meter en la cárcel a media España. Pero tengo que
ponerle una condición: necesito que me garantice que me mantendrá al margen del
papeleo de la investigación. Me juego la vida en ello.
-Por
supuesto -aseguró Rodríguez- Haremos que todos los expedientes e informes estén
referidos a documentación procedente del legajo hallado tras la muerte de su
hijo. Solo yo conoceré la verdadera fuente. Lo cierto es, que no me interesa,
ni quiero saber, qué puñetas hacen Vds. aquí. No es mi labor, así que por este
lado pueden estar tranquilos.
-Además
-continuó sin apenas interrupción- no tengo la intención de obtener gratis ese
informe. A cambio le voy a decir quién mató, o dio la orden de matar, a su
hijo.
-¡Dios
mío! -exclamó Margaret- ¿De verdad sabe quién mató a mi hijo? ¿Cómo lo ha
podido averiguar?
-La
policía de aquí lo sabe, pero no puede probarlo, como tampoco un sin fin de
cuentas pendientes que tienen con ese asesino.
-Por
favor, díganos de quien se trata -apremió Bob.
-Su
nombre es Franky Rossano y dirige desde Little Italy un cartel dedicado al tráfico y distribución
de droga en tres de los cinco distritos de Nueva York. Es conocido en el hampa
como Franky "el frío" , al parecer porque no le altera cometer la
mayor barbaridad. Alguno de sus hombres fue el encargado de dar muerte a su
hijo.
 |
Little Italy de NY. Territorio controlado por Franky Rossano |
-¿Y
saben por qué lo mataron? -preguntó Margaret.
-Las
causas podrán encontrarlas entre los papeles de Christopher. Su hijo, perdone
que se lo diga con esta crudeza, además de poco honesto, era demasiado
imprudente al tener negocios con la mafia. Esta no perdona un fiasco. La
policía sospecha que fue un ajuste de cuentas. La mafia suele blanquear dinero
invirtiendo en negocios legales y seguros, y aunque la rentabilidad no les
importa demasiado, no admiten el menor engaño. Por esto, en la comisaría creen
que Christopher debió cometer la imprudencia de quedarse algo de ese dinero
entre las uñas.
-De
acuerdo -aceptó Margaret- El asunto de la ServiPiX se lo cedí a mi hijo.
Todavía no hemos podido revisar con detalle sus papeles, pero en dos o tres
días podré entregarle un informe completo de este y otros tres casos más. Deme,
por favor, su dirección aquí y yo se lo haré llegar. Entre tanto Vd. no me ha
visto ni sabe donde vivo.
Rodríguez
se despidió y marchó a su hotel más contento que unas pascuas. Aquella noche
apenas durmió, impaciente por hablar con su jefe, tan pronto amaneciera, y
poder contarle el apoteósico éxito de su misión.
-¿Cómo
te va, Rodríguez? -preguntó el comisario Casado, cuyo tono de voz dejaba
adivinar que se encontraba de muy buen humor- ¿Qué me cuentas de nuevo?
-Buenas
noticias, jefe. En tres días tendré la documentación necesaria para cerrar el
caso. Vaya preparando grilletes en cantidad, que no va a dar abasto a
enchiquerar gente. Tengo la intención de regresar a Madrid este mismo fin de semana,
así que el lunes nos vemos en su despacho.
-¡Estupendo!
-clamó alegre el comisario- Sabía que no me fallarías. Te espero entonces el
lunes. De todas formas llámame si necesitas algo o si se produce alguna
novedad. Y...¡buen servicio!
Bob
Bryant, en cambio, no las tenía todas consigo.
-Me
parece que hemos cometido un gran error al traer a este hombre a tu casa. Ahora
mismo estás en sus manos.
-No
lo creo. Este tipo es un hombre honrado y no tengo duda alguna de que cumplirá
el trato que hemos acordado. Si hay algo que he aprendido en estos 26 años de
dura supervivencia es a conocer a los hombres, y este no tiene doblez: es tal
como se ve... solo que algo más listo de lo que aparenta
CAPÍTULO XVIII
Margaret
durmió poco aquella noche. Eran muchas las emociones y demasiadas las
revelaciones acumuladas durante el día. ¿Qué era todo aquel lío que se traía
entre manos William, su marido, antes de ser asesinado? ¿Qué tramaba? ¿Qué
habría sido de sus dos ayudantes y por qué no habían dado señales de vida, si,
como parecía, habían logrado alcanzar un gran descubrimiento en aquel secreto
laboratorio? ¿Sería todo esto, en realidad, la causa de su muerte y la razón
por la que ella misma estuviera siendo buscada?
Por
otra parte, allí estaba ese policía español, metiendo las narices en sus
asuntos. ¿No habría pecado de incauta fiándose de él? Al fin y al cabo, ella
estaba metida hasta el cuello en infinidad de asuntos irregulares.
Y
por fin, por si su situación no fuese ya demasiado complicada, la revelación
del nombre del asesino de Joe había conseguido golpear su sólido ánimo
aportándole un profundo desaliento. ¿Qué podría hacer ella, aun con la ayuda de
Bob, ante un gánster como Franky Rossano, cuando toda la policía del Estado se
veía incapaz de ajustarle las cuentas?
Demasiadas
preguntas sin respuesta y demasiadas incógnitas por resolver. Material más que
suficiente para desvelar cualquier sueño.
De
todas formas, el día amaneció como de costumbre y, de nuevo, bien temprano,
apareció Bob con dos baterías de litio que un experto conocido suyo le había recomendado,
a la vista de la antigua batería de William.
En
contra del creciente escepticismo de Margaret por todo lo que rodeaba al
misterioso laboratorio, ya que consideraba que tenían cosas mucho más
importantes en qué ocuparse, Bob se hallaba encelado con él y estaba dispuesto
a llegar hasta el fin de aquel extraño asunto.
Volvieron
pues al secreto laboratorio. Bryant se colocó todos los artilugios, incluida la
nueva batería, se enfundó el extraño traje y pulsó el botón de puesta en
marcha.
-¡Dios
mío, Bob! ¡Dónde estás! -gritó Margaret llevándose las manos a la cabeza.
Bob
había desaparecido.
-¡Ja,
ja, ja! -una divertida carcajada, surgida de la nada, resonó en la estancia-
¿Pero no me ves? Estoy aquí.
Margaret,
repuesta a medias de la sorpresa inicial, avanzó con precaución su brazo hacia
el lugar donde se encontraba Bob antes de desaparecer. Con infinito asombro,
observó cómo su mano desaparecía, de un modo tan sorprendente y misterioso, que parecía estar sumergiéndola
en la nada.
Tras
profundizar unos 25 centímetros, notó el cuerpo de Bob. Le palpó la cara y los
hombros y se dio cuenta de que no había desaparecido. Simplemente, no se le
veía: se había hecho invisible.
Tardaron
un tiempo en asimilar aquella insólita experiencia. No podían comprender los
principios de aquel extraordinario fenómeno, ni jamás llegarían a entenderlo,
salvo que consiguieran traducir el indescifrable legajo que les había llevado
hasta allí. Quizás, algún investigador de avanzada tecnología punta en
transmisiones y nuevos materiales podría darles alguna explicación de aquel
inexplicable fenómeno.
Y
sin embargo los principios que lo regían eran relativamente sencillos.
El equipo estaría formado
por una cámara con selectividad térmica y lumínica, de increíbles características para la época, que captaría las imágenes situadas en
la espalda de Bob, que su cuerpo no deja ver.
Estas imágenes serían
transmitidas a un emisor situado en la parte delantera del chaleco soporte. El
emisor produciría un holograma a unos 25 cm., con la resistencia propia del
aire como pantalla y con las imágenes situadas detrás de Bob, captadas por la cámara
de su espalda.
Esto mismo ocurriría en
sentido contrario. Otra cámara tomaría
las imágenes delanteras y otro emisor las proyectaría en la parte
trasera.
La funda que envuelve a todo
el conjunto, incluido el cuerpo de Bob, estaría construida con un tejido de
nano hilo de 0,2 micras y composición hierro-cobalto-tántalo-niobio, recubierto
de vidrio. La cantidad de hilo necesario para confeccionar dicha funda no
seria, quizás, menor de 10.000 km.
Este tejido tendría un papel
fundamental en el sistema de ocultación. Se fundaría en las propiedades
electromagnéticas que posee, capaces de captar los puntos de luz de los
hologramas y reflejarlos hacia el observador, de manera que el portador del
equipo quedaría invisible en la práctica, tanto por delante como por detrás de
su cuerpo.
-¡Esto
es increíble! -exclamó Margaret, todavía aturdida por aquella excitante
experiencia- Si no fuera porque lo estoy viendo y palpando, jamás lo hubiese
creído. ¿Te das cuenta qué significa esto?
-¡Ja,
ja, ja! -volvió a reír Bob, pleno de felicidad- ¡Claro que me doy cuenta!
Y
reuniendo toda la fuerza de sus pulmones, gritó tan alto como pudo:
-¡¡Qué
ahora somos los dueños del mundo!!
Margaret
corrió a colocarse el segundo equipo y lo activó con el mismo éxito que el
primero. Ambos amigos recorrieron el recinto haciendo pruebas con toda clase de
luces, posturas y movimientos, hasta comprobar que el sistema se mantenía
eficaz bajo cualquier condición.
-¿Cómo
me ves? ¿Hay algún detalle que hayas podido observar en el funcionamiento de
estos chismes? -preguntó Margaret- Cuando miro hacia donde se oye tu voz, noto
como un extraño desequilibrio de la imagen. Es como un leve temblor que me
produce una ligera y momentánea sensación de vértigo.
-Sí,
sí. Algo así noto yo también. Cuando pasas por delante de mí, percibo que se
produce una ligera quiebra, o quizás mejor, una ondulación de la imagen. Siento como si el halo de un ente
fantasmal cruzara ante mí.
Lo
que ellos sentían, más que veían, era un fenómeno natural del sistema. Este
funcionaba a la perfección en reposo, pero al caminar se producían algunas
superposiciones y desequilibrios de las imágenes, que daban lugar a las
sensaciones percibidas, a pesar de que las cámaras disponían de sensores de
movimiento para mantener precisa su orientación.
-He
oído que en el Pentágono están investigando sobre estas técnicas y ya tienen
algo sobre ocultación de aviones y drones, pero es increíble que tu marido lo hubiera conseguido hace ya 26
años.
-¿Cómo
no me diría nada de todo esto? -se preguntaba Margaret.
-No
le dieron tiempo. Le mataron cuando acababa de terminar su gran obra. Si te
entregó la documentación de sus trabajos, poco antes de morir, fue porque
estaba a punto de revelártelo.
Margaret,
después de calmar la excitación producida por aquel increíble descubrimiento,
consumió el resto del día en reunir la documentación acordada con el detective Rodríguez.
Estaba
ya anocheciendo cuando terminó de completar el detallado y complejo dosier
solicitado por el español. Decidió ir a entregárselo ella misma al hotel, que
no estaba demasiado lejos de su casa. Después de una corta conversación y tras
intercambiar ambos una amable despedida, regresó a su eventual domicilio,
deseando llegar a él para poder descansar de las fatigas acumuladas durante
aquel agitado día.
Apenas
había traspasado la puerta de su salón cuando una áspera voz sonó en español tras
ella:
-¡Hola,
Sra. Márgara! ¿Qué tal le va?
Margaret
se estremeció sobresaltada al escuchar aquella inquietante voz, al tiempo que
una ahogada exclamación de sorpresa escapaba de su boca. Se volvió con rapidez
hacia el intruso y lo reconoció al instante.
-¿Me
recuerda, Sra. Márgara? -preguntó aquel hombre entre arrogante y burlón- Nos ha
dado mucho trabajo hasta lograr encontrarla. Se preguntará cómo lo he
conseguido. Se lo voy a contar: solo he tenido que seguir a un eficiente
funcionario español para dar con Vd. Y -añadió con sorna- es que como la
policía española no hay otra.
-¡Claro
que le recuerdo! -contestó Margaret, que ya había recobrado el control de sus
nervios- Imposible olvidar al intrigante asistente del todo poderoso Sr. Carles
Camp i Fulleda. ¡Pero qué busca aquí! ¡Cómo se atreve a entrar en mi casa de
esta forma!
-Alto,
alto, querida señora. No se me enfade, que aquí solo nosotros tenemos motivos
para estar enfadados. El Sr Camp espera noticias de los 600 millones invertidos
por su agencia. Y, créame, no está dispuesto a esperar ni un minuto más.
-Pues
ya lo siento, pero ese negocio lo traspasé a mi corresponsal Joan Cockoyster y,
por lo que yo sé, ha fallecido recientemente.
-Vd.
señora, debe pensar que somos idiotas. Sabemos que ese nombre es el alias que utiliza su hijo en sus
chanchullos por Europa. Si de verdad ha muerto le doy el pésame. De corazón, se
lo aseguro, pero los 600 millones han de aparecer. De su bolsillo o de su piel.
Elija Vd.
-Mire,
dígale a su jefe que no insista. Los negocios son así: unas veces se gana, si
eres listo o tienes suerte, y otras se pierde, si no se aprovechan las buenas
ocasiones. El Sr Carles compró por 600 millones, valores que valían 1.200. Ese
fue el negocio que le ofrecimos. Hoy no valen el papel en que están escritos,
pero eso no es mi responsabilidad sino la suya, por falta de acierto en su
gestión y no estar atento a las veleidades del mercado, que yo no controlo, ni
puedo controlar.
-Bien,
ya veo que elige su piel -replicó amenazador el tal Diego, el siniestro
asistente de Carles Camp, mientras sacaba una centelleante daga- Vd. me va a
decir, ahora mismo, dónde esconde su dinero y cómo vamos a recogerlo, porque no
creo que quiera seguir viviendo el resto de su vida sin orejas ni nariz.
Margaret
dio un grito y corrió hacia un armario donde guardaba la pistola que Bob le
había dado en previsión de algún asalto, pero Diego le alcanzó antes de que
abriera el cajón donde tenía el arma, la agarró por el cabello y, tras un breve forcejeo, la arrojó al suelo. Después saltó sobre ella y la inmovilizó, utilizando toda la fuerza de su robusta complexión.
-¡El
dinero! ¡Dónde está el dinero! -gritó, blandiendo el afilado estilete.
De
pronto, sonó un sordo estampido y el hombre cayó sobre ella, muerto.
Margaret
apartó aquel cuerpo inanimado que la sofocaba y vio, con horror, su cabeza atravesada por un
certero disparo, mientras su vestido se iba empapando con la abundante sangre que manaba de la herida. Alzó la mirada y descubrió a un desconocido que se mantenía de pie, ante ella,
empuñando una pistola con un extraño y largo cañón.
-No
se alarme, soy amigo -dijo aquel hombre, al tiempo que guardaba su arma
provista de un voluminoso silenciador y le ayudaba a levantarse.
-¿Quién
es Vd.? -preguntó Margara, que se veía asaltada por encontrados sentimientos de
alivio, temor y desconfianza.
-No
tiene que preocuparse por mí -aseguró el desconocido, con voz calmada, tratando
de transmitirle confianza- Le voy a relatar una antigua y extensa historia que
le afecta de lleno. Pero antes, serénese, refrésquese en el baño y cámbiese de
ropa. No hay ninguna prisa.
Así
lo hizo Margaret, mientras su salvador esperaba, paciente, arrellenado en un
buen sillón de la sala, después de servirse un excelente bourbon que halló en
el pequeño bar de la estancia.
-Mi
nombre es Pieterf, Ferdinand Pieterf -comenzó su relato aquel hombre, tan
pronto apareció Margaret algo más tranquila y aseada- Vd. no me conoce, aunque
yo a Vd. sí. Pertenezco, o mejor dicho, pertenecía a una agencia estatal, la
SSD, dedicada a lavar los asuntos más sucios de la Administración Federal.
-¿Y
qué tengo que ver yo con ella? -interrumpió Margaret- Jamás he tenido relación
alguna con ningún órgano del gobierno ni me he mezclado nunca en política.
-Más
de lo que Vd. cree. Su marido William Foster estaba a punto de tirar de la
manta que encubría un enorme escándalo de ventas fraudulentas de armas,
realizadas por agentes secretos a las órdenes de las más altas instancias de la
nación. Aquellas armas acabaron en manos de nuestros enemigos y causaron la
muerte a muchos de nuestros soldados.
Pieterf
hizo una pausa para apurar, pensativo, el último sorbo de su vaso y continuó:
-Se
cumplen ahora 26 años, desde que nuestro grupo recibió la orden de neutralizar
a William y, de paso, a Vd. por si estaba al corriente de aquel feo asunto. No,
no tema -se apresuró a decir Pieterf al notar un gesto de inquietud en Margaret-
Aquello acabó para mí. Ya no pertenezco a la SSD.
-Yo
fui designado para acabar con Vd., pero cuando me disponía a realizar mi servicio, Vd.
y su hijo habían desaparecido sin dejar rastro. Durante todo este tiempo, la agencia la ha estado
buscando por todo el mundo, pero, por suerte para Vd., sin ningún éxito.
Mientras, yo estuve embarcado en numerosas misiones, siempre por cuenta de
la agencia, y siempre metido en asuntos a cual más deshonesto y
perverso.
-No
puedo entender la frialdad con que me está dando a conocer estas revelaciones
tan dolorosas para mí ¿Se da cuenta del daño que nos hicieron? ¿Es que no teme
que le escupa a la cara tanto miedo, dolor y sufrimiento como me hicieron
pasar? -la indignación de Margaret subía de tono, al avanzar Pieterf en su relato.
-Lo
sé. Pero si hoy estoy aquí es debido al deseo de obtener su perdón y, al mismo
tiempo, ofrecerle mi ayuda, porque la va a necesitar. Puede tomar lo sucedido
esta noche como una prueba de la sinceridad de mi ofrecimiento. Si yo no
hubiera actuado, ese hombre le hubiera hecho pasar un mal rato.
-¡Dios
mío, es cierto! Llegó Vd. a punto. ¿Cómo lo hizo?
-Llevaba
dos días vigilando la casa, esperando a que su amigo Bob la abandonara, para
poder hablar con Vd. a solas, cuando vi a este individuo colarse en ella.
Supuse que no lo hacía con buenas intenciones y estuve atento.
-¿Y
ahora qué hacemos con este cuerpo? -preguntó Margaret inquieta.
-No
se preocupe, yo me encargo: esta noche se bañará en el Hudson. Pero hay algo
urgente que hacer. La agencia está sobre su pista. Saben que está en N.Y. y
removerán la ciudad hasta dar con Vd. Ha cometido un grave error al firmar el
contrato de esta casa con el nombre de Muriel Dallamore. La policía conoce ese
nombre, y si la policía lo sabe, también la SSD. Han de tardar muy poco más que
yo en descubrir su paradero. Además, ellos conocen que Bob Bryan, antiguo
agente secreto, era amigo de William y, por muchas precauciones que tome,
acabarán por relacionarlo con Vd. Ahora, necesita otro refugio con urgencia.
-Tiene
razón, aunque sospecho que en todo esto debe tener algún otro motivo para
prestarme su ayuda.
-Es
cierto. Lo confieso. Solo quedo yo de aquel grupo de agentes. Todos mis
compañeros han ido muriendo en extrañas circunstancias. Ya no confían en mí y
han decidido cerrarme la boca. Muertos Vd. y yo se aseguran el silencio
definitivo. Así que ahora somos aliados y debemos luchar por nuestras vidas. Y,
aunque son gente muy poderosa, debemos acabar con ellos o ellos acabarán con
nosotros.
CAPÍTULO XX
En
cuanto Pieterf abandonó la casa, Margaret llamó a Bob Bryant y le puso al
corriente de todo lo que había sucedido minutos antes.
-Ese
hombre tiene razón -aseguró Bob- Debes abandonar esa casa ahora mismo. Recoge
lo más preciso y prepárate para salir volando, que en media hora estoy allí.
Por suerte dispongo de otro refugio limpio de cualquier señal o rastro que
pueda relacionarnos.
En
algo menos de dos horas, los dos amigos se hallaban en el nuevo refugio,
comentando las inquietantes incidencias de aquel agitado día. La nueva casa era
otra discreta vivienda de dos plantas, también sobre Long Island, en MacDonald
St de Hempstead, no muy lejos de Queens.
-¿Cómo
la has encontrado tan pronto? -preguntó Margaret asombrada.
-Este
es mi refugio preferido. Me hice con él hace más de diez años y lo preparé de
tal modo que nadie pudiera seguir mi pista en caso de tener que esconderme en
él. Todo agente secreto debe tener uno así.
-Pero
dime: ¿Qué te parece ese tal Pieterf? ¿Crees que nos podemos fiar de él?
-preguntó Margaret.
-No
debemos fiarnos de nadie -contestó rotundo Bob- Sin embargo, este hombre nos
puede resultar muy útil. Conoce las entrañas de la SSD y los detalles
operativos de esta organización, que, hoy por hoy, representa nuestro mayor y más
peligroso enemigo. De cualquier modo, no se te ocurra hablarle del invento de
William.
-Por
supuesto. Ese es un secreto que ha de quedar entre tú y yo.
Se
habían cumplido ya las tres de la madrugada y decidieron acostarse, para
continuar la conversación tras el amanecer del nuevo día. En esta ocasión, no
hubo lugar para las bromas de Bob: la casa contaba con dos habitaciones que
ambos amigos se repartieron amistosamente.
Aquella
mañana, Rodríguez se levantó antes de lo que acostumbraba. Estaba exultante. En
la noche anterior, había estado revisando, durante más de tres horas, la
documentación que le entregó la Sra. Márgara y no podía estar más satisfecho de
su contenido. Allí había material suficiente como para meter en cintura a los
mandamases de ServiPiX y a unos cuantos gerifaltes más de la Administración y
de la Banca.
Como
todas las mañanas, llamó al comisario Casado en Madrid. Le informó de las
buenas nuevas y confirmó su salida de N. Y. en el primer vuelo del siguiente
día. Después, más contento que unas pascuas, esperó la llegada de Helen, su
agente de enlace. Esta no se hizo esperar y, como cualquier otro día, ambos se
dirigieron a su comisaría en Manhattan.
Pronto
noto Helen que, aquella mañana, su compañero se hallaba más alegre que de
costumbre. No era difícil de adivinar. Allí, a su lado, Rodríguez canturreaba
una coplilla, mientras ella conducía atravesando el puente de Brooklyn.
-Muy
contento estás hoy. ¿Pasaste ayer buen día? ¿Hiciste todas las compras que
habías planeado?
-Ayer
fue un día fantástico -contestó Rodríguez, sonriente y feliz- Tan provechoso
que mañana regresaré a España con todo lo que había venido a buscar.
Helen
le miró un momento, desconcertada, pero en seguida reaccionó y le interpeló con
tono de reproche.
-Eres
un demonio. Tú me has ocultado algo y no me lo merezco. Olvidas que me he
jugado un par de veces mi carrera por ayudarte.
-No,
no lo olvido. De verdad, créetelo. Siempre estaré agradecido por lo que
hiciste. Sin tu ayuda, jamás hubiera podido cumplir la misión que me trajo
aquí. Pero no he querido comprometerte más. Y no es que no quiera informarte,
es que no puedo.
-Sí,
ya sabía yo que los españoles sois todos unos machistas, mentirosos y fulleros.
Cómo se me ocurriría confiar en ti.
-¡Ja,
ja, ja! -soltó Rodríguez una alegre carcajada- ¡Qué bien nos conoces! Venga,
Helen, esta noche te invito a cenar donde tú elijas. Fumaremos la pipa de la
paz y celebraremos mi despedida.
Rodríguez
consumió el día en el papeleo de la comisaría y en comprar algunos regalos para
su familia, sin olvidarse del comisario Casado que, aunque se hacía el duro, le
agradaba que sus subordinados le hicieran un poco la pelota y se acordaran de
él en sus viajes, llevándole algún regalito. En especial, algún nuevo ejemplar
para su colección de modelos de coches antiguos.
Helen
se vengó y eligió para la cena el Russian
Samovar, el afamado restaurante ruso del Midtown.
Tan
pronto Rodríguez entró en aquel elegante comedor, iluminado con lámparas que
parecían rescatadas de algún palacio imperial de la Santa Rusia y amenizado con
una tropa de músicos cíngaros, supo que dejaría allí el sueldo del mes.
Pero...¡qué coño! -se dijo- un día es un día. Y se dispuso a gozar de aquel
inesperado e infrecuente festín de ricachón.
Mereció
la pena. Los deliciosos entrantes de caviar, salmón y chatka dieron paso a un
suave lenguado del Báltico y a un soberbio cordero Kief.
Una
inacabable selección de dulce repostería y el riego de todo el condumio con las
bebidas más selectas, de las que no se libró el Champagne francés,
complementaron la feliz experiencia.
Fue
una cena espléndida, no solo por la exquisitez de los bocados consumidos, si
no, sobre todo, por la placentera armonía que envolvió a la pareja, gracias a
las vibraciones, casi mágicas, emanadas de aquel luminoso entorno, que les
impulsaron a mantener una feliz, animada y placentera conversación, a lo largo
de todo el festejo.
Tarde
ya, Helen llevó a Rodríguez hasta su hotel. Jamás podrá éste explicar cómo
sucedió, pero en menos tiempo del necesario para contarlo, ambos se hallaban
abrazados en su habitación. Y entonces Rodríguez contempló, asombrado, cómo el
témpano de hielo que aparentaba su compañera se transformaba en una ardiente
valkiria, y cabalgaba con desenfrenado galope, conduciéndose por la senda del
más apasionado frenesí.
No
estaba acostumbrado Rodríguez a estos ardientes extremos, así que cuando acabó
el encuentro y se despidieron, con la promesa de volver a verse pronto, quedó
con la misma sensación de haberle pasado por encima un tren de mercancías.
Resopló y se dijo: ¡Ostras Pedrín! Esto
no me lo va a creer nadie. Mejor no lo cuento.
Para
Margaret y Bob, aquel fue un día de intenso trabajo. Debían terminar con la
revisión de los documentos de Joe, aplazada por el hallazgo de los dispositivos
de ocultación de Williams, el difunto marido de ella. Además se hacía necesario
establecer planes que condujeran a cumplir los objetivos que habían llevado a
Margaret desde España hasta New York.
Revisaron,
con especial detalle, todo lo referente a los asuntos de Franky Rossano y
encontraron importantes desfases en los asientos de entregas de dinero en
efectivo. Aquello confirmaba el dato aportado por el agente español, Rodríguez,
sobre la autoría del asesinato de Joe.
Al
revisar las cuentas de éste, quedaron asombrados de la cuantía de los saldos,
que, sumados a la cifra del dinero negro que rescataron de las cajas de
seguridad, representaban un importante capital.
-Mira
-advirtió Margaret- Aquí figura una compra de 3.000 bitcoins, a dólar la unidad.
-¡Dios
mío! -exclamó Bob- Hoy están a 338 dólares el bitcoin.
CAPITULO XXI
-¡Señor,
hemos encontrado un rastro de Margaret Foster! -un agitado agente irrumpió en
el despacho del general O´Connell, Director en jefe del SSD, Departamento de
Servicios Especiales de la defensa.
-¿Qué
se sabe? -preguntó el general
-Hemos
localizado su refugio en Long Island.
-Bien,
enviad dos equipos allí -ordenó el general- Quiero un trabajo limpio: Una
explosión de gas o un incendio con ella dentro. Deben asegurarse de que no
queda ni la más mínima traza de esta mujer. Hay que evitar que sus restos puedan
utilizarse en un análisis de ADN.
El
agente salió del despacho con la misma precipitación con la que entró.
Inmediatamente después, el coronel tomó uno de los teléfonos que había sobre su
voluminosa, aunque austera, mesa escritorio y marcó un número.
-O´Connell
al habla. Preséntese de inmediato en mi despacho -ordenó el general con voz imperiosa
y seca, sin ningún interés por disimular el enfado que le embargaba.
-Dígame
¿Qué hay de Pieterf? -espetó O´Connell a su subordinado, tan pronto cruzó la puerta
de su despacho- ¡Cómo es posible que, después de una semana de búsqueda, no
hayan sido capaces de encontrar ningún rastro de ese hombre!
-Lo
siento, señor. No es tarea fácil -contestó el interpelado, un hombre de aspecto
duro, incapaz, al menos en apariencia, de amilanarse delante de su jefe ni de
nadie- Pieterf ha sido uno de nuestros agentes más hábiles y los años le han
proporcionado una gran experiencia. Además, no puedo contar con todo el
personal, sin exponer la misión a fisuras en las comunicaciones. Sus muchos
años de servicio en la organización le han grajeado bastante simpatía, amistad
e incluso admiración, en especial, entre los agentes más antiguos.
-No
quiero excusas sino resultados. Explíqueme la situación actual de la misión y
las acciones que tiene previstas realizar para finalizarla.
-Todos
los medios de detección están operativos en estaciones de ferrocarril,
autobuses, autopistas, gasolineras, aeropuertos y puertos marítimos -contestó
impasible el agente Homer, sin que la exigencia de su jefe le hiciera mover el
menor músculo de su pétrea cara. Además se analizan las rutinas habituales en
hoteles, alquileres de coches, bancos, metro y restaurantes. Pieterf no va a
poder abandonar New York sin nuestro conocimiento y tarde o temprano caerá en
nuestras manos.
-¡No
es suficiente! -casi gritó O´Connell, crispado por la flema de su agente- Este
hombre pertenece todavía a la nómina de la Agencia. Hay que cargarle un muerto
antes de acabar con él. Lo más adecuado sería un policía metropolitano...o un
hampón. O, por qué no, los dos. Así se vería acosado por todos lados. Ocúpese
de organizarlo de inmediato.
Cuando
el agente Homer dejó el despacho, O´Connell quedó pensativo. Aquel hijo de
perra de Pieterf podía hacerle mucho daño, tanto de forma directa, enviándole a
la cárcel, como indirecta, si sus socios en las altas esferas llegaban a saber
que todavía quedaba este hilo suelto.
-¡Maldito
despojo! -pensó- Pero no, no lo va a conseguir. No he llegado hasta aquí, para
que un mierda cualquiera eche por tierra una obra de tantos años. Acabaré con
él, del mismo modo que lo hice con tantos otros, que tuvieron la estupidez de
interponerse en mi camino.
Solo
dos días después, Margaret y Bob escucharon una alarmante noticia, trasmitida
por una de las emisoras locales de radio.
-¡No
es posible! -exclamó Bob- ¡Rápido, pon el canal 27 que estarán a punto de dar
el telediario con la actualidad de New York!
Pocos
minutos más tarde, los dos amigos recibían, a través del televisor, la
ampliación de la noticia, comentada por el presentador del programa y los
reporteros desplazados hasta el lugar de los hechos, que se había llenado de cámaras.
En
ese lugar, situado entre el SoHo y Little Italy, se había producido un tiroteo,
con el resultado de un capo de la droga muerto, junto a uno de sus
guardaespaldas. En la refriega, también había fallecido un policía uniformado,
mientras que su compañero había quedado herido. Ambos, que hacían su ronda
callejera por el barrio, habían acudido al lugar del enfrentamiento, atraídos
por el estruendo de los disparos.
Varios
testigos habían identificado al presunto asesino, señalando a un antiguo agente,
metido al parecer en asuntos de drogas. Su fotografía y nombre, Ferdinand
Pieterf, aparecía llenando la pantalla. Un portavoz de la policía indicaba que
se trataba de un individuo muy peligroso, que iba fuertemente armado. Reclamaba
prudencia, solicitaba la colaboración ciudadana, daba varios teléfonos de
contacto e indicaba que la fotografía del sospechoso había sido profusamente
distribuida por toda la ciudad.
-¡No
es posible! -exclamó Margaret.
-Por
desgracia, lo es. -afirmó Bob- Le han tendido una trampa. Seguro. No me queda la menor duda de que en esto está
latente la mano negra del SSD. Estos canallas han puesto a Pieterf en una
situación desesperada.
-Tenemos
que ayudarle -se apresuró a sugerir Margaret- Le daremos cobijo aquí hasta que
el asunto pierda actualidad.
-No,
no podemos. Este ha de ser nuestro cuartel general y solo tú y yo debemos
conocerlo. Pero no te preocupes, yo le encontraré un buen refugio hasta que
pase la polvareda que ha levantado el caso y pueda moverse sin peligro -replicó
de nuevo Bob- ¿Cómo quedasteis para conectaros?
-Acordamos
que él llamaría desde un teléfono seguro. ¿Pero qué pega hay en que Pieterf
venga a esta casa? ¿No es nuestro aliado? Si vamos a tener que trabajar unidos,
no es lógico y hasta conveniente que estemos aquí juntos.
-No,
Margaret, no puede ser -contestó rotundo Bob- Esta casa, con aspecto de simple
vivienda de cualquier trabajador de mediano sueldo, es un auténtico fortín, en
realidad. Todos los cristales de la casa son blindados, y las paredes y puertas
están reforzadas con placas de acero, de modo que nadie sería capaz de
atravesarlos ni con el empleo de un bazooka. La bodega está equipada para resistir
durante más de tres semanas, aunque la casa se venga abajo o quede reducida a
cenizas. Debemos traer aquí los equipos de ocultación, porque no hay otro lugar
más seguro y porque, desde aquí, deberíamos iniciar cada una de nuestras
operaciones. Por eso, solo tú y yo podemos conocerlo.
Margaret
aceptó las razones de Bob, pero antes de poder manifestárselo, sonó el
teléfono. Era Pieterf.
-Sí,
lo hemos visto en televisión -contestó Margaret- Sí, sí, debemos vernos...De
acuerdo, en tres horas...hasta entonces. Cuídate.
-He
quedado con Pieterf en el cementerio de Woodlawn en el Bronx, junto al panteón
de Clerence Day, dentro de tres horas.
-Muy
bien, vamos para allá -asintió Bob- Yo te seguiré a distancia, por si se
produce algún inconveniente.
Condujeron
los dos amigos, en coches separados, hasta el lugar del encuentro. No hubo
dificultad en hallar el lugar elegido por Pieterf, a pesar de la extensa
dimensión del cementerio, ya que en la entrada facilitaban una guía con la distribución de
los enterramientos y la reseña de los más célebres.
Margaret
llegó ante el panteón a la hora acordada, pero no había nadie. Dio varios
paseos a su alrededor, cuando, de pronto, un hombre extraño apareció ante ella,
como surgido de la nada.
CAPÍTULO XXII
 |
Cementerio de Woodlawn en el Bronx. Panteón de C. Day |
-No
te asustes, soy yo -dijo Pieterf, ante el gesto alarmado de Margaret.
-¡Dios
mío! -exclamó Margaret- ¿Eres tú Pieterf? ¡Madre mía! Ni la tuya propia te
reconocería.
-Me
alegra oírtelo decir. Pero, por favor, hazle un gesto a Bryan, que me está apuntando
con su arma desde aquella tumba. No vaya a disparar.
Margaret
siguió las instrucciones de Pieterf y Bob se reunió con ellos.
-Hemos
visto las noticias en el canal 27 -informó Bob- Esos canallas te han montado
una buena, pero no te preocupes, no te vamos a dejar en la estacada. Te vamos a
cubrir y juntos acabaremos con ellos.
-Cierto
-añadió Margaret- Bob ya tiene preparado un buen refugio para ti. Por mucho que
busquen no te encontrarán.
-¡Ja,
ja, ja! -rio con ganas Pieterf- Gracias por vuestro ofrecimiento pero no me
preocupa esa pandilla de idiotas. Si serán burros, que uno de los falsos
testigos que aparecen en el reportaje de TV era Homer, la mano derecha del
Coronel O´Connell. Tengo buenos refugios donde ocultarme, habilidad para disfrazarme y astucia para
moverme sin ser detectado. Lo que han hecho, en realidad, es aumentar la deuda
que tienen conmigo.
-Y
conmigo -asintió Margaret- Y te aseguro que no descansaré hasta cobrármela.
Pero entonces...¿en qué podemos ayudarte?
-Sí,
veréis. Necesito que me prestéis algún dinero. Mis reservas se están agotando y
no puedo acercarme a ningún banco.
-Hecho
-afirmó Margaret- En eso no hay problema- Ahora dinos qué podemos hacer y qué
planes tienes para dar la batalla a esos miserables.
-Durante
la semana próxima no me volveréis a ver. Voy a actualizar mis datos sobre la
agencia, hablar con alguno de mis antiguos contactos y a planear nuestras
primeras operaciones. Aunque debo advertiros que estoy acostumbrado a trabajar
solo. De cualquier forma, yo os llamaré desde un teléfono seguro.
-Siempre
hay ocasiones en las que tres son mejor que uno -aseguró Bob- No lo olvides.
Después
de esta conversación, los tres, ahora ya amigos, se despidieron, dejando el
lugar de la cita con distintos rumbos y propósitos.
Mientras,
en Madrid, Rodríguez hacía su entrada triunfal en la comisaría de Fuencarral,
en la calle El Mirador de la Reina.
Conforme avanzaba por sus pasillos, en dirección al despacho del comisario
Casado, iba aceptando los saludos de sus colegas, hinchado como un pavo.
-¡Coño,
esto es dinamita pura! -Exclamo el comisario, tras revisar la documentación
aportada por Rodríguez y una vez agotados los saludos y las interminables anécdotas
del viaje de su locuaz agente- ¡Excelente servicio!
-Ya
se lo dije, jefe -confirmó, feliz, Rodríguez y añadió entusiasmado- Aquí hay
tela marinera. ¡Venga, comisario, que ya podemos empezar a enchiquerar gente a
toda leche!
-Despacio,
Rodríguez. Calma que hay mucho trabajo por hacer. De momento, se me va a sentar
en su mesa y no va a levantar el trasero hasta que no termine su informe. Y lo
quiero con pelos y señales. Después añadiré el mío y juntos irán a la Dirección
General, porque la gravedad del asunto así lo exige, al estar implicados varios
mandamases de la política. De allí, el caso pasará a la fiscalía anticorrupción
y más tarde al juez instructor que procederá como deba. Así que, ni tu ni yo vamos
a enchiquerar a nadie.
-¡Coño,
claro! Así ocurre que, con tanta leche, cuando vamos, por fin, a trincar a los
golfantes, la mitad de ellos, se han escabullido. En América son unos latosos
en la investigación, pero en cuanto consiguen pruebas, no pierden ni un
segundo: agarran a los tíos y los meten en la trena. Luego, ya tranquilos, dejan
que la máquina ruede todo lo lenta que quiera.
España
flotaba aquel sábado en un perezoso vacío informativo. Culminaba la Semana
Santa y buena parte del país y todos sus políticos se habían zambullido con
entusiasmo en cuatro días de “dolce far niente”. Cataluña, también de
vacaciones, había reducido a cero sus decibelios soberanistas y la prensa había
dado suelta temporal a sus periodistas significados, dejando el relleno de sus
ahora menguadas páginas en manos becarias. Los grifos de las agencias apenas
goteaban noticias de una Ucrania en prolongado equilibrio inestable y ante la
escasez informativa focalizaban su atención en las palabras y gestos diarios
del Papa Francisco. Los redactores de
guardia removían una y otra vez el
chocolate Gabriel García Márquez, buscando en Internet, con desesperanzada
desgana, algún rincón de su vida que aun nadie hubiera comentado, una misión
imposible.
Con
tal calma chicha no es de extrañar que Televisión Española, que también andaba
buscando un pelo verde en la pulida cabeza de un calvo, se hiciera eco de una
noticia intrascendente y dedicara más de un minuto del telediario del mediodía
a comentar la truculenta muerte en Nueva York de un policía y dos destacados
mafiosos, a manos de un misterioso y turbio personaje del que proyectaron
varias imágenes de archivo. La noticia no tenía interés en España y no digamos
en los pueblos perdidos entre las altos picos del Altoaragón pero, como
bisutería de relleno, valía.
En
la parte más alta de Laspuña, existe un pequeño bar; un modesto salón, pintado
de blanco, una barra y media docena de mesas componen su interior. Fuera tiene
una grata terraza , también blanca, protegida por el verde de una frondosa
parra que oculta cuatro mesas y sus sillas. Buen sitio para tomar algo bien
frío en los mediodías caniculares del corto verano y hablar a la fresca cuando
anochece. El salón interior se presta tanto a la partida de mus invernal como a
las largas parrafadas de improvisadas tertulias. Hay una tele siempre encendida
que nadie mira.
Hay
una excepción. A las tres de la tarde rara vez hay clientes –es la hora de
comer- y Matilde, la dueña, una mujer joven, acodada detrás de la barra, sí
mira la televisión con el mismo solitario aburrimiento de un gato deslumbrado
por los faros de un automóvil en la noche.
Y
es en esa penumbra de las tres, donde Pietref se asoma a la pantalla Samsung,
despertando de golpe a Matilde y protagonizando su retorno digital a Laspuña.
-¡Lo
he visto!. ¡Es él, segurísimo que es él! –Matilde casi grita de lo excitada que
está- ¡Y es un asesino, un mafioso de película! ¿Cuánto hace que no está en el
Hostal?
“La
Sidora” con motivo de la Semana Santa tiene el restaurante lleno y Cristina se
ve en la necesidad de atajar la histeria verbal de Matilde.
-Mati,
tenemos hoy mucha gente y te tengo que dejar. Te llamaré a las cinco. Lo que
dices resulta increíble. Tranquilízate.
Y,
con prisa, sigue atendiendo a los clientes pero con la cabeza puesta en aquel
hombre que dicen llamarse Pietref.
A
las cuatro y media ya está recogido el comedor. Sale fuera, se sitúa tras una
elevada barra en desuso y se acomoda en su taburete preferido. Con habilidad
consulta en su IPad las grabaciones de los Noticiarios de RTVE y no tarda en
tropezar con lo que busca. Repite varias veces su proyección, aunque sabe ya
que no es necesario. No hay duda, ¡es su buen y simpático
cliente, heer Van Dijten!
A
las 10 de la noche las ondas concéntricas del boca-oído han llegado ya al
último rincón de Laspuña. Después de la cena en cada casa confeccionan una
novela diferente.
CAPITULO XXIII
El
general O´Connell caminaba a grandes pasos a lo largo de su amplio despacho de
la sede neoyorquina del SSD, situada en un antiguo edificio de Grymes Hill en
Staten Island. Se hallaba tan enfurecido que cualquier testigo que contemplara
la escena no dudaría en comparar su actitud con la de una fiera enjaulada.
Sin
embargo, Homer le miraba con indiferencia y, seguramente, con un cierto
desprecio, aunque ninguna emoción dejaba traslucir su pétreo e impenetrable
rostro No podía comprender cómo, su jefe inmediato, un hombre de su categoría y
posición de mando, podía perder los estribos de una manera tan escandalosa y
notoria. No había razón ni motivo.
-Mire
general -trató de calmarle Homer, hablándole con su habitual tono frío e
inexpresivo-, la trampa sobre Pieterf está tendida. Toda la policía del Estado
va tras sus huellas con ánimo de vengar la muerte de uno de los suyos. Solo nos
queda esperar hasta que caiga en ella y nos sirvan su cadáver en bandeja. En
cuanto al asunto de la Foster, no tiene por qué preocuparse. Sabemos que Bob
Bryan se mueve, con demasiada frecuencia, por Long Island. Esto nos indica que
ella no debe andar muy lejos. El cerco se va estrechando y no ha de tardar
demasiado en caer en nuestras manos.
-¡Qué
no tengo que preocuparme! -gritó O´Connell, al que la sangre fría del
imperturbable Homer tenía la virtud de crisparle los nervios- ¡Qué no me
preocupe, dice! Qué mierda de cerco es ese, que cuando descubrimos el refugio
de esa mujer y vamos a eliminarla, lo hallamos vacío y con evidentes señales de haber sido abandonado
precipitadamente. ¿No se da cuenta, insensato, que tenemos un topo en el
departamento?
Homer
no dijo nada. Concedió un mínimo gesto en su cara y hombros, más por la
invectiva, que no estaba acostumbrado a tolerar, que por el acalorado discurso
del general. Bien poco le importaba. Así que esperó en silencio y sin pestañear
el ruidoso desahogo de su jefe.
-Desde
este momento, todo el personal del departamento está bajo sospecha. Ponga en
marcha el protocolo de investigación interna y ocúpese de inmediato de eliminar
a Bryan.
-Disculpe
general, pero creo que no es buena idea acabar con Bryan. Necesitamos
mantenerle con vida hasta que nos conduzca al paradero de la Foster.
-¡No,
joder, no! ¡Lo que necesitamos es aislar a la jodida viuda! -voceó O´Connell
fuera de sí- ¿No se da cuenta de que sin Bryan y sus contactos, esta mujer no
es nadie? ¿Pero no ve que tuvo que ser él quien recibió el soplo de nuestro
topo ¡Haga lo que le ordeno y hágalo
cuanto antes!
Homer
dejó el despacho del general de muy mal humor. Había servido siempre a su jefe
con la fidelidad de un perro guardián, cubriéndole las espaldas y librándole de
enemigos, inconveniencias y conflictos. ¿Y qué había recibido a cambio? Nada.
Apenas el ser tratado como un auténtico perro. ¿A cuántos había despachado
hacia el otro barrio para cumplir las órdenes de O´Connell? Hace tiempo que
había perdido la cuenta. Sin embargo, el general recibía ascensos y laureles,
mientras él solo migajas y un trato de siervo. De algún modo, esta situación
tenía que cambiar.
Ensimismado
en estos pensamientos, Homer traspasó la enrejada puerta de la verja que
rodeaba a la sede del SSD, al tiempo que encendía un cigarrillo. Como casi
todos los antiguos edificios de aquella parte de la isla no disponía de garaje
en el sótano y había que aparcar los coches fuera, en la calle, salvo tres
plazas, habilitadas sobre el estrecho recinto ajardinado, reservadas para los
jefazos y otras dos más para las visitas.
Se
disponía a ir en busca de su coche, cuando un agente llegó a la carrera y se
situó ante él.
-¡Las
cámaras del Carey Tunnel han localizado a Bryan cruzándolo con dirección a
Manhattan!
-¡Rápido,
vamos a por él! ¿De cuantos hombres disponemos? -preguntó Homer- ¿Quién le
sigue?
-Un
helicóptero vigila los movimientos de su vehículo y nos indica su posición en
todo momento. Además, un coche con tres hombres ya han salido tras él y le
siguen a distancia -indicó el agente.
-Bien.
Ya es nuestro. Vamos tú y yo a sumarnos a la fiesta.
Ninguno
de los dos hombres había reparado en un viejo que vendía hot-dogs en un pequeño
puesto portátil, a unos pocos metros de donde ellos urdían el plan de acoso a Bryan. Hicieron
mal, porque en cuanto los agentes montaron en el coche de Homer, aquel viejo de
frágil aspecto cerró el chiringuito con calma pero sin desperdiciar un segundo
y saltó sobre una potente motocicleta. Con la misma aparente parsimonia,
arrancó la máquina y tomó la dirección que había seguido Homer. Nadie diría que
había salido en su persecución.
Homer
y el otro agente partieron a toda velocidad en el coche del primero, en
dirección al puente Verrazano-Narrows por el que llegar a Brooklyn. Encaraban
ya el túnel Hugh Carey que conduce a Manhattan, cuando la emisora de radio
comenzó a gruñir transmitiendo las ásperas y agitadas voces de los agentes del
otro automóvil, que daban detalles sobre la situación del vehículo de Bryan.
-Nos
comunica el helicóptero que el objetivo ha hecho varias maniobras de diversión
por Little Italy, Flatiron y Garment. Ahora mismo está atravesando Central Park
por la 97th. Hacia allí nos dirigimos.
-Está
bien -aprobó Homer-, nosotros os seguimos. Tened cuidado y no os dejéis ver. Pero,
sobre todo, advertid al helicóptero que no lo pierda y que vuele con precaución
para no descubrirse.
-Este
no se nos escapa -masculló entre dientes el siniestro Homer.
Al
poco tiempo, la radio volvió a sonar tras un breve carraspeo:
-Atención
Homer. El objetivo ha estacionado su vehículo en la E83rd Street y ha entrado
en un café-restaurante situado en la esquina con Lexington Avenue.
Sin
percatarse de lo que se tramaba a su alrededor, Bryan, tras asegurarse de que no era seguido mediante las acostumbradas maniobras contra vigilancia, se disponía, confiado, a consumir un breve almuerzo en Lexington Candy
Shop, un pequeño, modesto pero histórico restaurante de cocina tradicional
americana, en el Upper East Side.
Solía
Bryan frecuentar este simpático establecimiento, que su propietario Rob dirigía
con acierto, calidad de servicio, amena charla y precios ajustados. Tomó
asiento en su habitual mesa, situada bajo un gran reloj rojo, anuncio de Coca
Cola, con un retrato de Dona Red y otro de Woody Allen a su izquierda. En
realidad, las paredes estaban cubiertas por completo con fotos de clientes
famosos, estampas neoyorquinas, algunos posters y otras variadas curiosidades.
Mientras
esperaba su acostumbrado menú, una ensalada de frutas y un Hamburguer Platter,
junto a un exquisito Jerk como bebida, todo ello especialidad de Rob, Bryan
paladeaba un Ricky de lima y gin, al tiempo que se distraía revisando el
pequeño local y vigilaba su entrada situada frente a él. Poco había que
revisar: diez taburetes giratorios en la alargada barra, cinco mesas enfrente
de ella, adosadas en la pared, y cuatro más, formando una ele, en donde se
hallaba sentado Bryan.
En
la calle, Homer y su gente habían tomado posiciones en las dos calles que
formaban la dos fachadas del Candy.
-Haréis
la detención en cuanto salga del local. Yo acercaré el coche y lo meteremos
dentro. Todo debe hacerse con la mayor rapidez -dijo Homer.
Desde
el interior de su automóvil, aparcado a unos 30 metros de la entrada de Candy,
situada justo en la esquina de Lexington Av. con E83rd St, Homer acechaba la
salida de Bryan como el jaguar vigila a su presa.
CAPÍTULO XXIV
Tenía
la mirada fija en la puerta del Candy y, como siempre que se hallaba al acecho
de alguna captura, nada ni nadie lograría evitar que la apartara de ella. Ni
siquiera sus propios pensamientos, que trabajaban a toda máquina, calculando
los pasos que debería dar tras echar mano a su presa. El general le había
ordenado eliminar a Bryan, pero él había imaginado otro plan mucho más práctico
y conveniente. Acabaría con él, sí, pero después de obligarle a cantar dónde se
ocultaba la tal Margaret.
Más
que nunca, deseaba Homer ejecutar aquella misión de un modo impecable, sin
dejar ningún hilo suelto ni daño colateral alguno, que pudieran ocasionar
cualquier clase de complicación posterior. Así podría arrojárselo a la cara del
general y demostrarle aquello que, al parecer, tanto le costaba advertir: que
era él, Homer, su mejor hombre en el departamento.
Con
toda su atención puesta en el frecuente movimiento de entrada o salida de los
clientes en el pequeño restaurante, no pudo reparar en la llegada de un viejo
que se acercó hasta la parte posterior de su coche, caminando con cierta
dificultad. Cuando alcanzó a verle era ya demasiado tarde: estaba sentado en
uno de los asientos traseros y mantenía una pistola apretada contra su cuello.
En un instante, el aparente achacoso anciano había abierto la puerta trasera del
automóvil, se había colado dentro y le encañonaba con una potente arma
automática.
-¡Qué
diablos...! -fue lo único que acertó a decir el desorientado Homer.
-Tranquilo.
Calma. Ni pestañees si quieres seguir vivo. -aconsejó el hombre.
-Me
parece que no sabes en donde te estás metiendo -advirtió a su vez Homer que
había logrado ya reponer el control de sus acerados nervios.
-Sí,
querido Homer, lo sé: en un nido de víboras. Pero a ti se te acabó el veneno.
Ordena cancelar de inmediato el operativo.
-¿Y
si me niego?
-¡Qué
tontería! -respondió su captor con una carcajada- Te mato y aquí te quedas.
¡Venga, no perdamos tiempo y acaba con esta historia!
Convencido
de que la cosa iba en serio, Homer tomó el micro y ordenó a sus hombres que
abandonaran sus posiciones y regresaran a la base, justificando la nueva
disposición por un cambio de órdenes del mando. Él continuaría con la
vigilancia del objetivo y reportaría más tarde.
-Bien,
ahora arranca y conduce despacio, sin intentar tonterías ni cometer la más
mínima infracción de tráfico. Te va la vida en ello.
El
falso anciano obligó a Homer a conducir hasta una zona apartada de Ward Island
y allí, después de cerciorarse de que ningún testigo podía presenciar la escena,
ató y amordazó a su cautivo y le forzó a introducirse en el maletero.
Hecho
esto, hizo una llamada desde una cabina cercana.
-Hola
Margaret, soy Pieterf.
-Sí,
mira: tengo un prisionero y necesito un lugar seguro donde pueda interrogarle
-dijo Pieterf, y a continuación le refirió lo sucedido con Homer y sus hombres.
-Sí,
sí, perfecto. Habla con Bryan y os espero aquí, en la explanada del Icahn
Stadium, junto al río.
Una
hora escasa más tarde, se presentó Margaret al volante de un potente 4+4
europeo. Había tenido que vencer la firme negativa de Bob para permitir el
traslado de Pieterf y su prisionero hasta su refugio actual. Hubo una larga
discusión entre ambos, pero por fin, Bryan tuvo que ceder ante la tenaz defensa que Margaret hizo de
Pietref.
-No
me cabe la menor duda -argumentó Margaret-, Pieterf está con nosotros. Si
hubiera querido perjudicarnos ya lo habría hecho. Tiempo, lugar y ocasiones ha
tenido de sobra. Además, si todavía no estás convencido, recuerda que me salvó
la vida y se lo debo.
Así
pues, trasladaron a Homer hasta el maletero del otro coche y se dirigieron
hacia el formidable refugio de Bryan en Hempstead. Ya en el garaje, colocaron
una capucha cubriendo la cabeza de Homer y se encaminaron a una pequeña
estancia blindada en la bodega de la casa.
Todo
sucedió con la inesperada celeridad de un relámpago. Abría el silencioso
cortejo Margaret y, detrás de ella, caminaba el encapuchado Homer guiado por
Pieterf. De pronto, al iniciar la bajada de una escalera, Homer agarró a
Pieterf y lo lanzó hacia delante contra Margaret mediante una perfecta maniobra
Ippon de judo. Ambos amigos rodaron por la escalera hasta quedar maltrechos al
final de ella. Se había producido un exceso de confianza impropio del ex-agente
al no comprobar las ataduras de su cautivo. Este había conseguido desatarse
durante el traslado y había simulado continuar maniatado a la espera del
momento más adecuado para realizar su ataque.
Homer
se vio libre. Se quitó la capucha y corrió por la estancia en busca de la
salida. Poco duró su intento. Apenas llegaba a la mitad de aquella habitación
cuando sintió como si chocara contra un invisible muro. Algo golpeó con fuerza
su pecho. Otro golpe en la cabeza le dejó sin sentido.
Cuando
Margaret y Pieterf lograron reponerse y corrieron tras el fugitivo, pistola en
mano, lo hallaron tendido en el centro de la habitación, con una herida
sangrante en la frente, sin conocimiento y nadie más en ella.
-¡My
God! -exclamó Pietref desorientado-. ¿Qué diablos ha pasado aquí?
Margaret
intuyó de inmediato lo sucedido y preguntó en voz alta:
-¿Eres
tú, Bob?
Una
voz cercana contestó:
-Sí,
soy yo. En un momento me reúno con vosotros.
No
hacía falta más explicación para Margaret: Bob, vigilante, les había seguido
usando el equipo de ocultación y había golpeado a Homer, impidiéndole la huida.
Bajaron
al prisionero hasta un pequeño cuarto, anexo a la zona de supervivencia,
todavía sin sentido. Después de reanimarle y practicarle una somera cura,
Pieterf decidió atarle las muñecas a una viga del techo, de manera que estuviera
obligado a mantenerse siempre de pie.
-Si
creéis que dándome tortura vais a sacarme alguna información, estáis
completamente equivocados. No lo conseguiréis -advirtió Homer, cuyo rostro se
había hecho pétreo y su mirada fría como el hielo-. Estamos entrenados para
resistir cualquier tipo de maltrato.
-No,
querido, no. Nadie te va a tocar -se apresuró a contradecirle Pieterf- Te vas a
quedar aquí, tal como estás, sin luz, comida ni bebida, hasta que decidas
colaborar. ¡Ah! Y lo que tengas que hacer tendrás que hacértelo encima. Nosotros no tenemos ninguna prisa, veamos
cuanta tienes tú.
-¡Cabrones,
hijos de perra! ¡No os atreveréis! -gritó Homer.
-Pronto
lo vas a ver -replicó Pieterf-. Aquí, a tu lado, dejo este dispositivo. Es un
emisor sin hilos. En cuanto lo pises sabremos que estas dispuesto a contestar
nuestras preguntas. Solo acudiremos si recibimos tu señal, así que ten cuidado
de no apartarlo fuera del alcance de tus pies, pues ya no nos volverías a ver.
Tiene batería para un mes, tiempo suficiente para que tomes una decisión. Más
no necesitas: estarás muerto antes.
-Creo
que estás siendo demasiado cruel -aseguró Margaret, tan pronto dejaron solo a
Homer en su encierro.
-Este
tipo no se merece miramiento alguno. No puedes ni imaginar las barbaridades que
haría con nosotros si estuviera en nuestro lugar. Él, al menos, puede elegir el
momento de acabar con sus problemas.
CAPÍTULO XXV
Bob
Bryan debatía en su interior la conveniencia de aceptar los métodos de Pieterf
o de mantener firme su recta conciencia rechazándolos. En cierto modo, el
ex-agente tenía razón: No había en el plan de Pieterf acciones activas de
tortura y era bien cierto que el cese de la incomodidad del detenido dependía
de su propia voluntad. Sin embargo, algo en su interior le obligaba a
permanecer siempre con una cierta reserva ante Pieterf y sus acciones.
-Me
gustaría saber qué pretendes con todo esto -dijo Bob, encarándose al ex-agente.
-Mira,
no te voy a engañar. En primer lugar quiero librarme de la acusación de
asesinato del uniformado. No puedo estar huyendo toda la vida de la Policía.
Necesito que este pájaro cante para reunir pruebas exculpatorias.
-¿Y
estás seguro de que este hombre está al corriente del asunto?
-Absolutamente.
Aparece en el reportaje realizado en el lugar del crimen. Si no fue él quien
realizó los disparos, fueron sus hombres. No hay duda.
-Además
-continuó Pieterf-, este hombre conoce todos los entresijos delictivos del SSD.
A través de él podremos conocer quién mato a William y también, con toda
seguridad, quién ordenó su muerte y por qué.
-Bien,
esto está hecho y ya no hay vuelta atrás -terció Margaret- Pero, ¿estás
dispuesto a dejarle morir de inanición si no habla?
-No
te preocupes, hablará mucho antes de que eso suceda. No ha de pasar una semana
sin que me aviséis de que ha decidido hablar. Seguro que habría aguantado el
dolor de una tortura, por violenta que fuera, solo por orgullo y tozudez, pero
ahora está a solas con su pensamiento que le está machacando la voluntad,
introduciendo en él, minuto a minuto y hora tras hora, la duda de si merece la
pena ceder su vida a cambio de mantenerse fiel a un jefe, que quizás aborrezca.
Con
pocas palabras más, se cerró el debate abierto por Bob. Pieterf se despidió y
al estrechar la mano con Margaret, sucedió algo singular. Ésta sintió una
especie de escalofrío o estremecimiento que recorrió todo su cuerpo. Era la
primera vez que se daban la mano y su contacto le había traído sensaciones que
no había sentido desde la muerte de William.
Algo
especial notó Bob en el cálido saludo y, sobre todo, en el rubor que encendió
las mejillas de Margaret, porque, en cuanto salió Pieterf, musitó:
-Hay
algo que no me gusta en este hombre.
-Pero,
Bob ¿todavía sigues desconfiando de él?
-Llámame
agua fiestas si quieres, pero te digo que esta clase de gente no es de fiar.
Quién te asegura que Pieterf no esté jugando con nosotros, para usarnos, en un
momento dado, como moneda de cambio ante sus antiguos y canallescos jefes, y
conseguir así su dispensa.
-No
puedo creer que pienses eso en serio...No estarás celoso ¿eh?
-¡Dios
mío! ¡Estás celoso! -exclamó con alegre sorpresa Margaret, al ver el gesto
evasivo de Bob, que no pudo evitar desviar la mirada ante su trivial pregunta,
hecha sin el menor asomo de malicia. En seguida, fue hacia él y le rodeó con
sus brazos, en un cariñoso gesto, tratando de mostrarle el mucho afecto que le
tenía.
-Pero
hombre Bob, tu sabes que eres mi amigo del alma. Nada ni nadie podrá con
nuestra amistad. Vamos, alegra esa cara y prepárate un trago, que te voy a
cocinar la mejor cena que hayas probado en muchos días.
Con
una agradable velada entre los dos amigos, terminó aquel convulso día.
En
España, la vida se le complicaba a Rodríguez. Había recibido una llamada
urgente del comisario Casado y en ella le adelantó que había problemas con el
informe de su actuación en Estados Unidos.
-¡Pero
qué leches pasa con mi informe, jefe! -exclamó Rodríguez, bastante alterado,
tan pronto llegó al despacho del comisario- Todo estaba bien documentado, con
muchos papeles originales y copias de asientos, órdenes de pago y movimientos
de cuentas. Vd. lo vio, comisario: había allí tela marinera.
-Parece,
por lo poco que me han dicho, que en la Fiscalía General quieren saber cómo se
obtuvieron esos datos y necesitan el testimonio de la señora Fuster y la autentificación
de algunos otros documentos por la Fiscalía americana o, al menos, por la
Policía de Nueva York.
-¡Me
cagüen la leche! ¿De dónde sacan a esa mujer? Yo le prometí que quedaría al
margen y ni siquiera la he nombrado en el informe. Además, ¿qué coños hay que
autentificar? Están allí bien puestos los nombres de los Bancos, agentes y
oficinas de negocio, además de nombres, firmas y direcciones. Solo tienen que
verificar los datos de la documentación.
-No
te hagas mala sangre Rodríguez. Esto es algo que se veía venir. En esos papeles
aparecen nombres de aforados, financieros de renombre y gente con mucho poder
económico y político. El caso es que he recibido una citación de la Fiscalía
General para que vayas allí, mañana mismo, a declarar. Dedica todo el día de
hoy a revisar tu declaración y a estudiar bien las respuestas que debes dar a
los puntos más delicados.
Rodríguez
pasó un día de perros. En su cabeza bullía un torbellino de ideas encontradas.
Todo el orgullo y ufana satisfacción obtenidos en la brillante resolución de lo
que él calificaba como el caso de su vida, estaba en vías de esfumarse y, en su
lugar, aparecía el fantasma del descrédito y de la reprobación. Seguro que aquella
condenada llamada de la Fiscalía General no auguraba cosa buena.
Así
fue. Al día siguiente, Rodríguez regresó de la sesión declaratoria herido en lo más hondo de su amor propio y,
sobre todo, en su orgullo profesional.
-¿Cómo
ha ido la cosa? -preguntó el comisario inquieto, al ver llegar a su agente con
muy mala cara.
-Muy
mal, jefe. Me han tratado como al peor de los delincuentes. El Teniente Fiscal
Inspector y tres de sus secuaces me han acribillado a preguntas de lo más
estúpido e impertinente. Se diría que les importaba un pito la materia
delictiva de la documentación y que solo les interesaba saber cómo la había
obtenido. Al cabo de un par de horas de continuo interrogatorio me han pillado
en un par de renuncios, que les ha servido para insinuar que todo aquello era
un complot urdido por algún grupo político, en el que yo tenía arte y parte.
-¡No
me lo puedo creer! -exclamó el comisario, indignado.
-Pues
créalo, jefe. Mucho me temo que van a considerar ilegal la obtención de las
pruebas. Como mucho investigarán aquellos casos que no les den quebraderos de
cabeza para cubrir el expediente. De hecho, han emitido una orden internacional
de búsqueda de la Sra. Márgara Fuster. Claro que van listos si esperan
encontrarla.
-Y
a ti, qué te han dicho.
-Ah,
sobre mí han dicho que ya tendré noticias. Pero les va a salir un grano. Esta
gente no me vuelve a tocar las pelotas. Aquí tiene mi credencial, la placa, el
arma y mi renuncia escrita. Me voy.
-¡Pero
hombre, Rodríguez, cálmese y no tome una decisión en caliente de la que pueda
arrepentirse más tarde! Yo hablaré con la Dirección General y seguro que
encontraremos el modo de protegerle de cualquier intento de implicación.
-Que
no, coño, que no aguanto yo esta desvergüenza. Y lo siento por Vd. que me cae
muy bien, de verdad, pero me han destrozado un trabajo excelente y no voy a
tolerar que esto se vuelva a repetir.
Fue
así como Rodríguez, un peculiar pero valioso agente, dejó el Cuerpo Nacional de Policía.